l Tropezando con melones - Blog de David Torres: noviembre 2008

David Torres, escritor, guionista y columnista

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martes, 11 de noviembre de 2008

La capilla moratina

Con su acostumbrada maldad, Román Piña fue el primero en profanar de palabra la monumental capilla de Barceló en la Seo de Palma de Mallorca. Dijo que parecía la entrada de una marisquería y la verdad es que no le faltaba razón. No sabemos qué se le ocurrirá para definir la macrocaverna que el artista mallorquín ha pintado para el edificio de la ONU, pero viendo los primeros y caleidoscópicos resultados, nos tememos lo peor.



Del techo de la ONU cuelgan, cual un inmenso pastelazo en arco iris encargado por Walt Disney, vistosos churretones de colorines y arduas estalactitas que amenazan con caer sobre algún delegado y empalarlo por el coco. De todos es sabido que el arte moderno es principalmente caducifolio y que se define por su precariedad. Las casas de Frank Lloyd Wright, que se caen a cachos; las listas de canciones pop, cuya fama dura un verano; el tiburón de Damien Hirst, al que ya se le han caído los dientes; algunos cuadros del propio Barceló, que no sólo se descomponen sino que también huelen.

Moratinos se ha apresurado a comparar ya la obra de Barceló con la Capilla Sixtina, una valoración tan apresurada e insensata como la de cotejar al propio Moratinos con el papa Julio II. Efectivamente, ambos personajes tienen boca, nariz y oídos, pero si se empieza a rascar más abajo, se acaban las similitudes. Las fotos que hemos visto de Barceló disfrazado de bombero y lanzando chorros de pintura a alta presión, tampoco se corresponden con la imagen que guardamos de Miguel Angel tumbado sobre los andamios, luchando contra sus demonios para parir ángeles al óleo.

A Moratinos le causa orgullo infinito el hecho de que un artista español haya decorado la sede de las Naciones Unidas. Dice que el arte no tiene precio, pero la verdad es que va a costar una pasta subvencionada exclusivamente con dinero español. En esto Moratinos resulta un español clásico y generoso, de los de toda la vida, de los que entran en un bar lleno hasta los topes y ordena al camarero que ponga una ronda a todo el mundo, que invita él. Invita él y pagamos nosotros, porque el arte no tendrá precio, pero el artista cobra. Hay que pagar el manguerazo y el traje de bombero, eso sin contar la marca Barceló que es, al fin y al cabo, lo que cuenta. En el arte contemporáneo, como demostró Dom Thompson, todo es cuestión de marca. Si esos mismos chafarrinones para daltónicos los hubiera pintado un gamberro en sus horas libres, ya lo estarían corriendo a gorrazos por todos los pasillos de la ONU.

El regalo que le hemos hecho al mundo quedará también como la marca (sería mejor decir la huella) de este ministro de Exteriores que ha hecho que sus antecesores en el cargo parezcan Metternich y Churchill redivivos. Cuando la cáscara del techo se empiece a caer a pedazos, Moratinos siempre podrá soltar ese dicho tan español: “Ahí queda eso”.

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sábado, 1 de noviembre de 2008

De trenes, osos, rusias e idiotas

Hay dos frases en Transsiberian, la última película de Brad Anderson, sólo por las cuales merece la pena pagar los siete eurazos de la entrada. Una la dice Ben Kingsley, el policía ruso, cuando le preguntan si no prefiere la Rusia de ahora a la de antes: 'Antes vivíamos en la oscuridad' dice Kingsley con inflexiones shakespereanas, 'ahora morimos a la luz'.




La otra es sutilmente antagónica y tiene lugar en medio de una juerga de vodka en el vagón restaurante del tren. Uno de los rusos borrachos se levanta el jersey y muestra el costado marcado de cicatrices. Entonces un anciano se remanga y enseña el antebrazo tatuado con un número. '¿El Gulag?' pregunta el turista americano. El anciano asiente con una sonrisa indescriptible, cuajada de arrugas. '¿Por qué lo metieron allí?' 'Por escribir poesía' responde otro de los rusos. Y añade: 'Mira, para saber algo sobre Estados Unidos, lees un libro. Para saber algo sobre Rusia, coges una pala'.

No voy a dar detalles sobre el argumento, tenso e impecable. Baste decir que ayer Mijangos y yo nos metimos al cine de rebote, después de que nos fallara una comedia de Monicelli en la Filmoteca. No teníamos muchas ganas de ver Transsiberian, sobre todo después de la estúpida campaña de promoción televisiva, una de las más tontas que recuerdo. Sin embargo, yo había visto dos películas anteriores de Brad Anderson, ambas de terror y ambas excelentes: Session 9 y El maquinista. La garantía de tener a Ben Kingsley en el reparto bastó para decidirnos y, la verdad, no nos arrepentimos.

Hay películas que hacen soñar con visitar algún día los lugares donde se rodó. Transsiberian no. Transsiberian da mucha ganas de no ir a Rusia. Nunca. Jamás. En la puta vida. Ni de broma. No sólo por el frío, los malos modos policiales, la miseria generalizada, la brutalidad, la tristeza. El Transiberiano es como una cárcel con ruedas. Los retretes están atascados. Las ventanas no pueden abrirse. Las azafatas parecen haber estudiado el oficio en Kolimá. No nos extrañó que la película estuviera rodada en Lituania y en China, porque de haber sido rodada en la auténtica Siberia y Putin o su clónico sucesor hubiera visto los resultados, probablemente ahora habría que verla con ayuda de una pala.

Más que los actores, extraordinarios todos ellos, el auténtico protagonista de la película es el tren, esa larga cinta de ruedas y raíles que cruza la inmensidad de la nieve, y el opresivo silencio de un espacio en blanco que no es Asia ni Europa sino todo lo contrario. Siete mil ochocientos y pico kilómetros de nada absoluta. Ben Kingsley se merienda literalmente la pantalla en todas y cada una de sus apariciones hasta el punto de que Mijangos exclamó: '¿Pero qué le ha pasado a Gandhi?'

Ahora bien, la auténtica columna vertebral de la película es Emily Mortimer, una actriz maravillosa que encandila desde las sombras, no desde la luz. Eduardo Noriega demuestra que, al contrario que el baloncesto, el cine español necesita del exilio para que sus pivots crezcan. Su personaje es una muestra sutílisima de atracción sexual y dobladillo maligno, una recreación mucho más compleja y matizada, por ejemplo, que el torpe mazacote por el que le dieron el Oscar al Bardem, un actor que lo hubiera merecido más por cualquiera de sus otras actuaciones en vez de ese papel de asesino que podía haber incorporado perfectamente una pata de jamón con una peluca.

En cuanto a Woody Harrelson, es admirable cómo sigue empeñado en pasar a la Historia como el tío más tonto del séptimo arte. Ni Mijangos ni yo podíamos imaginar a nadie, actor o no, que hiciera creíble el rol de marido tonto de la baba con el que Harrelson complementa a Mortimer y suaviza la película. Su colección de idiotas fílmicos es sencillamente admirable: no puedo recordar una sola película en la que Woody Harrelson no haya hecho de idiota. Fue el asesino a sueldo idiota de No es país para viejos, el sargento idiota de La delgada línea roja, el editor porno idiota de El escándalo de Larry Flint, el marido increíblemente idiota de Una proposición indecente, el asesino en serie idiota de Asesinos natos (película realmente idiota donde las haya) y otros idiotas que se me olvidan.

No en vano, Harrelson empezó su oligofrénica carrera en la serie Cheers, arrebatándole el papel de idiota a un pobre hombre que tenía todas las papeletas para ganarlo. Decepcionado por aquel segundo puesto, el aspirante acabó dedicado al cuidado y contemplación de osos salvajes en Alaska hasta que acabó en el estómago de uno. Werner Herzog filmó su historia en el impresionante documental Grizzly man. La verdad es que el pobre hombre (rubio, alto y dicharachero) se parecía muchísimo a Woody Harrelson.

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