l Tropezando con melones - Blog de David Torres

David Torres, escritor, guionista y columnista

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martes, 11 de noviembre de 2008

La capilla moratina

Con su acostumbrada maldad, Román Piña fue el primero en profanar de palabra la monumental capilla de Barceló en la Seo de Palma de Mallorca. Dijo que parecía la entrada de una marisquería y la verdad es que no le faltaba razón. No sabemos qué se le ocurrirá para definir la macrocaverna que el artista mallorquín ha pintado para el edificio de la ONU, pero viendo los primeros y caleidoscópicos resultados, nos tememos lo peor.



Del techo de la ONU cuelgan, cual un inmenso pastelazo en arco iris encargado por Walt Disney, vistosos churretones de colorines y arduas estalactitas que amenazan con caer sobre algún delegado y empalarlo por el coco. De todos es sabido que el arte moderno es principalmente caducifolio y que se define por su precariedad. Las casas de Frank Lloyd Wright, que se caen a cachos; las listas de canciones pop, cuya fama dura un verano; el tiburón de Damien Hirst, al que ya se le han caído los dientes; algunos cuadros del propio Barceló, que no sólo se descomponen sino que también huelen.

Moratinos se ha apresurado a comparar ya la obra de Barceló con la Capilla Sixtina, una valoración tan apresurada e insensata como la de cotejar al propio Moratinos con el papa Julio II. Efectivamente, ambos personajes tienen boca, nariz y oídos, pero si se empieza a rascar más abajo, se acaban las similitudes. Las fotos que hemos visto de Barceló disfrazado de bombero y lanzando chorros de pintura a alta presión, tampoco se corresponden con la imagen que guardamos de Miguel Angel tumbado sobre los andamios, luchando contra sus demonios para parir ángeles al óleo.

A Moratinos le causa orgullo infinito el hecho de que un artista español haya decorado la sede de las Naciones Unidas. Dice que el arte no tiene precio, pero la verdad es que va a costar una pasta subvencionada exclusivamente con dinero español. En esto Moratinos resulta un español clásico y generoso, de los de toda la vida, de los que entran en un bar lleno hasta los topes y ordena al camarero que ponga una ronda a todo el mundo, que invita él. Invita él y pagamos nosotros, porque el arte no tendrá precio, pero el artista cobra. Hay que pagar el manguerazo y el traje de bombero, eso sin contar la marca Barceló que es, al fin y al cabo, lo que cuenta. En el arte contemporáneo, como demostró Dom Thompson, todo es cuestión de marca. Si esos mismos chafarrinones para daltónicos los hubiera pintado un gamberro en sus horas libres, ya lo estarían corriendo a gorrazos por todos los pasillos de la ONU.

El regalo que le hemos hecho al mundo quedará también como la marca (sería mejor decir la huella) de este ministro de Exteriores que ha hecho que sus antecesores en el cargo parezcan Metternich y Churchill redivivos. Cuando la cáscara del techo se empiece a caer a pedazos, Moratinos siempre podrá soltar ese dicho tan español: “Ahí queda eso”.

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sábado, 1 de noviembre de 2008

De trenes, osos, rusias e idiotas

Hay dos frases en Transsiberian, la última película de Brad Anderson, sólo por las cuales merece la pena pagar los siete eurazos de la entrada. Una la dice Ben Kingsley, el policía ruso, cuando le preguntan si no prefiere la Rusia de ahora a la de antes: 'Antes vivíamos en la oscuridad' dice Kingsley con inflexiones shakespereanas, 'ahora morimos a la luz'.




La otra es sutilmente antagónica y tiene lugar en medio de una juerga de vodka en el vagón restaurante del tren. Uno de los rusos borrachos se levanta el jersey y muestra el costado marcado de cicatrices. Entonces un anciano se remanga y enseña el antebrazo tatuado con un número. '¿El Gulag?' pregunta el turista americano. El anciano asiente con una sonrisa indescriptible, cuajada de arrugas. '¿Por qué lo metieron allí?' 'Por escribir poesía' responde otro de los rusos. Y añade: 'Mira, para saber algo sobre Estados Unidos, lees un libro. Para saber algo sobre Rusia, coges una pala'.

No voy a dar detalles sobre el argumento, tenso e impecable. Baste decir que ayer Mijangos y yo nos metimos al cine de rebote, después de que nos fallara una comedia de Monicelli en la Filmoteca. No teníamos muchas ganas de ver Transsiberian, sobre todo después de la estúpida campaña de promoción televisiva, una de las más tontas que recuerdo. Sin embargo, yo había visto dos películas anteriores de Brad Anderson, ambas de terror y ambas excelentes: Session 9 y El maquinista. La garantía de tener a Ben Kingsley en el reparto bastó para decidirnos y, la verdad, no nos arrepentimos.

Hay películas que hacen soñar con visitar algún día los lugares donde se rodó. Transsiberian no. Transsiberian da mucha ganas de no ir a Rusia. Nunca. Jamás. En la puta vida. Ni de broma. No sólo por el frío, los malos modos policiales, la miseria generalizada, la brutalidad, la tristeza. El Transiberiano es como una cárcel con ruedas. Los retretes están atascados. Las ventanas no pueden abrirse. Las azafatas parecen haber estudiado el oficio en Kolimá. No nos extrañó que la película estuviera rodada en Lituania y en China, porque de haber sido rodada en la auténtica Siberia y Putin o su clónico sucesor hubiera visto los resultados, probablemente ahora habría que verla con ayuda de una pala.

Más que los actores, extraordinarios todos ellos, el auténtico protagonista de la película es el tren, esa larga cinta de ruedas y raíles que cruza la inmensidad de la nieve, y el opresivo silencio de un espacio en blanco que no es Asia ni Europa sino todo lo contrario. Siete mil ochocientos y pico kilómetros de nada absoluta. Ben Kingsley se merienda literalmente la pantalla en todas y cada una de sus apariciones hasta el punto de que Mijangos exclamó: '¿Pero qué le ha pasado a Gandhi?'

Ahora bien, la auténtica columna vertebral de la película es Emily Mortimer, una actriz maravillosa que encandila desde las sombras, no desde la luz. Eduardo Noriega demuestra que, al contrario que el baloncesto, el cine español necesita del exilio para que sus pivots crezcan. Su personaje es una muestra sutílisima de atracción sexual y dobladillo maligno, una recreación mucho más compleja y matizada, por ejemplo, que el torpe mazacote por el que le dieron el Oscar al Bardem, un actor que lo hubiera merecido más por cualquiera de sus otras actuaciones en vez de ese papel de asesino que podía haber incorporado perfectamente una pata de jamón con una peluca.

En cuanto a Woody Harrelson, es admirable cómo sigue empeñado en pasar a la Historia como el tío más tonto del séptimo arte. Ni Mijangos ni yo podíamos imaginar a nadie, actor o no, que hiciera creíble el rol de marido tonto de la baba con el que Harrelson complementa a Mortimer y suaviza la película. Su colección de idiotas fílmicos es sencillamente admirable: no puedo recordar una sola película en la que Woody Harrelson no haya hecho de idiota. Fue el asesino a sueldo idiota de No es país para viejos, el sargento idiota de La delgada línea roja, el editor porno idiota de El escándalo de Larry Flint, el marido increíblemente idiota de Una proposición indecente, el asesino en serie idiota de Asesinos natos (película realmente idiota donde las haya) y otros idiotas que se me olvidan.

No en vano, Harrelson empezó su oligofrénica carrera en la serie Cheers, arrebatándole el papel de idiota a un pobre hombre que tenía todas las papeletas para ganarlo. Decepcionado por aquel segundo puesto, el aspirante acabó dedicado al cuidado y contemplación de osos salvajes en Alaska hasta que acabó en el estómago de uno. Werner Herzog filmó su historia en el impresionante documental Grizzly man. La verdad es que el pobre hombre (rubio, alto y dicharachero) se parecía muchísimo a Woody Harrelson.

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miércoles, 29 de octubre de 2008

El blanco silencio de Finlandia

En toda la historia de la música no hay silencio más severo y misterioso que el de Jean Sibelius. Hasta Rossini emergió dos veces de su largo retiro para dar al mundo dos obras sacras: el Stabat Mater y la Petite Messe solennelle. Pero los últimos treinta años de la vida de Sibelius son un completo enigma. Aparte de alguna canción y algunas piezas menores para piano, ni una sola página orquestal se incorporó al catálogo del gran compositor finlandés desde que estrenara, en 1926, su última obra maestra, el poema sinfónico Tapiola. En los países nórdicos y anglosajones, especialmente en Inglaterra donde era toda una institución, la música de Sibelius no dejaba de tocarse. En 1955, con ocasión de su nonagésimo cumpleaños, llegaron hasta Ainola, (su residencia de Järvenpää, que llevaba el nombre de su esposa) los ecos del concierto que, dedicado en su honor, sir Thomas Beecham dirigía desde Londres. Desde unos días atrás, Sibelius había recibido incontables telegramas de felicitación, ramos de flores y regalos, entre otros, una grabación de una de sus sinfonías por Toscanini y una caja de sus cigarros habanos favoritos, cortesía personal de Winston Churchill.







Cuando murió, dos años después, en Finlandia se decretó luto nacional, las banderas ondearon a media asta y a su funeral en Helsinki acudió una verdadera multitud, incluido el presidente de la República y numerosos representantes del gobierno. Llovieron pésames y mensajes de condolencia desde todos los lugares del mundo. Sin embargo, para la historia de la música, el corazón de Sibelius se había detenido mucho tiempo atrás. Durante medio siglo había permanecido inamovible, indiferente a las variaciones del gusto y de las modas: todos los movimientos musicales del siglo XX, todas las vanguardias -impresionismo, dodecafonismo, serialismo- habían golpeado en vano a su alrededor. Resulta tentador atribuir el obstinado silencio de Sibelius a su aislamiento: se sentía tan lejos de las corrientes musicales de su tiempo como Finlandia del centro de Europa. Su música permanecía anclada en los primeros compases del siglo, la época gloriosa de la gran orquesta wagneriana, de Mahler y de Strauss. Sin embargo, en 1913, años antes de que Sibelius diera a conocer al mundo la que tal vez sea su obra cumbre, la Quinta Sinfonía, Stravinsky estrenaba La consagración de la primavera y Schönberg sentaba las bases de la atonalidad con su Pierrot Lunaire. El mundo de Sibelius (con su fragorosa evocación de la naturaleza salvaje y sus insólitos desarrollos sinfónicos a partir de melodías muy simples que parecen crecer orgánicamente) no tenía nada que ver con aquellas batallas artísticas que se estaban librando en Viena y en París.

De hecho, en la década final de los veinte, durante los espléndidos años finales de su producción, Sibelius sobrevivía como un anacronismo inmenso y extraño, un fósil viviente del romanticismo tardío al que sólo le importaba seguir su propio camino. Karajan lo expresó mejor que nadie: 'Es un compositor al que realmente no se puede comparar con ningún otro. Es, a su manera, como las Masas Erráticas. Están ahí, son colosales, son de otra época y nadie sabe cómo han llegado hasta allí. De modo que es mejor no preguntarse por qué'.

Desde que el gobierno finlandés (consciente de la importancia de financiar a un artista al que auguraban rango de gloria nacional) le concediera una beca anual de tres mil marcos, Sibelius había dejado las clases en el conservatorio de Helsinki y se había dedicado exclusivamente a la composición. Alejado de los círculos artísticos europeos, buscó sus fuentes de inspiración en el Kalevala, la epopeya nacional finlandesa, y en los fríos paisajes del norte. Una vez, paseando con un amigo, empezó a identificar uno por uno los cantos de los distintos pájaros del bosque. De repente graznó un cuervo y el amigo preguntó a qué instrumento correspondía. 'A un crítico' dijo Sibelius.

En realidad, aunque le afectaran, nunca había hecho mucho caso de las críticas. Frente a los demás sinfonistas, que parecen explorar siempre el mismo material desde diversos ángulos, cada una de sus siete sinfonías es radicalmente diferente a la anterior, como si hubieran sido compuestas por hombres diferentes. Cuando en 1907 conoció al más ilustre sinfonista de su tiempo, Gustav Mahler, ambos departieron amablemente sobre la forma sinfónica a la salida de un concierto en Helsinki. Para Mahler, la sinfonía 'debe ser como el mundo, debe abarcarlo todo'. Para Sibelius lo esencial era 'la severidad de formas y la lógica profunda que crea un vínculo interno entre todos los motivos'. Cada una de sus sinfonías resulta un orbe perfecto y cerrado en sí mismo. Pasó de la austeridad gélida de la Cuarta a la exuberancia vitalista de la Quinta y de ahí a la sutil elegancia de la Sexta. No le importó lo más mínimo que la Quinta hubiese sido un éxito sin precedentes: no quería repetirse y no lo hizo. Su propia trayectoria vital parece una ilustración física de esa lenta y paulatina metamorfosis: así, el joven alto y rubio de los primeros años acabó por convertirse en un anciano vigoroso y completamente calvo, de poderosa y esculpida cabeza.

En realidad, si alguna vez Sibelius tuvo motivos para abandonar la música fue hacia 1908, cuando viajó a Alemania para extirparse un tumor maligno que le habían detectado en la garganta. Tenía 43 años y la operación resultó un completo éxito, pero la idea de la muerte inminente no dejaba de rondarle por la cabeza. Renunció al vicio del tabaco y a las fiestas y reuniones mundanas que tanto le gustaban. Paradójicamente, el miedo a morir espoleó su actividad creadora, que floreció en una serie de composiciones sombrías que se cuentan entre lo mejor de su producción: el Cuarteto de Cuerda op. 56 'Voces Intimae' y la extraordinaria Cuarta Sinfonía, cuyo desolador tercer movimiento, Il tempo largo, fue escogido por Sibelius para que sonara en su funeral.

En cambio, cuando abandonó la composición, recién cumplidos los sesenta, su salud no podía ser más perfecta. Aun le quedaban casi tres décadas de vida y nunca había hecho otra cosa más que crear música. ¿Cómo atribuir el silencio de un maestro de su talla -el mayor sinfonista viviente- al desfase con su propia época? Sibelius siempre había estado fuera de su época. Cuando sus admiradores le escribían, cuando le reclamaban otra obra, Sibelius iniciaba explicaciones confusas. No quería entregar nada que no estuviera a la altura de su leyenda.

Al parecer, la cúspide que había alcanzado en sus dos últimas partituras orquestales, Tapiola y la Séptima Sinfonía, le condujo a un callejón sin salida. Un compositor cuya música parecía crecer como un organismo vegetal y cuyo ideal de perfección era la cohesión temática interna, forzosamente tenía que acabar escribiendo una sinfonía en un solo movimiento. La Séptima era ese ideal y con ella estaba todo dicho. No obstante, Sibelius trabajó durante años en la partitura de la Octava. En 1932 llegó a anunciarse su estreno en Inglaterra, pero Sibelius jamás entregó la partitura al público, aunque su cuñado, Armas Järnefelt, y el director de orquesta inglés Basil Cameron afirmaron años después que la habían visto.

Nunca sabremos si la Octava existió realmente o si el propio Sibelius, en su paranoico afán perfeccionista, la destruyó. Ya había prohibido la interpretación de algunas obras juveniles que después, como Kullervo o La ninfa del bosque, resultaron auténticas maravillas. De manera que no nos queda otro remedio que imaginar cómo sonaría esa sinfonía que es el fantasma más glorioso de la historia de la música. Quizá fuese sólo silencio. O más hermosa aun.



(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El Mundo en el verano de 2006)

El último relato del libro La mesa limón de Julian Barnes explora los años finales de Sibelius.

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sábado, 25 de octubre de 2008

Wittgenstein sale del armario

Me tropecé por primera vez con Agustín Fernández Mallo en la presentación de una antología de relatos donde ambos participábamos: Lavapiés. De inmediato me cayó enormemente simpático aquel tipo alto y flaco que mezclaba con inteligencia y desparpajo la física cuántica con la poesía y la filosofía de Wittgenstein con el pop. Iniciamos una amistad que no se ha interumpido desde entonces, hace ya siete años, y donde salvábamos la distancia entre Mallorca y Madrid en una divertida correspondencia internaútica donde él se disfrazaba de Bertrand Russell y yo de Ludwig Wittgenstein. Las alusiones personales se barajaban con oscuras alusiones al Tractatus, a la lógica formal y al convento de monjas donde yo había buscado asilo. Descubrimos que teníamos aficiones y pasiones comunes: la teoría del caos, la física cuántica, Glenn Gould. Después nos hicimos más serios, más mayores, más viejos. Nos seguimos hablando, escribiendo y queriendo, pero yo echo de menos a Bert.



En el 2004, aprovechando mi condición de finalista de Nadal, aproveché para recomendar a editorial Destino dos novelas. No me hicieron ni puto caso. Una era Braille para sordos, de José María Mijangos, una divertidísima revisión de la picaresca contada a través de la sórdida historia de un taxista metido a novelista de kiosco. La otra era Nocilla Dream. Sobra decir que Mijangos, que finalmente publicó su novela en Martínez Roca, no ha obtenido el reconocimiento que merece, pero Agustín sí. La justicia tiene poco que ver con esto: lo que más me extrañó del éxito de Nocilla Dream fue que verdaderamente se trata de un libro inquietante, inteligente y hermoso, una de esas joyas que, como Braille para sordos, suele pasar desapercibida en los almidonados circuitos culturales de este país.

Después de mis fallidos intentos como consejero editorial, volví a tropezarme con Agustín entre los manuscritos de un humilde concurso literario, el Café Mon, donde Román Piña me había comisionado de jurado. Una noche leí de un tirón, Creta lateral travelling, el libro que a la postre se haría con el primer premio Café Mon.

Creta lateral travelling (que ahora Román acaba de reeditar bajo el sello de Sloper para que haga compañía a mis Bellas y bestias) es el diagrama, la crónica de una aniquilación. La portada, un collage de Agustín donde puede verse al viejo Wittgenstein desvistiéndose para mostrar, debajo de la chaqueta, la camiseta de Superman, es un perfecto ejemplo de ese cruce entre lo literario y lo científico, lo culto y lo pop, lo novelístico y lo poético, que es el núcleo vivo de la poética de Agustín.

El verso libre, las fórmulas científicas, las metáforas narrativas se aparean en el flujo de una prosa gélida y extrañamente conmovedora, la misma que ha hecho las delicias de los amantes de la nocilla. El desnudamiento de Wittgenstein corre parejo al strip-tease lírico de Agustín. En Creta está su embrión, su primer fulgor. En las páginas finales, las alusiones crípticas a un nacimiento entrelazadas a un proceso de radioterapia para un cáncer de pulmón, me humedecieron los ojos de lágrimas. Saltándome todos los protocolos, esa misma noche llamé a Agustín, entre angustiado y confuso, preguntándole si estaba tan enfermo como su manuscrito dejaba suponer. Me respondió riendo: qué va, hombre, qué va.

Menos mal, Bert. Tenemos nocilla para rato. Celebrémoslo.

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lunes, 20 de octubre de 2008

Corrigiendo la obra del Señor

La historia de la medicina es también, en buena parte, la lucha del ser humano contra los seculares corsés de la estupidez, la superstición y los tabúes religiosos. Todo lo que hoy consideramos absolutamente normal en un quirófano y hasta en una consulta médica alguna vez estuvo prohibido y en ocasiones castigado con la muerte. Desde la simple visión de un cuerpo femenino desnudo hasta la autopsia de un cadáver. Kipling relata en un cuento delicioso la odisea de un monje medieval que trae de su viaje por tierras mahometanas un fabuloso avance de la óptica: unas lentes. Un superior del convento descubre el aparato, lo considera una invención del diablo y lo pisotea sin piedad contra el suelo, condenando al pobre viejo a la ceguera.



También el primer cirujano que se adentró en un cuerpo humano desafió todas las leyes divinas y humanas. En 1809, en Kentucky, Eprahim McDowell se atrevió a extirpar un gigantesco quiste de ovario a Jane Crawford. La operación fue un éxito porque Crawford tuvo el coraje de aguantar el corte a pelo sin anestesia de ningún tipo, y porque McDowell se saltó a la torera todos los códigos legales y deontológicos de la época.

Todo lo que ha soltado la Iglesia desde entonces ante cualquier clase de progreso médico no son más que berridos de alarma por esas correcciones de la defectuosa obra del Señor. Los oímos durante el primer transplante de corazón, los seguimos oyendo al tiempo que se descifran los últimos jeroglíficos del genoma humano, los seguiremos oyendo por los siglos de los siglos. Mientras tanto, una larga fila de obispos y sacerdotes van haciendo cola por las mesas de quirófano en lugar de predicar con el ejemplo y morirse.

No me puedo imaginar ni un solo argumento en contra del nacimiento de un bebé que podría salvar a un hermano gravemente enfermo. Si la vida es fundamentalmente amor, ¿habrá un acto de amor semejante al que pueda salvar una vida? Si el amor da la vida, ¿qué amor comparable a ese acto de procreación que trae no uno sino dos seres vivos al mundo?

Algún aficionado a la ética formal puede traer por los pelos el viejo argumento kantiano de que el ser humano debe ser usado siempre como un fin y no como un medio. Dejando aparte el hecho de que aquí el neokantiano de turno estará confundiendo el cordón umbilical con un ser vivo (es decir, los medios con los fines), el argumento de Kant adolece de una profunda penuria intelectual. Bastaría ir a comprar el pan para estar usando al panadero como un medio y no como un fin en sí mismo. Sin embargo, no hay nada inmoral en ir a comprar el pan, me parece.

La historia de la medicina es también la constante e infatigable persecución de las erratas divinas. Las dioptrías, los fallos cardíacos, el apéndice, las enfermedades infecciosas. Cristo curó a ciegos y leprosos con un pase de manos, pero nosotros tenemos que echar mano de la cirugía y de los antibióticos. No lo llamamos milagro, lo llamamos ciencia.

Puesto que, en efecto, la vida es sagrada, hay que hacer todo lo posible por conservarla, por perpetuarla, por mejorarla. A ningún escolástico con dos dedos de frente se le ocurriría defender la vida de un tumor canceroso o de una bacteria por encima de una vida humana. Sin embargo, la próxima vez que oigan tronar contra el próximo avance médico en nombre de la sacrosanta vida humana, fíjense bien. Seguro que el tipo en cuestión lleva gafas.

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martes, 14 de octubre de 2008

El Nobel con patatas

El jueves fui de excursión con unos cuantos amigos a Logroño para ver quién se había llevado la segunda edición del premio Logroño de novela. Lo pasamos de cine, lo malo es que el conductor debía de tener algún conflicto íntimo con la velocidad porque tardamos casi seis horas en llegar. Al día siguiente, de regreso, el hombre aumentó las precauciones, no fuéramos a adelantar a alguna bicicleta, y logramos batir todas las marcas de lentitud con siete horas de viaje.




Aquí estamos unos cuantos expedicionarios poco antes de que el tiempo nos royera la nuca y nos dispersáramos en busca de solaz para el espíritu. Yo me pasé medio viaje sobando como una marmota y el otro medio con una novela de Tibor Fischer que me hacía desencuadernarme de risa a cada página. Ya les hablaré de ella otro rato.

El caso es que, una vez llegados a Logroño (cuando el conductor pensó que se lo permitía su religión), aposentados en las mesas, desenvainados los cubiertos y vaciadas las copas de Rioja, tuve la gran alegría de descubrir que el ganador de ese año era mi amiguete Martín Casariego. Es cierto que Martín se merece el premio con creces, pero (como dice Clint Eastwood en Sin perdón), 'lo que uno se merece no tiene nada que ver con lo que le pasa'.

Presidía el jurado Ana María Matute, una señora de las letras que ya no está para esos trotes y que soltó un discurso ininteligible a una velocidad similar que la de nuestro conductor de terracota. Después salió Martín, un poco nervioso, como es natural, y un par de políticos locales que, con el humor propio de los políticos locales, rebautizaron a algunos miembros del jurado. A Fernando Iwasaki lo llamaron Rodrigo, y a Rodrigo Fresán, Arturo Fresón.

Aparte de estos pequeños lapsus, todo fue perfecto. La comida, las copas, la ceremonia. Sólo hubo un pequeño detalle que los organizadores habían pasado por alto. Era difícil que la prensa prestara mucha atención al premio Logroño porque justo aquel mismo día también se fallaba otro importante galardón literario. El Nobel.

Cada vez estoy más convencido de que el premio Nobel es una cosa por y para suecos. Yo nunca lo he entendido. Quiero decir que me extraña que se lo hayan dado a gente como William Faulkner, Pasternak o Thomas Mann, para que luego, unos años después (o antes) se lo endilguen a tiparracos como Echegaray o Pearl S. Buck. Si fueran ciertas las motivaciones políticas hace años que le tendría que haber caído encima a Ismail Kadaré. Joyce, Proust, Kafka, Nabokov, Pessoa, Kavafis, Borges, Greene, Cortázar, Burgess se murieron sin el Nobel. La lista es un auténtico oprobio. En la última edición nadie, ni en el autobús ni en la mesa, podía decir algo sobre el último galardonado y se suponía que todos éramos gente del mundillo. Ni siquiera nos sonaba el nombre. Luego recordé que yo había visto algunos libros de Le Clézio en la librería Altair, donde trabajé muchos años, y que nunca ninguno de ellos me había inspirado más que lástima por los árboles desgajados, los calamares secos y el tedio anticipado del pobre que se atreviera a leerlo. Escribí esto para la edición de El Mundo de Baleares:

¿Para cuándo un Nobel mallorquín? Por estas fechas, la Academia sueca siempre suele sacudir el sopor que habitualmente empacha los tinglados literarios al sacarse de la manga al candidato más insospechado, el tipo al que nadie ha leído, el caballo cojo, la miss Mundo obesa, el nombre que menos se esperaba. Virtuosos en el difícil arte de la sorpresa anual, hay que reconocer que cada año el comité sueco se supera. Salvo honrosas excepciones, los últimos premiados con el Nobel de Literatura podían haberlo sido también con el de Medicina o el de Física.

Una vez intenté leer un libro de Gao Xinjiang, el disidente chino que en realidad era pintor, y comprendí que si no como novela, aquel pintoresco mamotreto era utilísimo como cura contra el insomnio. Ciertas páginas de Elfriede Jelinek son tan abstrusas y tediosas como la formulación matemática del plomo, hasta el punto de que uno de uno de los académicos, avergonzado, decidió dimitir de su puesto en protesta por la decisión, lo nunca visto en Suecia. Otro de los académicos aventuró que intentaban reparar la injusticia de no haber premiado en su día a Thomas Bernhard, pero quizá habrían sido más justos de haberle concedido el galardón en desagravio a uno de sus nietos.

Antes de que les cayera el Nobel encima como un premio de la lotería universal, intenté leer también a Naipaul y a Pamuk. El primero me produjo la impresión insondablemente aburrida de un diálogo a dos voces entre una estrella de mar y una ostra. Del segundo empecé tres libros que jamás llegué a terminar, cosa harto difícil por dos razones: porque raro es el libro que se me resiste una vez empezado, y porque, además, por aquel entonces yo viajaba a Estambul y lo llevaba como única provisión literaria en mi equipaje. Quizá mejorase leído en turco, pero desde entonces he pensado que Pamuk es un buen nombre para amaestrador de focas.

Durante décadas he mantenido con los libros de Le Clézio la misma relación ambivalente que con ese vecino coñazo con que nos tropezamos de vez en cuando en la escalera: la fuga, la huida, la lástima. Me bastaba hojear unas páginas o leer la contraportada para pensar que estaba ante un futuro premio Nobel. Denuncia social, mitologías precolombinas y un largo etcétera de pancartas de Greenpeace son el centro de su trabajo. Que lo consideren el mayor escritor francés vivo estando por ahí un poeta como Yves Bonnefoy demuestra que el humor sueco no tiene fin. Quizá uno de los académicos pensara que necesitaban alguien así para compensar los rotundos aciertos de Saint-John Perse y Claude Simon.

Así que mi pregunta sigue en pie: ¿para cuándo un Nobel mallorquín? Ya va siendo hora de que en ese excitante juego de banderitas con el que los académicos suecos pretenden llenar la geografía mundial y honrar los mapas lingüísticos, el mallorquín también debe tener su lugar. Quizá si Cristóbal Serra escribiese un panfleto contra la caza de ballenas...

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jueves, 9 de octubre de 2008

Pasado a la carta

Todo el mundo tiene un pasado, excepto los candidatos presidenciales en EE UU, que tienen varios, a elegir. A McCain le acaba de salir en la espalda un absceso financiero de la época de los 80. Allí los pasados son como ciertos hongos o ciertas enfermedades crónicas. Allí el pasado sufre ciclos, repeticiones y metástasis. En cuanto a Obama, según ciertos rumores, se juntaba con terroristas. Al parecer, cuando era un crío, Obama tenía un vecino en Chicago al que le gustaba poner bombas y una vez el futuro senador por Illinois llegó a saludarle después de salir del colegio.



Cualquier aspirante a la silla presidencial tiene que venir con un currículum intachable, presentar una hoja de servicios impecable, un pasado en blanco, inmaculado, tan limpio como los conocimientos geográficos de Sarah Palin. Esa obsesión por la bayeta y el detergente los conduce indefectiblemente hasta la santidad, e incluso más allá, porque San Pablo o San Agustín no hubiesen pasado de las primarias ya fuese entre los demócratas o entre los republicanos. San Pablo por extremista en sus primeros tiempos, y San Agustín por mujeriego.

Esas gentes -los Clinton, los Bush, los McCain, los Obama- estudiaron en las mejores universidades, se criaron entre la élite y sacaron las mejores notas, pero al final tienen que responder por culpa de unos porros que se fumaron en su juventud, una borrachera en la que quemaron un gato o un vecino megalómano que soñaba con conquistar el mundo. La impudicia, la maldad no pueden tocarlos. Una simple mamada extramatrimonial se convierte en una cuestión de estado.

Debe de ser terrible comprobar que no puedes dejar tus pecados atrás por muchas esquinas que dobles. Los candidatos norteamericanos tienen un pasado con patas. McCain se ha enredado con el suyo y se puede ir de bruces contra el suelo, porque la economía es el paisaje político de la eternidad. Estuvo, está y estará siempre ahí, por más que los asesores republicanos intenten borrarlo de la pantalla con el doble programa del miedo y el terrorismo. Como hace mucho que el futuro se ha agotado, ante la imposibilidad de sacar más promesas de ese filón, los políticos les piden a los votantes que confíen en el pasado. Un hombre de costumbres moderadas, sin acné, que no piropea a lo basto a las jovencitas y al que nunca han puesto una multa de tráfico, es el candidato ideal para gobernar el país más poderoso del mundo.

La proliferación de pasados alternativos demuestra que, como sospechábamos, todo (desde la Guerra del Peloponeso a las notas del colegio del nene) es cuestión de fe. Si hay gente que ha puesto en duda la veracidad del Holocausto, ¿no tenemos razones para sospechar que Obama pudo participar en un atentado a los ocho años de edad? Chismorreos hay para todos los gustos.

Incluso hay gente que dice que Obama es negro.



(Publicado originalmente en El Mundo el miércoles 8 de octubre de 2008)

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