l Tropezando con melones - Blog de David Torres: septiembre 2008

David Torres, escritor, guionista y columnista

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martes, 23 de septiembre de 2008

En dique seco

Para mí no hay sensación más angustiosa (con la ropa puesta) que la de estar en dique seco, con una novela que no quiere arrancar y unos personajes que se esconden entre los pliegues obtusos de la nada. En ocasiones, la sequía puede prolongarse durante meses y meses, y en mi caso suele desembocar en mal humor, decaímiento general, perrería indiscriminada, proliferación de melancolías diversas y achaques imaginarios. El síndrome del michelín fantasma que me atacó hace unos meses, no era más que una manifestación cutánea de esa novela ansiosa por salir a flote.



No hay nada semejante al vértigo de empezar una novela. Nada. Una columna, un fragmento del blog, un relato incluso no son más que garabatos de escritura, ejercicios de musculación, cómodos viajes en bote, cabotajes en los que apenas se abandona la costa conocida hasta que al poco tiempo uno vuelve a ser el que era, a desconocerse la misma cara de melón en el espejo. Pero una novela, amigos, es echarse a alta mar, sin destino conocido, sin horario de vuelta, sin más brújula ni rumbo que los que vayan marcando el ritmo de la boga, la lenta marea de palabras. No hay terror semejante ni tampoco felicidad mayor que ese horizonte.

Nabokov dijo una vez que sus pasiones eran las dos mayores conocidas por el hombre: escribir y cazar mariposas. Me importan un bledo las mariposas, pero sé muy bien de la alegría de cabalgar la ola de una página en blanco y del miedo a quedarse sin viento en mitad de un párrafo. El trasunto de Faulkner que inventaron los hermanos Coen en Barton Fink decía que cuando no escribía le daban ganas de cortarse los huevos, meterlos en una cubitera, ponerse la cubitera en la cabeza y salir a la calle dando gritos. Me parece una definición bastante acertada del asunto.

Siempre me pasa al acabar un libro, esa obligatoria cuarentena en que el libro siguiente se va incubando en mi interior como un amor, como una fiebre. Para el escritor no existe el reposo del guerrero. Desde que acabé Niños de tiza, el año pasado por estas mismas fechas, una nueva novela ha ido organizándose en mi cabeza, pidiendo asilo, y mientras acumulaba notas, apuntes y esbozos, me he despertado cada mañana con el pánico cerval de los tenores que se aclaran la garganta y le preguntan a su voz si sigue ahí, si la música no se habrá extraviado para siempre.

En la primera frase de una novela está todo, el germen, el ritmo, la respiración, la atmósfera, el mundo, del mismo modo que en el primer golpe de remos está toda la estela del barco.

Esta semana, al fin, he salido a alta mar.

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viernes, 19 de septiembre de 2008

Las momias

Se sospecha que Kim Jong Il (no confundir con King Kong ni tampoco con su padre, Kim II Sung) podría estar criando malvas desde hace años y que el figurón que sale a saludar en las paradas militares y en la tele antes de la carta de ajuste sólo sería un vulgar imitador. Kim Jong Il tomó el relevo de su padre en la difícil tarea de conducir a Corea del Norte al desastre. Juntos suman casi 70 años en el trono, una marca que ya hubiesen querido muchas dinastías europeas y muchos emperadores romanos que delegaban en un hijo adoptivo a falta de un recambio biológico aceptable.

Normalmente, el comunismo recurría a la momificación in vitro para inmortalizar al líder en esa solemne eternidad de formol y ambipur que recordaba a las masas que la luz que les guiaba hacia la libertad era el casquillo de una bombilla fundida. Tanto predicar, tanto luchar, tanto fusilar y al final resulta que el río utópico de la Historia iba a dar a una funeraria. Basta echar un vistazo a las momias incorruptas de Lenin, Mao, Ho Chi Minh y Dimitrov para comprender que el paraíso de los trabajadores prometido por Marx no era más que una versión gore del Antiguo Egipto. Desde el derrumbe del Muro, el Doctor Muerte está esperando agenciarse las principales mojamas del comunismo para inaugurar en su museo de cadáveres plastinados una Sala del Terror.



Los dictadores siempre han recurrido al uso de los dobles para los momentos difíciles de su mandato. Como cine de acción que es, su actuación implica un trabajo de alto riesgo, y hay que tener muy en cuenta a los especialistas. Aunque el último clon de Franco fue visto este mismo verano tomando el sol en una playa de Benidorm, nunca estuvo muy claro si lo que aparecía saludando en la Plaza de Oriente era un muñeco de guiñol o una peseta al trasluz. La técnica no había avanzado tanto como para que a través de la televisión pudiéramos descubrir quién manejaba en realidad los hilos del Invicto.

Ahora se puede recurrir a la tecnología digital para remendar los desaguisados de la salud y los estragos del tiempo. El primer King Kong, el de la peli en blanco y negro, era apenas un peluche pintado. El segundo, el que secaba a Jessica Lange a puro soplo berrendo, era un monstruo articulado, una maravilla de la marroquinería semejante a la de los talabarteros que le remendaron a Lenin la tapicería post mortem. En su búsqueda fabulosa de la inmortalidad, los últimos caudillos socialistas han encontrado ya la fuente de la eterna juventud: la pantalla plana. Chávez ni siquiera necesita salir a la calle para acojonar a las masas. Le basta usar el píxel, igual que el último King Kong, con quien guarda más semejanzas que su compadre coreano.

En cuanto a Castro, para meterlo en el sarcófago de faraón sólo hay que quitarle el chándal.


(En la foto, la momia de Lenin jugando a los chinos).

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lunes, 15 de septiembre de 2008

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer

Esta mañana, al abrir la página de necrológicas, me ha saltado la cara la noticia de la muerte de David Foster Wallace. Me ha extrañado porque era un tipo muy joven, apenas cuatro años mayor que yo, pero en seguida he visto que se trataba de un suicidio. Un suicidio de lo más clásico: se ha ahorcado. Su mujer encontró el cadáver colgando cuando regresó a casa.



De inmediato me ha venido a la cabeza el título del único libro que he leído de Wallace: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. También podía haber pensado en el título de otro de sus libros, ese enorme tomo de más de mil páginas que está considerada una de las mejores novelas de los últimos años: La broma infinita. El primero es mucho más corto y, sin embargo, no pude terminarlo. Contaba un viaje en un trasatlántico de lujo en un estilo irónico y en ocasiones brillante, pero la proliferación inmisericorde de notas a pie de página convertían la lectura en un incómodo y constante cunnilingus. Se lo regalé a mi amigo Javier Reverte cuando supe que iba a embarcarse en el Queen Mary para una disección de la fauna a bordo.

El suicidio es una enfermedad muy común entre el gremio los escritores. Hay varios manuales al respecto. El más completo que conozco está firmado por alguien que lleva el inquietante apellido de Tijeras. Concretamente, el gesto está tan extendido entre los poetas que mi amigo Luis Felipe Comendador pudo escribir un poemario formidable íntegramente dedicado a bardos que decidieron poner punto final a su vida: Paraísos del suicida.

Por eso mismo, por la vulgaridad de la propuesta, uno hubiera esperado algo más de originalidad por parte de un joven gurú de las letras americanas, uno de los abanderados de la llamada Next Generation. No me refiero a que usara drogas de diseño en lugar de una cuerda. Quiero decir que, en términos estrictamente narrativos, el suicidio es uno de los más gastados tópicos de la literatura contemporánea. El existencialismo lo extendió hasta la naúsea. Y en el terreno de la realidad (Hemingway, Pavese, Plat, Maiakovski) la lista es interminable.

Porque si toda vida es una narración (y en cierto modo, lo es) el suicidio resulta un final inaceptable, un inesperado y tramposo deus ex machina, algo así como arrancar las páginas finales de la novela o como dejar que el volumen se vaya apagando al estilo de esas canciones pop que no saben cómo rematar dos acordes. Los griegos y los romanos lo consideraban un recurso desesperado, válido sólo en casos de locura extrema (Ayax Telamón matando ovejas, Dido abandonada por Eneas), de enfermedad incurable o de chantaje político. Pero, a partir del Werther de Goethe, el suicidio marca la puerta de salida al héroe contemporáneo.

Es curioso ver cómo un narrador que abogaba por la revolución de las técnicas narrativas acaba recurriendo a un expediente tan gastado como colgarse del cuello con una soga. No sabemos por qué David Foster Wallace plagió a Judas Iscariote, pero es de lo más común que a la hora de la verdad los supuestos revolucionarios retrocedan a las trincheras conocidas. Alain Robbe-Grillet, buque insignia del noveau roman, sobrevivió una vez a un aterrizaje forzoso y, ante los micrófonos de los periodistas, narró la aventura al estilo clásico. De haber seguido los supuestos teóricos de su escuela, Robbe-Grillet debería haber empleado una hora en describir pormenorizadamente las idas y las venidas de las azafatas, la incomodidad del asiento, la maniobra de abrocharse el cinturón, etc. En lugar de ello utilizó el mismo tono seductor, las mismas elipsis y los mismos trucos retóricos que hubiese empleado Stevenson.

La muerte de Wallace -un escritor de éxito en plena juventud- repite en carne y hueso el misterio esencial de aquel esqueleto de relato genial ideado por Chejov: 'Un hombre va al casino, gana un millón, vuelve a casa y se suicida'. No hay muchas más maneras de contar historias, aunque algunos crean lo contrario. La vida es algo supuestamente divertido que nunca volveremos a hacer.

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domingo, 14 de septiembre de 2008

Ezra Pound en una jaula de fieras

En Medinaceli hay una placa que recuerda el paso del poeta americano Ezra Pound en 1906. Entusiasmado por la lectura de El Cid, el gran poema medieval que inaugura la épica española, un joven Pound de 21 años preguntó a un lugareño si aún cantaban los gallos al amanecer, como en los tiempos del Cid. La placa reza: 'A Ezra Pound. Aún cantan los gallos al amanecer en Medinaceli'.



Aparte de esa placa y de algunos bustos de artistas contemporáneos que no pudieron resistirse a esculpir su formidable y llameante cabeza, no hay muchos homenajes dedicados a su memoria. Más que uno de los grandes poetas del siglo XX, Pound es una presencia incómoda, solitaria y salvaje. Es difícil levantar un monumento a un hombre que se declaró admirador rendido de Mussolini, de Stalin y de Hitler; que lanzó y escribió proclamas antisemitas; que, desde la radio italiana, arengó a los Estados Unidos para que no entraran en guerra; que fue declarado traidor y encerrado durante varios meses cerca de Pisa en una jaula a la intemperie custodiada por el ejército estadounidense. Al final de la guerra, con 60 años cumplidos, sólo el alegato de locura le salvó del juicio por traición y Pound pasó los siguientes 12 años saltando de manicomio en manicomio.

Sin embargo, antes de su calvario psiquiátrico, durante las primeras décadas del siglo, Pound había cambiado de arriba abajo la literatura moderna. Fue el mentor, descubridor y agente literario más perspicaz de todos los tiempos. Entre los escritores geniales que ayudó, publicó y protegió se cuentan James Joyce, T. S. Eliot, Williams Carlos Williams, D. H. Lawrence, Robert Frost, Ernest Hemingway, e. e. cummings y John Doss Passos. Tuvo el cuajo de corregirle varios poemas al mismísimo Yeats. Sin su ayuda, su entusiasmo infatigable y su generosidad transoceánica jamás habrían visto la luz obras fundamentales de la cultura como La tierra baldía o el Ulises.

En cuanto a su propia obra, hacia 1915, después de una media docena de libros publicados, Pound dedicó el resto de su vida a la escritura de un único y enorme poema que sería a la vez lírico y épico, trágico y cómico, sátira, crítica y autobiografía: una especie de Divina Comedia moderna que intentaba, según sus propias palabras, 'manejar todo el material que Dante se había dejado en el tintero'. Al igual que el Ulises de Joyce, los Cantos de Pound resultan una especie de notas a pie de página de toda la literatura mundial; una compleja y refinada cornucopia, proteica y multilingüe, hecha de centenares de fragmentos propios y ajenos, ideogramas chinos, partituras musicales y tratados de economía; un vasto y casi inabarcable poema que incluye citas y referencias cruzadas de más de tres milenios de cultura, desde Confucio y los clásicos griegos hasta nuestros días. Faulkner dijo que a un escritor hay que medirlo por su capacidad de fracaso y que, según ese baremo, el fracaso más glorioso de la literatura contemporánea era el de Thomas Wolfe y después el de William Faulkner. Se equivocaba: el fracaso más grandioso de la literatura son los Cantos de Pound.

Para acometer una empresa de tal magnitud, Pound contaba con un bagaje literario único: lo había leído todo, de cabo a rabo y de oriente a occidente. Desde los primitivos líricos griegos hasta Villon y la poesía provenzal. Desde Dante y Cavalcanti hasta Lope de Vega y todo el Siglo de Oro español. Desde Catulo y Horacio hasta Li Po. Viajaba de un lugar a otro, de Italia a España, de París a Nueva York, como un vagabundo con un par de maletas, con su agitada cabellera, su bigote y su perilla, y aquellos ojos penetrantes que Hemingway definió una vez como 'de violador fracasado'.

En 1924 se aposentó en Rapallo, cerca de Génova, desde donde asistió con simpatía al creciente auge del fascismo italiano. En esa época, Pound gastó considerables dosis de talento en estudiar ingentes volúmenes de economía e historia para acabar elaborando un ataque furibundo al capitalismo y la usura. Sus ideas sobre el flujo del dinero y la injusticia de los sistemas económicos llegaron a invadir su poesía, como en el célebre Canto XLV: 'Con usura no tiene el hombre casa de buena piedra'. Una entrevista con Mussolini plagada de malentendidos le dio pie a subrayar su admiración por la figura del Duce. Al borde de la guerra, Pound manifestó públicamente su admiración por el dictador italiano, por Hitler y alabó el talento estratégico de Stalin, mientras que consideraba que Churchill y, sobre todo, Roosevelt, eran responsables de todos los males de la sociedad moderna. Su miopía política era tan enorme y fanática como su perspicacia literaria.

Al igual que tiempo atrás había defendido porfiadamente la prosa de Joyce o los versos de Eliot, Pound intentaba convencer ahora a todos sus amigos de lo acertado de sus teorías sociales y económicas. Su afán catequizador encontró desahogo al fin en una serie de emisiones radiofónicas donde el gobierno italiano le dio vía libre para que expresara sus ideas a través de las ondas. Mientras los cañones tronaban por toda Europa y el norte de África, Pound, en su programa Aquí Radio Roma, tronaba contra los líderes democráticos occidentales, vendidos al capital y títeres de la conspiración judía internacional, o bien leía versos propios y ajenos, y largas parrafadas de filosofía y economía, según fuese su humor del momento. Los servicios de inteligencia italianos no estaban seguros de que, en realidad, aquel viejo chiflado no estuviese enviando mensajes en clave al enemigo.

En septiembre de 1943, cuando las tropas aliadas estaban a punto de dar el salto a la península italiana, Pound salió de Roma solo y a pie, y recorrió cientos de kilómetros en trenes abarrotados de refugiados o caminando por carreteras bombardeadas. Dormía al aire libre, como en sus tiempos de poeta vagabundo. Llegó al Tirol, donde escapó de la milicia gracias a que un escultor de tallas de madera se quedó fascinado con la forma de su cabeza. Volvió a Rapallo para reunirse con su mujer y trabajó otra vez en su gran poema, sus traducciones, panfletos y artículos. Cuando la guerra tocaba a su fin, Pound se entregó al ejército americano que, desde entonces, no supo qué hacer con él. Lo trasladaron a un centro de prisioneros en las afueras de Pisa: unas cuantas celdas al aire libre rodeadas por una alambrada. Encerraron al viejo poeta en una de esas jaulas que casi no le protegían del mal tiempo, la lluvia o el sol. A las tres semanas sufrió un ataque de pánico y el médico del campo temió por su vida. Pound recordó su martirio en unos versos de los Cantos Pisanos: 'Ningún hombre que haya pasado un mes en las celdas de la muerte / cree en las jaulas para las fieras'.

De regreso a los Estados Unidos, Pound se encontraba física y mentalmente destrozado. Un comité médico ordenó su internamiento en un centro psiquiátrico. Sus antiguos amigos (Eliot, Hemingway, cummings) y, sobre todo, su esposa Dorothy le ayudaron a salir adelante durante esos largos años de oscuridad. Al fin, en 1958, el gobierno retiró la acusación de traición y dejó libre al poeta que había pedido reiteradamente, en prosa y en verso, que 'dejaran en paz a un viejo'. Al desembarcar en Nápoles, saludó al estilo fascista y declaró que su país era un 'hospital de locos'.

En Italia vivió sus últimos años, en paz, saboreando la gloria, pero con una amarga sensación de fracaso en los labios. 'No salió bien. Fue una chapuza' dijo una vez, refiriéndose a su magna obra. Lo dijo otra vez, al comienzo del inconcluso Canto CXX: 'He intentado escribir el Paraíso'.

Ezra Pound murió en Venecia el 1 de noviembre de 1972, a los 87 años. Aún cantan los gallos.





(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El Mundo en el verano de 2006)

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miércoles, 10 de septiembre de 2008

Quimicefa

Creo que fue a Quino, el padre de Mafalda, a quien le leí por primera vez esa frase genial de que la vida es una enfermedad mortal. El más ilustre antecedente filosófico de esta idea se encuentra en Sócrates, quien cuando sentía el frío de la muerte subiendo por las tripas dijo que le debían un gallo a Esculapio. Según la costumbre, los griegos sacrificaban un animal al dios de la medicina al recuperar la salud. Sócrates lo hizo cuando sintió que se estaba curando de la vida a golpe de cicuta.



Cristo nos lavó con su sangre del pecado original, pero la filosofía y la ciencia se empeñan en recordarnos a todas horas que venimos jodidos de fábrica. La enfermedad es nuestra naturaleza, nuestra garantía sellada. Por eso mismo Violeta Santander puede igualar el coma de Jesús Neira con los ataques de mala leche del bestia de su novio. Ambos son enfermos: Neira por culpa de un puñetazo propinado a traición; Puerta, por el abuso de las drogas. Al profesor no lo machacó el carácter furibundo de un chulo de barrio, sino la cocaína, el alcohol: todas esas sustancias que suspenden la moral y convierten a Puerta en un transitorio energúmeno.

Es el mismo argumento socrático de que no hay culpables sino ignorantes. Sólo que aquí el asesino no es la sociedad, sino la química. Puerta está invalidado para la responsabilidad penal del mismo modo que un ciclista atiborrado de EPO. Todos somos más o menos enfermos, más o menos culpables de antemano. Mientras tanto, día a día, la ciencia no deja de sorprendernos con la noticia de que nuestra libertad se diluye en la probeta de un experimento destinado al fracaso.

Por ejemplo, los hombres estamos programados para ser infieles por culpa de un gen, el alelo 334. Los más guarretes de entre todos los machos poseen hasta dos copias del puñetero gen, como si llevaran un condón de repuesto en la cartera. Al final, lo que creíamos adulterio, una eficaz y romántica maniobra de seducción, no era más que un ballet de hormonas. No vivimos nuestra vida, sino que, como decía Schonpenhauer, es ella la que salta con nuestras tripas a la comba.

Lo que se les ha pasado por alto a estos brillantes científicos suecos es el inevitable corolario machista que se desprende de sus investigaciones. Sin el gen alelo 334 en su dotación cromosómica, las esposas infieles se han quedado sin coartada hormonal a la hora de repartir cornamentas. Es decir, que las mujeres son infieles porque les da la gana, no porque las empujen sus antepasados.

También hay críticos que creen que el talento verbal de Shakespeare era culpa de la marihuana. Desde la manzana de Adán, los grandes crímenes y las obras maestras son fruto del dopaje. Pero es que Adán, Shakespeare, Puerta, Sócrates, usted y yo sólo somos los juegos malabares con que jugaba Dios en su etapa quimicefa.



(Publicado originalmente en El Mundo el jueves 4 de septiembre de 2008)

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domingo, 7 de septiembre de 2008

Che, el valenciano (o viva Chufa libre)

Anoche estuvimos de parranda mi amigo Mijangos y yo, recalando en diversos antros para dar solaz al hígado. Una de las paradas obligatorias tuvo lugar en el Bukowski, en la calle San Vicente Ferrer, una especie de ataúd adosado regentado por el bueno de Carlos Salem donde habitan diversas especies y donde Gonzalo Torrente Malvido practica eternamente en la barra su papel de poeta de terracota. Al final, como siempre, acabamos en el Honky.

Entre los principales temas que tocamos en nuestra tertulia a dos voces, estuvieron:

-el cine de Fellini.
-la novela que Mijangos ha interrumpido.
-la novela que estoy a punto de irrumpir.
-la decadencia de los pantalones vaqueros que aplanan el culo femenino en plan refajo total.
-la decadencia de Tawny Kitaen.
-la decadencia del cine italiano.
-el incomprensible auge del cine de superhéroes.
-las similitudes entre Batman y el Che.

Aquí nos detuvimos, porque acababa de estrenarse la película de Soderbergh sobre el Che, y a ambos nos llamaba la atención que le hubiese puesto el siguiente título: Che, el argentino. ¿Qué iba a ser si no? ¿Valenciano?



Conste para empezar que Soderbergh es uno de los directores más sobrevalorados del cine actual. Su debut con Sexo, mentiras y cintas de video hizo exclamar a la crítica que estábamos ante el nuevo Orson Welles, pero eso es tan arriesgado como decir que Almódovar es un director de cine (todo el mundo sabe que es cantante folk). Su plagio serial de Ocean's Eleven es como para vomitar y su versión del Solaris de Lem, una de las pocas películas que me ha hecho pagar seis euros por una siesta. Así que Mijangos y yo nos dedicamos a pensar en cómo mejorar el guión.

Mientras Valencia languidece bajo una férrea dictadura de derechas, el Che Gabbana, un veterinario de Gandía (de buena familia, pero concienciado y tal) encuentra la fórmula para revitalizar la horchata: viva chufa libre. Le comunica su idea a su amigo Fidel, un abogado a punto de terminar la carrera que está harto de la explotación brutal del litoral valenciano y de la manipulación ideológica de las Fallas. Él quiere ser ninot. Más aun, quiere ser fallera mayor. Para conseguirlo, ambos se dejan barba, se visten de guerrillero comansi en Coronel Tapioca y deciden fumar puros en lugares públicos. Protegidos por hordas de irreductibles barbudos, desembarcan en Benidorm, se atrincheran en La Albufera y, poco a poco, amparados por tóxicas nubes de humo, la horchata ideológica que promocionan resulta un éxito total. Derriban la repugnante dictadura de derechas y en su lugar diseñan una bonita dictadura de izquierdas. Fidel se hace fallera vitalicia y el Che, ninot. Fusilan gente, pero siempre en buen plan. Odian a los poetas maricones, pero no como esos homófobos fascistas, sino en nombre de la revolución. En medio siglo de paciente labor de gobierno logran que un enorme burdel de lujo se convierta en una limpia, decente y proletaria casa de putas.

Pero antes, Che se pone al frente de varios ministerios y consigue hundirlos todos en poco tiempo. Visita China y allí se aficiona a la cerveza Mao. Entonces la Coca-Cola se mosquea ante el auge de la horchata y envía una contraoferta a los trabajadores del sector agrícola murciano, donde Che ha ido para promocionar su barba. Los murcianos no le hacen el menor caso (quizá porque les habla en valenciano cerrado) y el Che cae en una emboscada antitabaco. El hombre muere, pero empieza el mito. Todo el mundo descuelga la estampita de Cristo y coloca en su lugar un póster del nuevo santo. Se pone de moda la barba revolucionaria, estilo Cristo. Sale una nueva etiqueta de ropa de marca: el Che Gabbana. Fin.

(En la foto, el Che probando el irresistible sabor de la horchata)

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jueves, 4 de septiembre de 2008

Paco Umbral, huérfano de hijo

En Umbral es difícil saber qué fue primero, si la escritura o la literatura, o sea, las ganas de escribir o el deseo de ser escritor, de que lo admirasen sólo por lo que escribía o de que lo reconocieran en la forma de hacerse un personaje, de atarse la bufanda y entrar en un bar a pedir una tertulia. Él mismo cuenta en un libro suyo esa anécdota apócrifa en que se cortó una oreja también apócrifa para imitar a Van Gogh y luego se peinó encima de la oreja supuestamente amputada, estilo modernista, para luego pasearse por las calles como el busto dañado de un poeta romántico, atormentado y anacrónico. La gente escandalizada, hechizada por una epidemia de hipnosis colectiva, comentaba el mal gusto del muchacho mientras, durante semanas, el alter ego de Umbral jugaba a descubrir y ocultar peluqueramente el apéndice intacto como un mago con una moneda o un huevo entre los dedos.




La gallina umbraliana se hizo a base de poner metáforas y más metáforas, pero a Umbral siempre le tentó el milagro de presentarse a sí mismo hecho y derecho, acabado como un gran personaje, redondo y perfecto como un huevo. Los escritores que de verdad le gustaban (Quevedo, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna) eran también así: máscaras de carnaval, disfraces de literatos, trajes vacíos en donde el genio rellenaba la figura con sonetos, esperpentos y greguerías. A Umbral le apremiaba la sastrería sacerdotal del escritor y pronto se hizo con unas gafas de culo de vaso que rememoraban los quevedos, una bufanda blanca que le cogió prestada a Valle y un chaleco que bien podía haber heredado de Ramón. Con todo eso, la verdad, no se puede entrar en la Academia. Ni falta que le hacía.

Pero con todo eso Umbral se vistió de sí mismo, se hizo un alter ego con el que salir por la tele y aguantar las entrevistas tontas del personal, mientras el otro, el verdadero Umbral, se enfrentaba a la página nuestra de cada día, tan desnudo e inocente como en aquella foto en que posó sentado en pelotas ante la máquina de escribir. 'Escribo como meo' dijo una vez, y lo cierto es que la literatura le brotaba fácil y natural, con la misma cadencia del chorro de orina de un crío dibujando puros garabatos en la arena. Uno de sus libros, una de sus columnas, podía empezar por cualquier parte, por una oreja cortada sin ir más lejos, porque no tenía más que dejar que la mano hiciera lo que le diera la gana para que el libro se escribiera solo y diera a luz el enésimo autorretrato de Umbral en primer plano, un tanto burlón, extravagante y cínico.

En sus novelas lo que pasaba no importaba mucho y el protagonista siempre se parecía a él mismo, pero es que las novelas de Umbral están como habitadas de gárgolas que eran alter egos, niños solitarios, literatos precoces y adolescentes enamorados de viudas mórbidas y accesibles como gallinas: todo el gastado retablo de una autobiografía que él conseguía vestir una vez más, siempre, de nostalgia proustiana, adjetivos insólitos y prosas malabares. Es que la miopía sólo le dejaba ver de cerca y las gafas eran las lentes del microscopio con que se miraba el alma cada día.

Tenía la voz ronca y cargada de dioptrías, la sonrisa difícil, enlutada por esa rigidez egipcia de no mostrar al mundo más que la carátula del genio, el antifaz hosco de un traje hueco que resguardaba al padre huérfano de hijo. Hubiera querido ser poeta pero la manía de escribir más siempre le llevaba a terminar los renglones y en seguida tuvo que dedicarse a la columna, un género que labró como nadie, con la misma paciente orfebrería con que se había labrado su inconfundible estampa de columna corintia: el capitel de la melena blanca al viento, el fuste larguirucho, abotonado, y la base de unos botines charolados. O sea.

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