
Vi por primera vez la exposición de Igor Mitoraj hace cuatro años en Cracovia y me quedé sobrecogido ante aquellos vigorosos y gigantescos bronces que festoneaban uno de los rincones más bellos de Europa. La simbiosis entre las inmensas esculturas y los formidables edificios de la Plaza Vieja (el mercado de Sukiennice, la iglesia de San Wojciech y, sobre todo, la gran catedral de Santa María, con sus dos enormes torres disparejas) formaba una alianza de tiempos y espacios que dejaba a los viandantes literalmente sin aliento. Bañadas por la nieve reciente y la luz invernal, los grandes centauros y titanes de Mitoraj tenían el empaque de un sueño: más que forjados, parecían haber brotado directamente de la tierra, de entre las grietas del suelo polaco, para alzarse otra vez desde un pasado legendario.
Sin embargo, al volver a verlos en Madrid, he tenido la misma sensación de fatalidad telúrica que me invadió en Cracovia, como si Mitoraj hubiese decidido esculpirlos pensando precisamente en el Paseo del Prado, colocánd

olos a lo largo del bulevar, bajo la protección de los árboles, como una sucesión de Dánaes fugitivas congeladas por el abrazo de un Apolo desesperado. Mitoraj es un artista consciente y deliberadamente clásico: alguna vez ha dicho que el arte posmoderno es, todo él, un fracaso total. Habrá quien se emocione viendo una lavadora despanzurrada, un inhóspito bloque de cemento o un bote de detergente junto a una palangana: yo soy más bien antiguo y prefiero emocionarme ante una Venus decapitada que repite en su cuerpo el estigma sagrado de la maternidad o ante un Icaro de rostro resquebrajado que extiende al cielo un ala rota como una pregunta inconclusa.
El mito perdido es el nombre que el escultor ha dado a este asombroso conjunto de fragmentos neoclásicos que parecen caídos de las nubes, arrancados del Olimpo, más que de Grecia o de Roma. La resonancia que uno siente al contemplarlos es heredera del legado homérico, de ese pasado roto y despedazado que, no obstante, forma la columna vertebral de nuestra civilización. Pero en Mitoraj hay también un acorde más personal, más íntimo. El Icaro del ala rota, el pecho mutilado de la Victoria abriéndose en una apoteosis de palomas, me recordó inmediatamente un verso que escribí muchos años atrás, cuando Dios vino en un sueño para preguntarme quién había arrancado a sus ángeles las alas. Y en la gran boca huérfana, espectral, ineludible, que se levanta ante las puertas del Jard

ín Botánico está la boca de mi primera novia, de mi última novia, el primer beso de amor y también el beso definitivo, el beso final que se repliega al fondo de todos los besos y cuyo recuerdo nos acompaña a la muerte, aquel sabor perdido para siempre y reencontrado al fin, plegado en un sudario de labios.
(publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 18 de marzo de 2008)Etiquetas: ángeles, Cracovia, david torres, Madrid, Mitoraj
6 Comments:
Montero Glez dijo:
Bienvenido a la Internet, amigacho.
Te anunciaré en mi Trinchera para que los que por allí pasen fertilicen y abonen con semen fresco y otros líquidos tu tierra. Viva San Blas.
Lo mismo digo, David, enhorabuena por el blog desde Pisa. Mitoraj es un Praxiteles con dos wiskys de mas y que ha leido a Joyce.
Te enlazo en cuanto llegue a Palma desde las Pipas.
Buenisimo el titulo del blog.
Romàn Pigna
Esa exposición pasó también por la isla, y la pudimos contemplar de noche en un paseo por la muralla bajo la catedral:
resultó fantasmagórico, colosal y sorprendente.
Me gustó.
Paz.
Bellísimo, durísimo artículo. Cruel.
Porque es cruel constatar que la mayor belleza de la que hoy disponemos son estatuas descuartizadas.
Querido Montero, le agradezco el detalle. A ver si me avisa Vd. con tiempo cuando aterrice en el foro.
Román, amigo, qué sitio tan fálico desde el que escribirme.
Paz, si Mitoraj funciona así en Madrid, no me quiero imaginar en Palma. Yo le pondría la música de los Espíritus Bienaventurados de Orfeo y Eurídice, de Gluck. O quizá algo de Haendel. ¿Y usted?
Anónimo, gracias por los piropos.
Hablando de ángeles. No puedo sino acordarme de aquella canción del gran cantante-maestro-derviche Franco Battiato en la que decía:
"Las oigo más cercanas, sagradas sinfonías del tiempo.
Con una idea; que somos seres inmortales,
caídos en la oscuridad, pobres condenados
por los siglos de los siglos hasta curar completamente.
Mirando el horizonte, un aire de infinito me conmueve.
También a veces la clara insidia de la luna
dentro de la noche me hace vivir en aparente inutilidad
en este mar de confusiones.
Y somos ángeles caídos en el planeta Tierra,
sin memoria de dónde venimos,
hasta curar completamente".
Ciegos son los doctores de la Iglesia, si no abiertamente mentirosos, cuando sitúan el Infierno en otras esferas. El combate con las tinieblas está en los viciados vagones de metro repletos de gente bovina; en los rincones con olor a orina de Lavapies y en el aire podrido de Darfur; en los edificios con forma de craneo agujereado de Grozni y en la mil veces maldita estación Leningradskii, con sus cloacas llenas de niños-cadáveres... Está aquí, en la noche de Montevideo, negra como el negro barrio de Palermo, abierto en canal a la oscuridad.
Escuchemos a Battiato...
Nostromo
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