l Tropezando con melones - Blog de David Torres: agosto 2008

David Torres, escritor, guionista y columnista

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jueves, 28 de agosto de 2008

Antonio Tabucchi: Requiem

Leí este libro hace ya casi una década y volví a llevarlo en la maleta en un reciente viaje a Lisboa. Es curioso comprobar cómo ciertos libros pierden con los años. Me ha pasado con Goytisolo, Carlos Fuentes o Benet, escritores que fueron de cabecera y a quienes ahora releo con el mismo disgusto melancólico de estar masticando un polvorón revenido. El sabor, el placer, están allí al fondo del papel, pero lo que queda en la boca sólo son mazacotes de palabras.



Tabucchi, en cambio, se mantiene joven por la misma ley de esas mujeres guapas que han impuesto un estilo de belleza y que, cumplidos los cuarenta, brillan entre una impaciente turba de imitadoras. El italiano practica una literatura de sustracción, de encantamiento bañado de leve exotismo, lo que quiere decir que, en mi caso, juega con todos los ases en contra y aun así casi siempre me puede. Sobre todo en sus novelas cortas, más que en sus relatos. Murakami, Baricco o Auster sueñan con escribir algún día un libro como Nocturno hindú o como Requiem, pero para mí está claro que no lo van a conseguir.

Este libro tenía todas las bazas para no entrar jamás en mis estanterías. Un protagonista escritor un poquito pedante, una ciudad poblada de fantasmas, un gran poeta que emerge de la niebla en las últimas páginas para una cita postmortem anunciada en las primeras. En esta arriesgada partida de póquer, Tabucchi empieza enseñando todas las cartas y como si el título no fuera lo bastante honesto, lo subraya con el subtítulo: Una alucinación.

Y en eso consiste el libro, en una larga, febril y fecunda alucinación de un escritor de mediana edad que se aparece un ardiente mediodía de agosto en el puerto de Lisboa para acudir a una misteriosa cita con un poeta que no se nombra pero que no puede ser otro que Fernando Pessoa. Los escenarios cambian, pasan bruscamente del cementerio a la casa de un amigo muerto, de un restaurante casero a la fresca habitación de un prostíbulo donde el protagonista echa una siesta, de una casa demolida del pasado a un salón de billar. Los encuentros -todos casuales, todos decisivos- se presentan uno tras otro como en un juego de magia, pero con tanta naturalidad que es imposible descubrir el truco.

Quizá porque el truco es que aquí no hay trucos. No hay aquí ñoñeces ni juego borgianos, sino la honestidad de un narrador que se mantiene en vilo en esa sutil línea de equilibrio entre lo que debe decir y lo que debe callar. La cita con el amor de su vida, que se anuncia a lo largo de toda la novela, y que luego corre tras la cortina de una elegante elipsis. La cita con Pessoa, en la que acaban hablando, más que nada, de comida. La cita con el padre muerto -quizá el capítulo más tremendo y emocionante del libro- que entra en plena juventud en medio de la siesta del hijo y le pregunta cómo va a morir.

Resulta curioso que un libro tan fantasmal, tan metafísico, esté repleto de arriba abajo de comilonas fastuosas y farragosas recetas de cocina portuguesa. Como si el narrador necesitara el lastre del estómago para que los personajes no se le escaparan volando, como si este libro fuese una fabulita japonesa o una trilogía neoyorquina, en lugar de un descenso al infierno.

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domingo, 24 de agosto de 2008

Las apariencias no engañan

Las apariencias engañan pero no tanto. Muchas veces las cosas son exactamente lo que parecen. Por ejemplo, no había más que ver el rostro de Michel Maure, el cirujano plástico detenido por desfigurar a casi cien mujeres, para comprender que ponerse en sus manos era una jugada de alto riesgo. Con un peinado en lonchas y facciones de charcutero, Maure no sólo era un oxímoron estético sino una auténtica garantía de estropicio. Las aparatosas gafas negras que le tapaban media cara ya lo decían todo: 'Médico, opérate a ti mismo'.



Tras las gafas, Maure ocultaba los ojillos de un niño que ha repetido curso varias veces por culpa de los trabajos manuales. La plastilina se le quedó anclada ahí, en un oscuro trauma de infancia, y terminó por atascar su bisturí. Seguro que estudió en la misma clase que el Joker, el malo de Batman al que alargaron la sonrisa a navajazos. La verdad, hay que ser muy crédula para confiar la erosión de michelines a un tipo que parece el casero de Tony Soprano. Seguramente, en sus folletos de publicidad, prometía rebajarte diez años y un día. Es cierto que la cara no es el espejo del alma, pero es que Michel Maure, más que un espejo, tenía un escaparate.

En verano las apariencias salen a la luz y se desparraman bajo la cincha del bañador. Cuando entramos en un restaurante no hay que mirar sólo si las cucarachas juegan a la comba con los pelos de las gambas, sino también el porte del dueño. Para considerar a Viridiana uno de los mejores restaurantes del mundo, ni siquiera hay que probar ese huevo frito con mousse de boletus edulis y lloviznado de trufa. Basta con ver las arrobas que se gasta Abraham García, que es un cocinero como mandan los cánones, es decir, orondo y feliz. En Viridiana nunca pasaría eso de que un gourmet gorrón se fuese sin pagar la cuenta, porque el tipo, después de cenar, se quedaría encajado en la puerta. En cambio, después de ayunar en El Bulli bien puedes echarle un pulso a Usain Bolt en una carrerita.

La guerra del Caúcaso parece una pelea de matones en el patio de atrás de la escuela y eso es exactamente lo que es. No hay forma de disimular la realidad, por más que Zapatero y su cuadrilla de mariachis se empeñen en maquillar la crisis con una recua de sinónimos. Dicen que la economía española sufre un frenazo, pero el lenguaje tampoco engaña: siempre damos un frenazo antes de pegarnos el hostión. Groucho Marx lo expresó mejor que nadie: 'Parece un idiota, habla como un idiota y actúa como un idiota, pero no se deje engañar. Es un idiota'.



(Publicado originalmente en El Mundo el sábado 23 de agosto de 2008)

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viernes, 22 de agosto de 2008

Supersticiones de la escritura

Hace poco leí a un famoso escritor (quizá no tan famoso) que se preguntaba cuánto tiempo hacía que no escribíamos una carta a mano. La ironía sonaba más bien a lamentación, a elegía por un tiempo perdido: justamente aquel en que el trazo de la tinta sobre el papel podía delatar el carácter del plumífero del mismo modo que las huellas de una gaviota sobre la playa.



Hay algo impersonal en ese chorro de letras con el que ordeñador va manchando la página. A mí, a la hora de escribir una novela o un relato, me gusta precisamente eso: la sensación de que el texto se va hilando solo, organizándose por sí mismo, fluyendo desde algún sitio en mi interior, segregado desde cierto misterioso órgano interno como la tela de una araña. Por supuesto, debajo está la araña, es decir, el amanuense, y creo que da un poco lo mismo si utiliza un Pentium, una Olivetti o una pluma de ganso. Lamentarse porque las cartas ya no se escriban a mano tiene más de anacronismo que de nostalgia, algo así como echar de menos los trenes de vapor o las tablas de lavar y sus tercas ondulaciones. Mejor una lavadora.

Escribí mi primera novela -todavía inédita- en una vieja máquina de escribir de hierro, una Underwood del treinta y tantos con un sólido e imperfecto teclado que bien pudieron haber aporreado Chandler, Faulkner o incluso la secretaria de Eisenhower. La ñ era un añadido del mecánico, un trucaje del motor. Recuerdo la resistencia de las teclas a la presión, el atasco de las varillas al accionar varias teclas a la vez y, sobre todo, el disciplinado y metálico aguacero sobre el papel con la misma estéril melancolía que el crujido de la estática en los discos de baquelita. La máquina está ahí, en una repisa de mi salón, con el vistoso y anticuado encanto de un piano de escritor. De hecho, algunas veces me tienta el regreso al piano, a ver si logro arrancar esa novela que tengo atrancada desde hace meses.

Un profesor de la facultad, Antonio García Berrio, aseguraba que él escribía a mano porque le daba la sensación de estar sosteniendo un pene erecto antes de penetrar el papel. A mí la frase me sonó a impresionante tontería freudiana, sobre todo teniendo en cuenta que mi experiencia es justamente la contraria: el escritor nunca debe ser un explorador con el machete a punto sino más bien una selva en el momento de ser fecundada. No un macho furibundo sino una hembra que aguarda el momento milagroso de la concepción. No un tiránico maestro de ceremonias armado con un látigo sino un médium, una comadrona.

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lunes, 18 de agosto de 2008

Bono pressing catch

Será el calor veraniego, un empacho de ajo blanco o un subidón de adrenalina, pero Bono está que se sale. Ha dicho que De Juana Chaos es una escoria social y que le da repugnancia verlo. Se ha remontado hasta la madre, que es donde solemos excavar los españoles cuando buscamos insultos de los buenos, de los que hacen pupa. 'La madre de De Juana no parió un hijo'. Qué machote, Bono.

Da la impresión de que se lo cruza por la calle y le parte la cara. Pero qué va. Bono en bañador, después de rasgarse las vestiduras, debe de dar el tipo de uno de esos luchadores de pressing catch que hacen las delicias de los niños en las tardes tontas de agosto. De hecho, como los luchadores de pressing catch, Bono es un virtuoso del micrófono. Sale por un rincón del cuadrilátero, agarra el micro, suelta tres insultos y dos amenazas y hala, a pasar por caja.



Más que un deporte, el pressing catch es la apoteosis del tongo. Un día un luchador es enemigo a muerte de la humanidad, pero a la semana siguiente ya han hecho las paces. Sin ir más lejos, hasta hace cuatro días, De Juana Chaos era un hombre de paz, uno de los nuestros. Lo dijo Zapatero, el karateka virtual, el hombre que quiso conquistar el premio Nobel de la paz a base de sonrisas, el melómano al que un bombazo en la T4 le sonaba a una traca valenciana fuera de lugar y de fecha. Por aquel entonces De Juana Chaos era el ectoplasma de Gandhi pero ahora, en la calle, da asco verlo. Pocos se dieron cuenta de que en realidad ya había dejado la lucha armada y estaba entrenando para la pasarela Cibeles.

Desde siempre, la política española ha estado plagada de luchadores de pega, bravucones cervantinos con la bocaza repleta de juramentos y un exceso de kilos en la sisa. Suben al ring del Congreso de los Diputados, hacen cuatro llaves y tres pantomimas, pero luego se toman unas cañas juntos y planean quién se va a llevar la siguiente costalada.

No fue en vano la advertencia de Miguel Sebastián, que por algo dijo que la prenda que mejor le iba a Rubalcaba es un bañador de leopardo. Vestidos de semejante guisa, Rubalcaba con tanga felino y Bono de costalero enmascarado, el combate podría dar mucho juego. La cosa es distraer al personal y echarse unas risas, porque la escoria sigue libre, viva y coleando, gracias a unas leyes que puntúan cada muerto a menos de once meses entre rejas.

El público silbó, pataleó y protestó, pero es que la Justicia, como siempre, estaba sorda y ciega. Hasta los árbitros del pressing catch tienen más vista para hacer un tongo.

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jueves, 14 de agosto de 2008

Cogollitos de Tudela

A medida que pasan los días cada vez sabemos más detalles sobre lo que ocurrió realmente en el K2. Es cierto que en los primeros momentos conocíamos muy poco de lo que había sucedido allá arriba. Pero ocurre que el periodista no puede lanzarse en frío sobre la noticia del mismo modo que el médico no puede esperar a ver cómo evoluciona un paciente. Esto suena a excusa y de hecho lo es: cuando me llamaron para que escribiera un artículo de opinión sobre la tragedia del K2, no tenía más informaciones directas que unas palabras muy duras de Alberto Zerain, quien dijo literalmente: 'Vi mucha mediocridad ahí arriba'. También se rumoreaba (y luego se ha confirmado) que entre los expedicionarios abundaban las botellas de oxígeno. Nada menos que Reinhold Messner opinó: 'La gente reserva paquetes que incluyen ascenso al K2 como si comprara un viaje con todo incluido a Bangkok. Pero quien quiera subir a un ochomil debe asumir su propia responsabilidad y ser capaz de desenvolverse de forma autónoma en tal altura'.



A mí me impresionó especialmente el hecho de que al menos cuatro de las víctimas fuesen serpas y porteadores de altura. Es decir, trabajadores de la montaña. Ese factor concentró sensiblemente mi atención. Para mí no hay ningún problema en que alguien decida dónde y cómo quiere morir, pero no hay dinero ni excusa suficiente para que un hombre muera por cumplir el sueño de otro. Los detalles técnicos (la hora excesivamente tardía para hacer cumbre, las botellas de oxígeno, la falta de preparación de algunos expedicionarios) palidecían ante este simple y meridiano hecho.

El tono, que en mi artículo para la edición digital de El Mundo, era bastante comedido aunque cortante, se bañó de ironía y de sarcasmo en mi blog, que por algo lleva el título que lleva. Como bien señala Sebastián Alvaro en su propio blog, pretendía provocar y, por desgracia, lo conseguí. Digo por desgracia porque lo que no pretendía en modo alguno era ofender al colectivo montañero (aunque está claro que lo hice). No lo pretendía por la sencilla razón de que no se trataba de un artículo técnico dedicado al análisis de lo sucedido (para lo que no estoy ni mucho menos capacitado), sino a una reflexión sobre ciertas zonas oscuras de la psique humana que, en esta ocasión, se habían encarnado en el K2.

Por supuesto que no soy un alpinista, pero creo que eso no quita ni da un ápice para opinar sobre esta cuestión. Tampoco soy un experto en política internacional y hoy he opinado en El Mundo sobre la guerra del Caúcaso. Tampoco soy un edil del ayuntamiento ni un experto en construcción y sin embargo, en el mismo artículo, me atrevo a criticar la gestión urbanística de Gallardón. La crítica de Pérez de Tudela, publicada en Desnivel, a mi artículo se basa exclusivamente en esta teoría de los compartimentos estancos. La repito aquí:



Respecto al debatido y criticado artículo de David Torres en el El Mundo solo tengo que decir que es un artículo literario y periodístico, pero escrito por un autor que no es alpinista, ni explorador, ni ha probado el sabor del esfuerzo. Escribió una novela sobre una imaginaria ascensión al Nanga Parbat que a muchos les pareció que literariamente era buena, y que a otros no les interesó nada. Imaginar el alpinismo es una tarea imposible, si no se ha vivido; y solo algún poeta o filosofo metafísico como Rilke, Hölderlin, Nietzsche o Jünger... podrían hacerlo.


Doy por sentado que cuando Pérez de Tudela dice que yo no he probado 'el sabor del esfuerzo' se refiere al esfuerzo en montaña. No voy a sacar aquí mi curriculum como librero, cobrador de recibos o nadador porque tampoco es gran cosa, pero advierto que el 'esfuerzo' de escribir una novela es bastante considerable. En cuanto a la valoración de mi novela, resulta cuando menos curioso que, según Pérez de Tudela, a muchos les pareciera 'literariamente' buena. No entiendo, tratándose de una novela, cómo les podría resultar otra cosa. Una novela no puede ser 'alpinísticamente' o 'culinariamente o 'químicamente' o 'judicialmente' ni buena ni mala. Es literatura. A muchos alpinistas de élite y a otros de andar por casa les pareció considerablemente verosímil. En el jurado estaba Sebastián Alvaro. Entre los primeros lectores, Paco Aguado, Juanjo San Sebastián, Luis Fraga y José Isidro Gordito. También le pareció muy buena a un famoso alpinista que por aquel entonces (hablo de 1999) tenía un programa de radio, me entrevistó por el libro y me felicitó por mi trabajo. Evidentemente él no se acuerda. Era Pérez de Tudela y si no le interesaba nada, no debería haber hecho una entrevista tan elogiosa.

Pasemos por alto el hecho de que Pérez de Tudela, al contrario que Juanjo San Sebastián, no se ha arrimado siquiera a las faldas del K2. Dejemos también el hecho de que tampoco, al contrario que Luis Fraga y José Isidro Gordito, ha estado en la cima del Nanga. Yo, al contrario, que él, no voy a criticar su curriculum, porque creo que la falla principal de su razonamiento es esta frase: 'Imaginar el alpinismo es una tarea imposible, si no se ha vivido'. Esto es una solemne tontería que, como todas las solemnes tonterías, tiene mucho predicamento. Si fuera verdad, entonces todo lo que no fuesen libros de memorias no valdrían un pimiento. No valdría un pimiento Guerra y paz de Tolstoi (que no sufrió en carne y hueso la campaña napoleónica), ni la Decadencia y ruina del imperio romano de Gibbon (que tampoco estaba allí), ni una historia de la cirugía en el siglo XIX, ni la más pequeña novela sobre el Antiguo Egipto.

Según Pérez de Tudela 'sólo algún poeta o filósofo metafísico como Rilke, Hölderlin, Nietzsche o Jünger... podrían hacerlo’'. Es decir que, según él, la facultad de imaginar el alpinismo fuera de la experiencia subjetiva está reservada a algunos alemanes. Pasemos por alto que Jünger no encaja ni como poeta ni como filósofo metafísico. Dejemos también la bigotuda sonrisa con que Nietzsche se hubiese tomado el calificativo de 'metafísico. Es palmariamente evidente que yo, como escritor, no le llego a los talones ni a Rilke ni a Nietzsche. La distancia entre ellos y yo es, más o menos, la misma que hay, como alpinista y explorador, entre Reinhold Messner y César Pérez de Tudela.

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lunes, 11 de agosto de 2008

La caída del pelo románico

Este agosto andar por una calle de Madrid es como pasear por el interior de un secador de pelo, así que me he escapado a Mallorca, a Esporles, donde mi gran amigo Román Piña siempre me tiene guardado un rincón de su casa. A ese rincón lo llamo 'la perrera', y así lo expresé en la dedicatoria de Cuidado con el perro, el libro de cuentos que me editó Román. Siempre que llego a Esporles, después del gran abrazo de Román, está la gran sonrisa en la cara de Rosa, la mujer de Román, una enorme alegría en la boca de Milos, el pequeño de la familia, y una pregunta en el ceño de Andrea, la hija mayor: '¿Cuándo te vas?'

Andrea ha cumplido ya doce años y parece un prototipo de la Lolita de Nabokov, sólo que mucho más alta y con mucha más mala leche. Milos va a cumplir ocho y se encuentra en esa fase sumamente dialéctica donde en un momento quiere una cosa y al momento siguiente la contraria. Rosa cocina con méritos suficientes como para ocupar un sitio en el banquillo de Viridiana. En cuanto a Román y yo, somos como hermanos pero sin el como. Juntos hemos compartido libros, columnas, editoriales, premios, días, noches, medusas, playas, amigos, piscinas, borracheras, cigarros y sobre todo risas, muchas risas. Román es uno de esos tipos con los que me río más a gusto, aunque por esta foto de aquí abajo parezca un tío más bien serio.




El plan para esta tarde es es ir a darnos un chapuzón en la piscina y luego irnos a cenar los tres, Rosa, Román y yo, con Agustín Fernández Mallo y con Aina. Porque Román, para mí, es como el rey Arturo, y la Mallorca románica, una Tabla Redonda de donde no paran de salir amigos y más amigos de entre ese listado de caballeros artúricos que es La Bolsa de Pipas, la revista que dirige Román desde hace más de diez años, la única donde publica el poeta novel más desconocido junto al último premio Nadal.

Novelista, poeta, editor, columnista, periodista y un montón de cosas más, Román es, ante todo, un criador de amigos. Más o menos a su vera, gracias al contacto pipista, he conocido a Agustín, a Aina, a Felipe Hernández, a Diego Prado, a Angela Vallvey, a Max, a Emilio Arnao, a Javier Jover, a Carlos Jover, a Juan Planas, a Eduardo Inda, a Agustín Pery, a Inés Matute, a Joaquín Llorens, a Miguel Dalmau, y a un largo y casi siempre mallorquín etcétera.

La amistad, para mí, es una cosa muy seria. Hay gente (algunos no andarán muy lejos) que cree que la amistad consiste fundamentalmente en lamer el trasero de alguien en espera de una recompensa futura. Hay otros para los que la amistad no es más que un as en la manga a la espera de completar un trío. Hay otros que simplemente dan asco. La amistad, sin embargo, no espera ni cambia ni alquila: es esa extraña aleación vital de la que hablaba Montaigne que no tiene nada que ver con sexo, vínculos familiares, jerarquías sociales ni nada que no sea el puro e intransitivo placer de ser ella misma.

Conocí a Román hace ya casi una década. He visto crecer a sus hijos. He visto cómo sus espesos rizos griegos se iban espolvoreando de canas y él ha visto cómo el pequeño cráter de mi calva iba ensanchándose hasta formar una ecuménica tonsura. La otra noche nos bañamos junto a Milos sin más bañador que la luna y hoy vamos a compartir el máximo de intimidad que pueden permitirse dos varones antes del intercambio de saliva. Hoy vamos a cortarnos mutuamente el pelo.

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miércoles, 6 de agosto de 2008

Viajes Ynestrillas

Ayer me llamó Fernando Baeta, director de la edición digital de El Mundo, y me pidió que le escribiera algo sobre la tragedia que ha tenido lugar estos días en el K2. Escribí esto. No soy un alpinista ni un especialista en alta montaña (ni siquiera en baja) pero algo se me ha quedado de cuando escribí Nanga Parbat y Los huesos de Mallory. Todo lo que sé sobre montaña me lo han enseñado mis amigos Rafael Conde (con quien compartí media vida en Altair), Sebastián Alvaro, Luis Fraga y Paco Aguado. El resto lo he leído o me lo he inventado.

Pero no hace falta ser un especialista para entender lo que ha pasado este verano en el K2. Unos cuantos señoritos que cogen sus sherpas y sus porteadores baltís y se van a una de las montañas más acojonantes y difíciles del mundo como si fueran de excursión a La Pedriza. Alberto Zeraín se los encontró cuando bajaba de la cumbre a una hora ya muy tardía para el Karakorum. Pensó que iban a morir todos. A mí me recordó aquella historia del gran escalador inglés Don Whillans. Se retiraba de la pared norte del Eiger (otro auténtico matadero) en cuanto vio las primeras señales de tormenta y, para su sorpresa, se encontró con un grupo de japoneses que iban alegremente hacia la cumbre. Whilans preguntó que dónde coño iban y los japoneses respondieron sonriendo: 'We're going up'. 'Sí, vaís arriba' pensó Whillans. 'Pero mucho más arriba de lo que os pensais'.

Los señoritos hicieron cumbre a las ocho de la noche. Los señoritos no sabían que en el Himalaya las dos de la tarde es la última barrera de seguridad para afrontar un retorno con garantías. Los señoritos se encontraron con que un alud había barrido las cuerdas fijas. Los señoritos se llevaron a sus guías y sus porteadores para que le echaran una mano con el remo a Caronte.





Está de moda esto de los viajes de aventura. A mí palmar de ese modo en el Himalaya me parece demasiado caro y ostentoso. Un lujo, una estupidez. Sólo el permiso de escalada te sale por dos kilos. Hace tiempo Rafa Conde y yo pensamos en montar una agencia de viajes de alto riesgo. Lo llamamos 'Viajes Ynestrillas: cojones sin ladillas' porque nos acordamos de aquella incursión que hizo Sáinz de Ynestrillas al País Vasco con banderas españolas en pleno aberri eguna y nos pareció una opción mortal mucho más imaginativa y provocadora. Pensamos, por ejemplo, en vestirse de travesti en plan locaza total, pintar un autobús de rosa e irse de vacaciones a Afganistán, a ver cuánto tardaba el primer grupo de talibanes con lanzagranadas en entablar el primer contacto.

Otra posibilidad era ponerse una kufiya palestina, subirse a un coche con emblemas nazis y conducir por las calles de Jerusalén oyendo la Cabalgata de las Walkirias a toda hostia por los altavoces. Más barato todavía: pasear por Ramala o por el centro de Teherán con una camiseta que diga 'Mahoma es gay'.

¿Estás harto de la vida y quieres salir por la puerta grande? ¿Crees que el puenting con la cuerda larga o el paracaidismo sin paracaídas son mariconadas? ¿Te apetece palmar este verano? ¿Te atreves a subir el Everest en camiseta? ¿Se te ocurre una manera mejor? ¿Quieres contarnos los detalles de tu próxima excursión al más allá? Viajes Ynestrillas: tu otra forma de viajar.

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martes, 5 de agosto de 2008

Volando vengo

Joan Laporta dice que el catalán es el idioma vehicular del Barça. Pobre hombre. Todavía no se ha enterado de que el fútbol, en sí mismo, es un idioma universal. Será por eso que al Barça le va como le va. Los jugadores hacen horas extras en clase de dictado junto a Carod-Rovira y luego los resultados deportivos se resienten. No importa que no traigan ni un mísero trofeo a las antaño espesas vitrinas azulgranas: la mayor gloria no es que Ronaldhino meta goles, sino que sepa pedir el postre en catalán. Antes daba gusto ver a Eto'o quemando el césped al paso de sus botas. Ahora la afición se conforma con verle bailar la sardana cada fin de semana en el Camp Nou.

El Barça, efectivamente, es más que un club. Con Laporta al frente, también es un buque que se hunde. Como Cataluña, el Barça es un estado de la mente, y depende mucho del fervor de sus fieles para continuar su peregrina existencia por esos mundos alados donde los Païssos Catalans extienden sus reales desde Zaragoza hasta Aix-en-Provence. O incluso más allá. Es posible que la expedición azulgrana sufra un shock cuando desembarque en Chicago y oigan hablar por todos lados la lengua de Cervantes. Quizá Laporta exija que ningún periodista de los varios diarios y radios hispanohablantes les pregunte directamente en el español de allá, ese acento neutro que tanto recuerda a la voz del oso Yogui. Es mejor mantener a su equipo en la ficción de que Jaime I el Conquistador llegó a México antes que Cortés y que Roger de Flor fundó San Francesc.




La cuestión del dinero es otro cantar. Demuestra que el tópico del catalán tacaño es un mito sin fundamento, sobre todo cuando le toca pagar a otro (en este caso, a los pobres panolis yanquis que habían contratado el viaje). Para Laporta la patria es la pela pero la pela no es exactamente la patria: Cataluña es un concepto más global. Quizá por eso el Barça eligió una compañía extranjera, para aclararnos que ellos no necesitan a España para nada y, de paso, demostrar que la crisis mundial no les afecta lo más mínimo. En plena catástrofe económica, se permiten el lujo de tirar por la borda 300.000 euros por un vuelo lingüísticamente incorrecto y contratar otro, más gordo y más grande, que los lleve hasta Chicago sin molestas escalas en la realidad.

Margalida Tous y Joan Puig, el Pepito Piscinas de la política nacional, están encantados con este gesto tan patriota por una parte (y tan español por otra). Sólo un español a carta cabal, de los de servilleta en el cuello estilo Felipe II, haría un despilfarro tan memo y tan insensato. A mí me hubiese parecido mejor gesto que el Barça hubiese contratado un avión de Spanair, a ver si esos 300.000 euros podían cubrir el hueco de los 600 empleados que se van a ir a la calle. Pero Margalida y Joan no. Ellos preferirían que se llamara Catalanair.






(Publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares el lunes 4 de agosto de 2008)

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