l Tropezando con melones - Blog de David Torres: marzo 2008

David Torres, escritor, guionista y columnista

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domingo, 30 de marzo de 2008

Elija su mamada (concurso literario)

Todo melón bien nacido, homo o heterosexual, sabe que una mamada es una de las cosas más agradables que pueden pasarle a uno. Si ya es difícil que te ocurra, más difícil aún es contarlo. Aquí tienen tres ejemplos de tres escritores hispanoamericanos más o menos contemporáneos dedicados a la casi imposible tarea de describir una felación más o menos satisfactoria. Su tarea consiste en descubrir el autor y el título de cada de una de las novelas. Pasen y chupen:

a) Muchos años más tarde él recordaría el comienzo de esa aventura, asociándola a una lección de historia, donde se consignaba que un emperador chino, mientras desfilaban interminablemente sus tropas, precedidas por chirimías y atabales de combate, acariciaba una pieza de jade pulimentada casi diríamos con enloquecida artesanía. La viviente intuición de la mujer deseosa, le llevó a mostrar una impresionable especialidad en dos de las ocho partes de que consta un opoparika o unión bucal, según los textos sagrados de la India. Era el llamado mordisqueo de los bordes, es decir, con la punta de de dos de sus dedos presionaba hacia abajo el falo, al mismo tiempo que con los labios y los dientes recorría el contorno del casquete. Farraluque sintió algo semejante a la raíz de un caballo encandilado mordido por un tigre recién nacido. Sus dos anteriores encuentros sexuales, habían sido bastos y naturalizados, ahora entraba en el reino de la sutileza y de la diabólica especialización. El otro requisito exigido por el texto sagrado de los hindúes, y en el cual se mostraba también la especialidad, era el pulimento o torneadura de la alfombrilla lingual en torno a la cúpula del casquete, al mismo tiempo que con rítmicos movimientos cabeceantes, recorría toda la extensión del instrumento operante. Pero la madona a cada recorrido de la alfombrilla, se iba extendiendo con cautela hacia el círculo de cobre, exagerando sus transportes; como si estuviese arrebatada por la bacanal de Tannhauser tanteaba el frenesí ocasionado por el recorrido de la extensión fálica, encaminándose con una energía imperial hacia la gruta siniestra. Cuando creyó que la táctica coordinada del mordisqueo de los bordes y del pulimento de la extensión, iban a su final eyaculante, se lanzó hacia el caracol profundo, pero en ese instante Farraluque llevó con la rapidez que sólo brota del éxtasis su mano derecha a la cabellera de la madona, tirando con furia hacia arriba para mostrar la arrebatada gorgona, chorreante del sudor ocasionado en las profundidades.

b) El cuerpo nuevo no es manejable (ningún cuerpo nuevo es manejable), y siempre hay una reserva o una interrogación respecto al orden y fuerza con que se deben besar sus diferentes partes, o apretarlas, o mordisquearlas, o investigarlas usando los dedos, o respecto al efecto que hará en el otro pararse a mirarlas, interrumpir el contacto y dedicarse a verlas con detenimiento. 'Tengo la polla dentro de su boca', pensé al tenerla, y lo pensé con estas palabras, pues sólo esas palabras vienen cuando se pone en palabras o en pensamientos lo que se está haciendo con lo que denominan (cuando lo que denominan está actuando), más aún si no se conoce apenas el otro cuerpo y sobre todo si las palabras hacen referencia a las partes del cuerpo propio y no a las del otro, con las que siempre se es más respetuoso y para las que sí se buscan y emplean los eufemismos y las metáforas y los términos neutros. 'Tengo la polla en su boca o ella tiene su boca en ella, puesto que ha sido su boca la que ha venido a encontrarla. Tengo la polla en su boca', pensé, 'y no es como otras veces, como tantas veces desde hace mucho tiempo. La boca de Muriel es succionadora como noté desde el primer momento, desde que la besé, pero no es tan espaciosa y líquida como la de Clare Bayes. Le falta saliva y le falta sitio. Sus labios son bonitos, pero un poco finos, y están parados; o, más que parados (que no lo están, pues noto mucho su movimiento), carecen de flexibilidad, son rígidos. (Son como cintas tensadas.)'

(...) Mucho más incomprensible que ir a tenerla, como la tendré muy pronto, metida en su sexo, pues en su sexo -es de esperar- no habrá habido nada durante las últimas horas, mientras que en su boca ha habido chicle y ginebra y tónica y hielo, y humo de cigarrillos, y cacahuetes, y mi lengua, y risa, y también palabras que yo no he escuchado. (La boca siempre está llena y es la abundancia.) Ahora no bebe ni fuma ni mastica ni ríe ni dice nada, porque tiene mi polla en la boca y está distraída, y sólo eso cabe. Yo tampoco hablo, pero no estoy distraído, sino que estoy pensando.

c) Lo hice tal vez para defendernos, para no quedarnos solos frente a esa música . La levanté en vilo y la llevé hasta el sofá, y allí me arrodillé para beberla, y de repente, al entreabrir sus muslos, recordé la primera vez que hice el amor, el primer beso, la primera mujer, el momento irreparable en que la gracia inundó mi vida. Cerré los ojos y el sabor húmedo y salado de Laura me trajo hasta la boca el sabor del mar, la primera ola, la primera playa, la primera pelea, la primera vez que me partieron la boca y la sangre bañó mis labios, ese sabor intenso e íntimo, tan semejante al que inundaba ahora mi boca, olores y sabores que eran aduanas, fronteras, el primer amor, la primera cerveza, el primer cigarrillo, la primera comunión, la pasta de harina apelmazada y pegada al paladar que contenía, según decían todos, la sustancia de Dios, la sangre de Dios, la carne de Dios vivo desliándose entre mis dientes, del mismo modo que aquel licor espeso contenía la sustancia de Laura.

Ella se estremeció de arriba abajo, y cuando las convulsiones dejaron de agitarla, me puse en pie y quise llevarla a la cama, pero no me dejó, me desabrochó los pantalones y hurgó entre mis ingles con unos dedos fríos que me estremecieron de repente hasta la raíz de las tinieblas, y luego descendió con sus labios hasta el centro mismo de esas tinieblas, hasta el lugar donde mi corazón había cambiado su sede, y lo bebió despacio, tiró de mis raíces, sorbió mi memoria, como si yo no fuera nadie o menos que nadie, sólo una cosa suya, su juguete, su padre, mi niña, dije, como si realmente fuera hija mía, como si estuviéramos cometiendo un horrible pecado, padre e hija, un incesto no justificado ni santificado por el amor ni certificado por la música, porque no nos amábamos, desde luego, aquello no era amor sino sed, dos animales que bajan a beber a una fuente, dos criaturas palpitantes que se encuentran en mitad de la noche y deciden amarse en vez de matarse, pero lo mismo era la muerte lo que sentí cuando ella apretó los dientes, una dentellada minúscula en mitad de las tinieblas mientras las medusas mojadas de su pelo azotaban mi cintura, y no pude contenerme más, toda mi savia se derramó en su boca como un montón de palabras no pensadas ni dichas todavía, un río de palabras antes de la germinación, antes de hacerse carne y sangre. Pero lo mismo era la muerte.

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viernes, 28 de marzo de 2008

Todo cambia, todo sigue igual


Decía la zarzuela, ese género tan genuinamente madrileño, que los tiempos cambian que es una barbaridad. Antes te pillaban pintarrajeando una pared con spray y te corrían a leches por la calle. Ahora también, pero primero puede que te lleven a un museo a firmar trozos de cascotes. En mi infancia los graffiti eran casi siempre políticos y se consideraban basura. Ahora, como gran parte de la basura, los graffiti han pasado a la categoría de arte moderno. Que yo sepa, en Madrid no ha salido todavía ningún Bansky, el misterioso grafitero de Bristol cuyas obras alcanzan cifras astronómicas en las subastas y hasta han llegado a decorar el MOMA y la Tate Modern Gallery. Hace poco me emocioné al ver, en la cristalera de un banco, una pintada rematada por una A enmarcada por un círculo (el legendario anagrama anarquista), pero la emoción se me pasó al leer el mensaje, que venía a decir algo así como que éramos esclavos de la tecnología y que mejor regresar a la naturaleza. Como si el pobre imbécil que lo había escrito hubiese recogido el tubo de spray de un madroño.

Todo cambia para que todo siga igual, pero es una pena que siempre nos toque a los de mi generación bailar con la más fea. En mi ya lejana adolescencia, los que no sabíamos bailar teníamos que conformarnos con poner discos y encima tampoco nos dejaban abusar de Pink Floyd o Jethro Tull, que era lo que de verdad nos gustaba. Los tíos guapos se quedaban con las tías buenas mientras los pinchadiscos imitábamos sutilmente a los músicos renacentistas, esos cursis que pellizcaban en solitario la mandolina mientras la peña se dedicaba a la reproducción asistida. Ahora a esos tipos los llaman D. J. s, cobran una pasta por poner música y encima se llevan de calle a las chicas. Algunos hasta dan número, como en la carnicería. La mayoría siguen siendo feos, gordos e incluso calvos, pero el de D. J., como el de grafitero, es un oficio para el que muchos nacimos demasiado pronto. Antes nos llamaban pinchadiscos o pintamonas.



Decía Pedro Reyes que la energía ni se crea ni se destruye, pero siempre me da a mí. Crecimos cuando el sexo ya no estaba de moda, porque ya habían levantado la prohibición y un buen polvo había dejado de ser un acto revolucionario. Las tías no estaban por la labor porque contra Franco se fornicaba mejor. Encima, cuando estrenamos la mayoría de edad, aterrizó de golpe el SIDA, el apaga y vámonos del magreo. Para colmo, tengo algunos amigos dedicados a la enseñanza que, después de soportar durante años las burlas y las palizas de sus alumnos, han tenido que pedir asilo psicológico. De pequeños cobraron en clase, a manos de los profesores, y cuando les llegó el turno, resulta que se habían invertido los papeles. Un grafitero les podrían haber pintado Nacidos para cobrar en el casco de marines.


(publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 25 de marzo de 2008)

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miércoles, 26 de marzo de 2008

Jesús del Gran Poder

Mi amigo Jesús Urceloy, que es ese pedazo de humanidad que tienen aquí abajo varado en el sueño eterno,



es uno de esos grandes, dulces y fenomenales melones que, muy de cuando en cuando, la vida te regala. Nuestra amistad va ya para diez años, pero parecen muchos más (o muchos menos) por el cariño enorme que nos tenemos. Es el único amigo al que, hasta ahora, he incluido en una novela como personaje secundario usando su propio nombre. Lo cambié un poco, es cierto, pero cualquiera puede darse cuenta.

Jesús, aparte de un poeta como un chalet de dos plantas, es una voz: inmensa, cavernosa, profética. Cualquiera que lo haya oído, lo recuerda. Tan generoso como su propia y oronda barriga, donde guarda todo un asombroso melonar poético al que no le basta dedicar poemas a sus amigos. Qué va, él coge y les dedica un libro entero, que saldrá muy pronto a la luz, si no me equivoco. Jesús tiene poemas terribles como LA PROFESIÓN DE JUDAS, que es uno de esos libros para arrancarse la ropa y salir gritando, y poemas tan graciosos que parecen mentira, pero son todo verdad, como él mismo.

A Jesús los buenos versos le brotan con tanta facilidad (y felicidad) como a los buenos melones las pepitas y no ha tardado ni un rato en celebrar el advenimiento de este humilde blog con un soneto melonero con reminiscencias de Miguel Hernández y que yo copio aquí con todo mi amor y mi admiración para disfrute vuestro y de las generaciones futuras (si las hubiera o hubiese):


Nos tiraste un melón y tan amargo,
con una mano henchida de escritura
que no quedó ni pipa en la basura
ni corteza amarilla. Me hago cargo.

Pero al ver esa foto, que es de embargo,
no distingo el melón, sí la textura
del melonado hecho, qué aventura
para el cerebro, aunque haya visto Fargo,

(de los hermanos Coen). Y ese puro
con que te asombras agrouchado borre
naciones, mundos, con certeros trazos.

Seas David, quien con humor seguro
como el cachondo astuto que en su torre
atrincherado arroja melonazos.

Jesús Urceloy

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martes, 25 de marzo de 2008

Susto o muerte

Hay melones que no tienen vuelta de hoja. Hay cosas que se mezclan y quedan feas. O ridículas. Por ejemplo, esto:



Unos señores bailando una sardana con la fanfarria de Indiana Jones. Da como risa, ¿no?

Hay otras que, mezcladas, más que risa, dan miedo. Por ejemplo, este melón con bigote:



Aparte de otras aficiones más conocidas, Hitler era vegetariano y amante de los animales, como lo demuestra esta foto digna de Walt Disney.

Aquí está junto a otro buen amigo:

El melón de la izquierda se llama Haj Amin al-Husseini, Gran Mufti de Jerusalén, nacionalista palestino, ferviente antisionista y admirador del Führer.

Aparte de animar a Hitler en la tarea de limpiar el mundo de judíos, el Mufti organizó una división SS musulmana, la legión Handjar, formada por 19.000 voluntarios bosnios que lucharon contra los guerrilleros yugoslavos y protegieron los ferrocarriles que iban hacia Auschwitz. Al final de la guerra, escapó a Egipto y se libró por los pelos de los procesos de Nüremberg. Así pudo aleccionar bien a su sobrino, Yasser Arafat, en la dura tarea que se avecinaba.

¡Ah! ¿Que no sabías que al-Husseini era tío carnal de Arafat? Bueno, es que ésa es otra historia. O a lo mejor no, a lo mejor es la misma historia. La misma historia de siempre. La verdad es que los palestinos han tenido muy mala suerte. Con sus vecinos y no digamos con los líderes que se echan a la espalda.

Ahora vamos a abrir otros melones, no menos amargos que la foto de Hitler y Bambi.

¿Sabías que algunos altos mandos nazis se refugiaron en los países árabes y se convirtieron al islam? ¿Sabías que muchos voluntarios de Hamás desfilan hoy día con símbolos nazis y uniformes de la SS?

Da como risa, ¿no? ¿O más bien da miedo? ¿Tú qué prefieres: susto o muerte?

Yo me quedo con la sardana.

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sábado, 22 de marzo de 2008

Ángeles con las alas arrancadas

Vi por primera vez la exposición de Igor Mitoraj hace cuatro años en Cracovia y me quedé sobrecogido ante aquellos vigorosos y gigantescos bronces que festoneaban uno de los rincones más bellos de Europa. La simbiosis entre las inmensas esculturas y los formidables edificios de la Plaza Vieja (el mercado de Sukiennice, la iglesia de San Wojciech y, sobre todo, la gran catedral de Santa María, con sus dos enormes torres disparejas) formaba una alianza de tiempos y espacios que dejaba a los viandantes literalmente sin aliento. Bañadas por la nieve reciente y la luz invernal, los grandes centauros y titanes de Mitoraj tenían el empaque de un sueño: más que forjados, parecían haber brotado directamente de la tierra, de entre las grietas del suelo polaco, para alzarse otra vez desde un pasado legendario.

Sin embargo, al volver a verlos en Madrid, he tenido la misma sensación de fatalidad telúrica que me invadió en Cracovia, como si Mitoraj hubiese decidido esculpirlos pensando precisamente en el Paseo del Prado, colocándolos a lo largo del bulevar, bajo la protección de los árboles, como una sucesión de Dánaes fugitivas congeladas por el abrazo de un Apolo desesperado. Mitoraj es un artista consciente y deliberadamente clásico: alguna vez ha dicho que el arte posmoderno es, todo él, un fracaso total. Habrá quien se emocione viendo una lavadora despanzurrada, un inhóspito bloque de cemento o un bote de detergente junto a una palangana: yo soy más bien antiguo y prefiero emocionarme ante una Venus decapitada que repite en su cuerpo el estigma sagrado de la maternidad o ante un Icaro de rostro resquebrajado que extiende al cielo un ala rota como una pregunta inconclusa.



El mito perdido es el nombre que el escultor ha dado a este asombroso conjunto de fragmentos neoclásicos que parecen caídos de las nubes, arrancados del Olimpo, más que de Grecia o de Roma. La resonancia que uno siente al contemplarlos es heredera del legado homérico, de ese pasado roto y despedazado que, no obstante, forma la columna vertebral de nuestra civilización. Pero en Mitoraj hay también un acorde más personal, más íntimo. El Icaro del ala rota, el pecho mutilado de la Victoria abriéndose en una apoteosis de palomas, me recordó inmediatamente un verso que escribí muchos años atrás, cuando Dios vino en un sueño para preguntarme quién había arrancado a sus ángeles las alas. Y en la gran boca huérfana, espectral, ineludible, que se levanta ante las puertas del Jardín Botánico está la boca de mi primera novia, de mi última novia, el primer beso de amor y también el beso definitivo, el beso final que se repliega al fondo de todos los besos y cuyo recuerdo nos acompaña a la muerte, aquel sabor perdido para siempre y reencontrado al fin, plegado en un sudario de labios.


(publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 18 de marzo de 2008)

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A cala y a prueba


En el verano de 1967, con apenas unos meses de vida, tropecé con un objeto compacto y amarillo que parecía caído del cielo.



Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales. Porque, a diferencia de las naranjas, las manzanas o las fresas, los melones son muy suyos. Nunca se sabe lo que están pensando, siempre ocultan cosas. Aquel temprano contacto iba a marcar una constante en mi vida. Por debajo, o por encima, de mis otras ocupaciones (estudiante, cobrador de recibos, plantador de tronquitos del Brasil, vendedor de enciclopedias a domicilio, ginecólogo aficionado, librero, etc.) siempre me acompañaría el aura del descubridor de melones.

Y melones me los iría tropezando de todas las clases, de todas las formas y tamaños. Melones sexuales y melones literarios. Melones musicales y melones humanos. Melones que escondían inesperados oasis de frescor y azúcar en su interior, y prometedores melones como calvas de catedrático que a la postre resultaban pepinos. Novias que supieron dulce hasta el último beso y amigos del alma que, al cabo de los años, ocultaban en sus entrañas un auténtico hijo de puta. La vida es a cala y a prueba, pero nunca se sabe qué nos deparará el siguiente mordisco. Hay películas que empiezan muy bien pero se desinflan a los diez minutos. Hay puros que vienen precedidos por el aura de su vitola y se resuelven en un petardo, en un gatillazo de humo. Y también hay libros cuyos comienzos son romos y desesperantes pero uno continúa su lectura animado por la ingenua e inquebrantable fe de que las cosas mejorarán. Las primeras páginas de Faulkner muchas veces no ofrecen más que una caminata áspera por un roquedal pelado, pero hay que seguir adelante, hundir el cuchillo.
El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservado el día?

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