La capilla moratina

Del techo de la ONU cuelgan, cual un inmenso pastelazo en arco iris encargado por Walt Disney, vistosos churretones de colorines y arduas estalactitas que amenazan con caer sobre algún delegado y empalarlo por el coco. De todos es sabido que el arte moderno es principalmente caducifolio y que se define por su precariedad. Las casas de Frank Lloyd Wright, que se caen a cachos; las listas de canciones pop, cuya fama dura un verano; el tiburón de Damien Hirst, al que ya se le han caído los dientes; algunos cuadros del propio Barceló, que no sólo se descomponen sino que también huelen.
Moratinos se ha apresurado a comparar ya la obra de Barceló con la Capilla Sixtina, una valoración tan apresurada e insensata como la de cotejar al propio Moratinos con el papa Julio II. Efectivamente, ambos personajes tienen boca, nariz y oídos, pero si se empieza a rascar más abajo, se acaban las similitudes. Las fotos que hemos visto de Barceló disfrazado de bombero y lanzando chorros de pintura a alta presión, tampoco se corresponden con la imagen que guardamos de Miguel Angel tumbado sobre los andamios, luchando contra sus demonios para parir ángeles al óleo.
A Moratinos le causa orgullo infinito el hecho de que un artista español haya decorado la sede de las Naciones Unidas. Dice que el arte no tiene precio, pero la verdad es que va a costar una pasta subvencionada exclusivamente con dinero español. En esto Moratinos resulta un español clásico y generoso, de los de toda la vida, de los que entran en un bar lleno hasta los topes y ordena al camarero que ponga una ronda a todo el mundo, que invita él. Invita él y pagamos nosotros, porque el arte no tendrá precio, pero el artista cobra. Hay que pagar el manguerazo y el traje de bombero, eso sin contar la marca Barceló que es, al fin y al cabo, lo que cuenta. En el arte contemporáneo, como demostró Dom Thompson, todo es cuestión de marca. Si esos mismos chafarrinones para daltónicos los hubiera pintado un gamberro en sus horas libres, ya lo estarían corriendo a gorrazos por todos los pasillos de la ONU.
El regalo que le hemos hecho al mundo quedará también como la marca (sería mejor decir la huella) de este ministro de Exteriores que ha hecho que sus antecesores en el cargo parezcan Metternich y Churchill redivivos. Cuando la cáscara del techo se empiece a caer a pedazos, Moratinos siempre podrá soltar ese dicho tan español: “Ahí queda eso”.
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