l Tropezando con melones - Blog de David Torres: julio 2008

David Torres, escritor, guionista y columnista

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jueves, 31 de julio de 2008

El cinturón

Lo bueno de Karl Marx es que suele tener razón en casi todo, pero lo malo es que los marxistas no se lo han leído ni por el forro. Empezando por Lenin. Por ejemplo, Marx dijo que para llegar al socialismo primero había que pasar por el capitalismo, una afirmación tan simple que para corroborarla no hay más que echar un vistazo a cómo están esos pobres países donde triunfó el comunismo. También dijo que la economía son los cimientos que sujetan todo lo demás, y que un cambio en la estructura económica provoca un terremoto que afecta a toda la estructura del edificio.





Este verano he comprobado la tesis de Marx en mis propias carnes, y no hablo en sentido figurado, sino que un día empiezo a notar una especie de hormigueo intermitente en la piel de la cintura y, como soy un hipocondríaco de libro, intento serenarme diciendo que se trata de un asunto de nervios. Lo más probable (me digo) es que se trate del síndrome del michelín fantasma, es decir, que como antes estaba bastante más gordo, el michelín izquierdo se ha erosionado bastante y envía señales desde el más allá a las terminaciones nerviosas, como dicen que hacen los miembros amputados a sus antiguos dueños.

El caso es que como la cosa se alarga ya para tres semanas y es un poco molesto tener un vibrador en plena lorza, decido acudir al médico, lo cual es el último recurso para un aprensivo. De entrada, confundí al médico de la Seguridad Social con un empleado de la limpieza a causa quizá de su juventud, del pendiente en la oreja y del uniforme sin mangas de color verde en lugar de la bata blanca de toda la vida que tanto nos tranquiliza y acojona a los hipocondríacos. Sin detenerse a palpar la zona afectada, sin pedir unos simples análisis, sin pensárselo mucho, me dice que no tiene la menor importancia y que la culpa la tiene la economía.

O sea, que Solbes dijo que había que apretarse el cinturón y yo le he hecho demasiado caso. Ya se sabe que tener a Solbes de ministro de economía es como tener al abuelo Cebolleta en la antesala del médico o en la cola de la carnicería: hay que comprar conejo, que es más barato y sale muy sabroso; no hay que dejar tanta propina en el bar; hay que apretarse el cinturón, etc. Una auténtica colección de topicazos murmurados con ese tono somnífero de sacristán en misa, de anestesia en el dentista, ideado para conjurar los malos rollos y tranquilizar a las masas antes del desastre. El ronroneo nasal y sedante de Solbes es lo que debería haber brotado de los altavoces del Titanic en lugar de una orquesta de cuerdas. Todo avión debería tener una grabación con los mejores discursos de Solbes por si hay que hacer un aterrizaje de emergencia.

Lo que pasa es que los hipocondríacos siempre nos tememos lo peor. Después vas al médico y te receta unos tirantes.



(Publicado originalmente en El Mundo el miércoles 30 de julio de 2008)

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martes, 29 de julio de 2008

Infancia de miedo, cine de verano

Mi padre ha trabajado en más oficios de los que yo puedo recordar. Fue pastor de cabras a los siete años, panadero a los doce, pescador en una traíña a los dieciocho, mecánico naval en un carguero a los ventitantos, mecánico de coches en la FEMSA a los treinta y camionero en la misma empresa antes de cumplir los cuarenta. Hay otros oficios pero se me olvidan. Mi padre ha cruzado toda España encima de un traíler y medio mundo sobre los lomos del mar: cuando yo nací, él estaba en Dakkar, en las costas de Senegal, pescando gambas, y fue un barco francés el encargado de llevarle la buena nueva.

Aprendió a leer y escribir cuando ya era un hombre hecho y derecho, hazaña intelectual que no supe valorar en su justa medida hasta que trabajé en una academia de Moratalaz y vi a varios ancianos que se esforzaban cada día en la dificilísima tarea de descifrar palote a palote una inexpugnable piedra Rossetta.

Un verano, cuando yo tenía seis o siete años, mi padre se sacó unas perrillas extra haciendo de acomodador en un cine de verano. Llegaba a casa sobre las ocho o las nueve de la noche y, como un Madelman proletario, cambiaba el mono de mecánico por una camisa blanca y un pantalón oscuro. Cogía una pequeña linterna de mano y se iba para preparar las sillas de tijera frente a una pared blanca también pluriempleada, donde los chicos solíamos jugar al frontón y que hacía las veces de pantalla.

Luego llegábamos mi madre, mi hermano y yo, generalmente acompañados de una tartera metálica con tortilla de patatas y croquetas frías, y nos sentábamos en las sillas que mi padre había reservado para nosotros. Mientras caía la noche lo veíamos moverse precedido por el halo de santidad de la linterna cruzando las filas de asientos. En aquella pantalla improvisada en un solar de la calle Valdecanillas vi (en un programa doble que incluía Pánico en el transiberiano) una de las películas que más miedo me han dado jamás. Sólo recuerdo que iba de una mujer muy guapa que de repente se transformaba en una especie de mariposa gigante que chupaba la sangre a los tíos. (Sí. He dicho la sangre. Sólo la sangre. Vale.)



Es probable que me pasara media película con la cabeza metida entre las piernas porque no guardo más recuerdo de la metamorfosis de la mujer que una oscuridad impenetrable y el grito aterrado de sus víctimas. En el cine de terror, mostrar al monstruo casi siempre es un error garrafal porque no hay peor monstruo que el que tú te imaginas. En mi memoria, aquella película de la que no tenía el título ni el nombre de un solo actor, creció y creció hasta convertirse en algo más que un placentero emblema del miedo: se transformó en un símbolo del eterno femenino.

No sé si será por la ausencia de hermanas o porque en San Blas las niñas sólo servían como blanco de pedradas, pero, para mí, durante la adolescencia y buena parte de la juventud, las mujeres siempre han resultado un enigma impenetrable, bellas crisálidas que ocultaban en su interior una criatura pavorosa. Por razones que ahora no vienen al caso (quizá las cuente algún día), una vez tuve que hace un test de Roscharch y el psicólogo se quedó fascinado con la interpretación de ciertas figuras donde yo sólo veía ángeles andróginos y vaginas dentadas. En una de ellas, volví a ver a aquel horrible monstruo del cine de verano: una especie de ángel maligno con alas enormes. Por lo demás, debí de sacar una puntuación lamentable: no acerté ni una sola mancha.

Durante años y años intenté en vano buscar el título de la película. Cuando se inventó internet (hubo una época, créanme), entré un día en google y tecleé las combinaciones de palabras que pudieran darme la clave del enigma. Nada. Una noche feliz se me ocurrió preguntarle a Panadero (que es una enciclopedia viviente en doce lomos sobre cine de terror bueno y malo) acerca de una película de los años setenta, seguramente casposa, probablemente italiana, con sexo oblicuo y mariposa vampiro. Tampoco sabía de qué película le estaba hablando, pero hizo una llamada a su amigo Carlos Aguilar. Inmediatamente obtuve una corrección, un título y un nombre. La película no era italiana, sino inglesa. Era El deseo y la bestia, de Vernon Sewell.

La semana pasada, en un kiosco de periódicos, vi un programa doble de Vernon Sewell que incluía El deseo y la bestia y La maldición de altar rojo. Por supuesto, no resistí la tentación, lo compré en el acto y puse a rebozar mi memoria aquella misma noche. Me sorprendió descubrir que, entre el elenco de actores, estaba Peter Cushing, calavera inolvidable de mi infancia, perfil reflexivo de ave rapaz que fue el mejor Sherlock Holmes que yo recuerdo, el Van Helsing por antonomasia. La película era mala con un punto de ingenuidad conmovedora: un sabio loco que de repente recobra la cordura y un detective irresponsable que viaja de incógnito con su hija para que la jovencita sirva de unidad donante móvil. Carruajes a caballo, nieblas inglesas, tazas de té, bigotudos policías británicos. La actriz principal era tan bella y tan malvada como en mi recuerdo pero el monstruo no consistía en un perverso agujero negro, un ramalazo de oscuridad, sino en un lamentable disfraz de abejorro gordo estilo el Chavo del Ocho.

Volver a caminar ante la casa de una antigua novia, oír otra vez una canción que en tiempos lo fue todo, tirar del sedal para que emerja un terror de la infancia y descubrir que sólo era un trapo mojado. Luis Alberto de Cuenca escribió en un verso inolvidable que la nostalgia es un burdo pasatiempo. También puede resultar un ejercicio arriesgado, fútil, conmovedor a veces. Como intentar acertar una mancha en un test de Roscharch.

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jueves, 24 de julio de 2008

La muerte os sienta tan bien

Occidente siempre ha basculado entre el tabú de la muerte y la fascinación morbosa por convertirla en espectáculo. La muerte nos repele y a la vez nos atrae: eso lo sabía bien Freud que habló del tanathos como de ese instinto de la muerte que llevamos en algún lugar del disco duro para compensar el eros, el impulso de procrear. En castizo, aquí te pillo, aquí te mato.





No queremos saber nada de los moribundos, ni del último tránsito, ni visitamos a menudo los cementerios, pero nuestros cines están repletos de películas con docenas de asesinatos por minuto. Igual que cuando hay un accidente con los cuerpos destrozados y la poli dice 'no miren', hacemos lo posible para taparnos los ojos ante la visión del cadáver y al tiempo entreabrimos los dedos para echar un vistazo. Prohibimos a nuestros hijos que vean una limpia y decente peli porno cuando están más que acostumbrados a ver en la tele toda clase de decapitaciones, degollinas y escopetazos. Pero el sexo nos asusta mucho más que la tumba. Les negamos el eros con una mano mientras con la otra les damos una buena ración de tanathos.

El otro día medio mundo se echó las manos a la cabeza ante la imagen de esos bañistas que tomaban el sol tranquilamente en una playa italiana mientras ahí al lado, debajo de unas mantas, se enfriaban los cuerpos de dos niñas gitanas. El adjetivo echa más leña al fuego (sobre todo después de los exabruptos racistas de Berlusconi) pero hubiese dado lo mismo que hubiesen sido dos jóvenes alemanes o dos señoras inglesas. La insolencia veraniega de esos bañistas que continuaban chupando impertérritos su ración de bronceado parecía sacada de un fresco medieval, un cuadro de Brueghel o de El Bosco. Ni la menor lástima por ese par de congéneres que acababan de cruzar la frontera. Ni siquiera el ademán de santiguarse, ese gesto tan feo y obsoleto.

En Milán han inaugurado un parque de atracciones donde, por sólo un euro, uno puede asistir a la ejecución en la silla eléctrica de un muñeco de extraordinario realismo, un monigote perfecto que se convulsiona y agoniza mientras la gente se descojona viva. El negociante la importó de Estados Unidos, donde estas cosas tienen mucho predicamento. Aquí en Europa la última vez que la Muerte se echó a cabalgar con dignidad fue en una novela en Venecia y en una película de Bergman donde jugaba al ajedrez con un caballero. Ahora la Muerte hace reír a los niños en las ferias y toma el sol en las playas.

Nos estamos ganando a pulso una Edad Media.





(Publicado originalmente en El Mundo el jueves 24 de julio de 2008)

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martes, 22 de julio de 2008

Utilidades del príncipe Carlos

Creo que toda persona humana (no necesariamente súbdito británico) se habrá preguntado alguna vez sobre la utilidad del príncipe Carlos. Que no es lo mismo que cuestionarse la utilidad o inutilidad de la monarquía. Hace unos días, en plena Semana Negra de Gijón, a una escritora mexicana le dio por reírse de la monarquía española, a llamarnos obsoletos y otras cosas por el estilo, y entonces ahogué mi natural vena republicana y le contesté que entre los diez países más adelantados del globo terráqueo había varias monarquías: Japón, Reino Unido, Noruega, Dinamarca, Suecia... Con una risita me preguntó cómo se sabía si un país era retrasado y yo le contesté que era fácil: por su distancia natural con México.




A mí el debate sobre la monarquía ni me va ni me viene: creo que hay tropecientos problemas mucho más acuciantes que esa institución caduca, costosa y ridícula que, sin embargo, de algún modo, cumple su función (piensen si no en el presidente de México). Ahora bien, uno ve al príncipe Carlos de Inglaterra (uno lo veía más antes, cuando le daba por salir en las fotos) y se pregunta: ¿para qué sirve este hombre? Con esa reina madre que lleva camino de batir el record mundial de longevidad de un galápago, no parece que Charlie vaya a estrenar la corona cualquier día de éstos.

Como el de Beckelar o el de Maquiavelo, Charlie se va a quedar de príncipe toda su vida. Su boda con Lady Di (la rubia más cursi que quepa imaginarse, que Dios tenga en su gloria) iba para ceremonia del siglo pero luego se quedó en portada del Hola y acabó desembocando en matrimonio frustrado y en divorcio sonadísimo. Después de varias aventuras y desventuras principescas, Charlie se lió con una tal Camila más fea que un pie con papilomas, pero al menos sirvió para mostrar algunas de sus utilidades. 'Quiero ser tu tampax' dijo en una grabación erótica telefónica que algún desalmado vendió a la prensa rosa: una de las declaraciones de amor más húmedas y profundas que jamás se hayan hecho.

Sin embargo, Charlie cumple una función valiosísima sólo en función de su nacimiento. No me refiero a esa gilipollez de la sangre azul, sino al hecho de que, para el día en que nació, encargaron una pieza de música fabulosa que una vez oí por Radio Dos y que me dejó sobrecogido de belleza. La obra se titula Suite para el nacimiento del príncipe Carlos y es una de esas cosas que le salen a un compositor sólo una vez en la vida, sobre todo a un compositor como sir Michael Tippett, que es un plasta de mucho cuidado. Recuerdo que yo una vez le regalé a mi amigo Urceloy una ópera de Tippett que iba sobre Príamo o sobre Aquiles o sobre la puta madre de ambos, pero un soberano coñazo, vamos.

Ahora bien, ya sea por la pasta del encargo o por el miedo a la venganza real, Tippett dio el do de pecho y se largó cinco movimientos que parecen escritos por su primo, el de México. Me pasé años buscándola en cualquier disco, forma o soporte hasta que el otro día me acordé de ella y puse a trabajar la mula, que no sabe de discográficas ni de distribuidoras y que chupa y chupa día y noche. Aprovechen que todavía la tengo en el zurrón. El disco viene con tres sinfonías que serán, con toda seguridad, pura morralla, pero la Suite no se la pierdan. Para que luego digan que no sirve de nada el príncipe Carlos.

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lunes, 21 de julio de 2008

Jacqueline Du Pré en la enfermedad

En 1972 Jacqueline Du Pré dio su último concierto. Estaba en Nueva York, junto al afamado violinista Pinchas Zukerman, ambos dispuestos a enfrentarse al Doble Concierto de Brahms bajo la batuta de Leonard Bernstein. Pero Jackie, como la llamaban sus amigos, casi no pudo abrir los cierres del estuche del violonchelo y Bernstein, pensando que se trataba de un ataque de nervios, la convenció de que siguiera adelante. Muy poca gente sabía la verdad: ya no sentía sus dedos. Sin tacto, la música de Brahms se le transformó en un océano sin puntos de referencia y el mástil del instrumento en un intrincado rompecabezas donde tenía que calcular a ojo dónde iba posando las yemas. Unos meses después le fue diagnosticada una esclerosis múltiple.



Cuatro años atrás la enfermedad había empezado a declarar sus síntomas, pero no fue hasta aquel concierto con la Filarmónica de Nueva York, cuando Jacqueline Du Pré comprendió que había terminado su idilio con la música. Tenía apenas 28 años. Unos meses antes, en diciembre de 1971, había realizado sus dos últimas grabaciones: la Sonata para violonchelo y piano en sol menor, de Chopin, y una adaptación para violonchelo de la Sonata para violín en la, de Cesar Franck. Junto a ella, en el estudio de grabación de Abbey Road, estaban los dos amigos que la acompañaron hasta el final: su esposo, el pianista Daniel Barenboim, y ese otro cuerpo curvilíneo que no le falló jamás, un violonchelo Stradivarius que había pertenecido a un virtuoso ruso y que tenía caprichos de niño mimado.

Antes de aquel terrible diagnóstico, Jacqueline Du Pré lo tenía todo. Talento, inteligencia, belleza. Estaba considerada la mejor violonchelista de su generación, con un sonido único, apasionado e intenso, comparable únicamente a Rostropovich y a Casals. Pero, dada su juventud, sus posibilidades eran ilimitadas. Sus versiones de los conciertos de Dvorak y Schumann se convirtieron en auténticas referencias, y la grabación que hizo en 1965 del concierto de Elgar dejó boquiabierta a la crítica y la lanzó al estrellato mundial. Escoltándola en aquel disco legendario estaba la Orquesta Sinfónica de Londres, dirigida por sir John Barbirolli, un viejo director de 65 años, vehemente y espléndido, que había conocido a Elgar en persona y que incluso tocaba en la sección de cuerdas (un violonchelo precisamente) el día del estreno. Cuando le preguntaron acerca de qué opinaba acerca de la interpretación de aquella jovencita de 20 años, Barbirolli sonrió: 'Mucha gente la acusa de entregarse demasiado, pero yo la adoro. Si no derrochas en exceso cuando eres joven, ¿qué harás cuando seas viejo?'

Ciertamente, Du Pré se daba a manos llenas, se entregaba a fondo en cada concierto, en cada pasaje, en cada nota. Como si supiera que en realidad no le quedaba mucho tiempo, que la vejez prevista por Barbirolli nunca llegaría. Cuando se arqueaba en medio de un pasaje tumultuoso, luchando con la música, su hermoso cuerpo parecía otro violonchelo lleno de curvas y relámpagos: una sirena surgida de un sueño. Sin embargo, aquella belleza suya tan carnal, tan sensual, estaba matizada por un halo de espiritualidad, acariciada por un toque de travesura. En las fotos, a veces, parece un ángel descendido a la Tierra; otras veces, la alegría le traspasa la cara y bajo la majestuosa melena rubia aparece una niña sonriente que acaricia el violonchelo como si jugara. Detrás de aquella muchacha alta y esbelta, guapa al viejo estilo, que apenas se maquillaba, sigue latiendo algo de la tristeza de los niños prodigio, las horas encadenadas a la servidumbre del instrumento y a la minuciosa tortura de las digitaciones.

Jacqueline Du Pré se enamoró del sonido triste y profundo del violonchelo desde la primera vez que lo escuchó por la radio. Tenía cinco años, un don natural para la música y aquel quejido doloroso, aquel lamento tan semejante a la voz humana, le tocó el corazón. Tuvo a algunos de los más grandes virtuosos del siglo como profesores, de Casals a Rostropovich pasando por Tortelier, pero siempre prefirió por encima de todos ellos a William Pleeth, su querido profesor de la Guildhall School of Music and Drama de Londres. Durante la adolescencia, su talento fabuloso la aisló del mundo, y cuando años después, en 1966, conoció a Daniel Barenboim, supo ver bajo el encanto de aquel joven virtuoso del piano la soledad enclaustrada de otro niño prodigio, regordete y con pantalones cortos.

Un año después ella se convirtió al judaísmo y se casó con Barenboim en una ceremonia en la que el director Zubin Metha ofició de testigo. Los tres formaban el núcleo de un conjunto de brillantes músicos judíos que algunos definieron maliciosamente como la Kosher Nostra y en donde había nombres tan prestigiosos como Isaac Stern, Itzhak Perlman y Pinchas Zukerman.

El instinto musical de Du Pré unido a la inteligencia de Barenboim floreció en un puñado de grabaciones bellísimas, entre otras, los ciclos completos de las Sonatas para violonchelo y piano de Brahms y Beethoven. Fue una de las relaciones más hermosas y fructíferas de la historia de la música, trágicamente truncada por la enfermedad de Jackie, que ocupó 18 de los 20 años del matrimonio, hasta la muerte de ella. 'Como toqué con ella jamás he vuelto a tocar con nadie' ha dicho Barenboim, que sintió cómo una parte de él se había marchitado para siempre. No fue el único: en enero de 1988, durante el elogio fúnebre en memoria de Jacqueline Du Pré, Zubin Metha contó cómo unos días antes estaba intentando ensayar el concierto de Elgar junto a un célebre solista y no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas: '¿Estás pensando en ella, verdad?'. Metha bajó la batuta y dijo: 'Nunca volveré a dirigir esta música'.

El bellísimo concierto de Elgar, con el desgarro de su arañazo inicial y su conmovedor lamento de un anciano al término de sus días, era la música que Jackie, en los días malos de su enfermedad, escogía para reemplazar la sensación física del llanto. La esclerosis múltiple se lo había quitado todo: la música, el movimiento, la gracia, la dignidad, incluso el alivio de llorar. Pero aun así, postrada en su silla de ruedas, siguió dando clase a sus alumnos, intentando transmitir a otros la belleza que ella ya no podía tejer, sin desprenderse jamás de su amado violonchelo que había acariciado por última vez tantos años atrás. ¿Está en la última grabación que realizó, escondida en las entrañas del tempo lento de la sonata de Franck, la despedida final, el adiós a toda la música que ya no sonaría, el silencio definitivo de ese otro cuerpo de madera encerrado en su estuche, el temor a que las manos no respondan, el miedo a irse secando poco a poco, de las hojas a las raíces, como un árbol que se dobla hacia la muerte? ¿Sabía todo eso Jackie mientras sostenía delicadamente el arco en Abbey Road, lo sabía alguna parte de ella, su corazón, sus dedos? ¿Conocía premonitoriamente el espanto preñado en los años venideros, todos los tormentos de la enfermedad, y los fue sembrando a lo largo de la Sonata de Franck? ¿Puede un intérprete clásico expresar su propia sangre sobre la sangre escrita, gritar por encima del grito indeleble del compositor?

Sin embargo, para el momento final, Jackie no escogió a Franck, ni a Dvorak, ni siquiera a Elgar, sino el delicadísimo y turbulento Concierto para violonchelo de Robert Schumann, una obra que el desdichado músico alemán compuso ya al borde de la locura y que ella misma había grabado en su juventud. Por encima del tiempo y de la muerte, por encima de la música y de Schumann, mientras su cabeza moribunda reposa en la almohada, Jackie sigue gritando.


(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El Mundo en el verano de 2006)

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jueves, 17 de julio de 2008

A imagen y semejanza

Decía Borges que, salvo el libro, todos los demás inventos perpetrados por el hombre eran extensiones de su cuerpo. El telescopio, de sus ojos. El automóvil, de las piernas. El teléfono, del oído y de la voz. El libro, decía Borges, es otra cosa: una extensión de la memoria y de la imaginación.

En nuestra andadura seguimos los dictados del Génesis. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, y nosotros hacemos el mundo a semejanza nuestra. Es evidente que el ordenador, ese esclavo en miniatura cuyo advenimiento apenas si llegó a entrever el gran escritor argentino, es una extensión misteriosa y delirante de nuestra propia mente.




Todos mis amigos saben que mi pericia con el ordenador es más o menos comparable a mi familiaridad con el idioma inglés. Únicamente me supera en el dominio del campo informático Álvaro Muñoz, a quienes los amigos llamamos en la intimidad 'Vil Gueis'. Por esa misma razón, lo que yo no podía sospechar es que, igual que la mente humana posee ramificaciones ocultas que la emparentan con el bajo vientre (y que tanto molestaban a Platón), los circuitos del ordenata más elevado también tienen sus cloacas. Y que esa especie de supositorio portátil o central de datos llamada USB funciona igual que una polla. Follas con ella en un burdel de fotocopias o la introduces en la vagina metálica de otro ordenador y ya la has líado. Porque, cuando regresas a casa, puedes llevar dentro un virus troyano llamado autorun que no es la sifílis ni el SIDA, pero sí un verdadero coñazo. Un herpes genital en toda regla.

Entre la máquina y el hombre hay un deseo de emulación, de competencia, que Mary Shelley supo vislumbrar ya desde Frankenstein y que Kubrick puso en solfa en 2001 con la invención de Hal 9000, tan paranoico y tan humano. Se suponía que la inteligencia era El Álamo de la raza humana, los últimos de Filipinas de la orgullosa concepción antropocéntrica que Copérnico y Darwin habían echado por tierra. Y entonces llega Deep Blue y derrota ampliamente a Kasparov en un match, y el campeón (de entonces) se echa a llorar, aunque a cualquier velocista le importe un carajo correr menos que un Ferrari o a un aizkolari partir menos troncos que una motosierra.

Además Deep Blue sólo sabe jugar bien al ajedrez. Todavía no hay ordenadores que pinten cuadros (bueno, los cuadros de ARCO sí), compongan sinfonías o escriban novelas. O eso creía yo hasta que leí una entrevista con Alexander Prokopovich, un editor de San Petersburgo que ha editado la primera novela escrita por un ordenador. Y no va de átomos viudos ni de cigüeñales en celo. Su título es Amor verdadero.wrt y su autor, PC Writer 1.0.

Yo ya había leído, hace muchos años, poemas generados por ordenador, pero no pasaban del típico y farragoso aluvión de palabras al tuntún, un saqueo de diccionarios imitando el estilo del flujo de conciencia surrealista. Pero una novela exige unas cualidades de estructura y organización, de jerarquías lingüísticas, de gradaciones tonales y narrativas (por no hablar de la composición de personajes) que, en teoría, todavía andan muy lejos de las capacidades de un programa informático. Según Prokopovich, no. PC Writer 1.0 ha parasitado su estilo de Tolstoi (bien), de Murakami (?) y de otros trece escritores más.

La novela tiene 300 páginas, fue escrita en 3 días y la idea partió de una especie de apuesta en broma de la editorial Astrel de San Petersburgo acerca de la posibilidad de escribir un libro sobre el amor verdadero que no fuera escrito ni por un hombre ni por una mujer ni por todo lo contrario. Su argumento se desarrolla en una isla desierta donde los personajes se despiertan con una amnesia que les impide recordar nada de su vida pasada (parece que Auster también estaba en el chip). Así comienza el libro:

'Alrededor sólo el mar maldito y las piedras malditas... Y en un lugar tan melancólico tengo que matarte', pronunció la mujer. Estaban sentados a la orilla con sus camillas tan cerca del agua que las olas, pesada y torpemente como las focas embarazadas que salen arrastrándose, casi tocaban sus piernas.

Demasiado Murakami, me temo. Es posible también que a los programadores se les haya ido la mano con Antonio Gala.

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domingo, 13 de julio de 2008

Aznar in concert

La insistencia de Aznar en el error es digna de encomio. Cada vez que le preguntan por la guerra de Irak, el hombre está más orgulloso, se hincha de vanidad, saca más pecho. También lo es la insistencia de los medios en preguntarle por la guerra de Irak, como si pensaran que Aznar pudiese cambiar de opinión, pillarle en un día tonto, admitir una equivocación que ha destruido un país, costado la vida a más de medio millón de personas y causado el desbarajuste de todo Oriente Medio.




Aznar nunca decepciona, siempre da lo que se espera de él. Por eso las televisiones, en los momentos más tórridos del tedio veraniego, recurren de vez en cuando a él para animar la programación y subir las audiencias a la altura de la raya del termómetro. En verano Aznar sale de gira, igual que Bruce Springsteen o Tom Waits, a repetir sus grandes temas clásicos. La gente a la que le gusta el rock cansino y carretero de Springsteen no va al concierto a oír baladas nuevas: va a oír lo mismo de siempre. Los sordos que idolatran el mugido de cazalla en que consiste la voz de Waits se sacudirían las orejas aterrados si su ídolo aprendiese a cantar como mandan los cánones de Operación Triunfo.

Igual que aquel obcecado y pétreo sargento de marines interpretado por Clint Eastwood, Aznar debería estar guardado en una urna de cristal bajo un lema que dijera: 'Abrir sólo en caso de guerra'. Para Aznar, aquel momento imperecedero en que entró por sus reales en la guerra de Irak fue uno de los hitos más altos de la historia de España, algo así como una reedición de la batalla de Lepanto sólo que con un montón de cadáveres quemados y de niños muertos. Tampoco le costaría mucho arrepentirse de su contribución a una masacre, pero Aznar, que ha leído a Nietzsche, sabe muy bien que lo más cobarde que podemos hacer con nuestras acciones es abandonarlas en la estacada, así que a lo hecho, pecho y aquí paz y después gloria, que es la definición exacta de la victoria de Bush, el lugar sin lugar donde van todos los soldados caídos en combate y las víctimas inocentes de la guerra.

Cuando termina su mandato y la nación ya no los necesita, los ex presidentes acaban con complejo de juguete roto, y van de país en país, de conferencia en conferencia y de nostalgia en nostalgia, como puros ya apagados que se empeñaran en durar más allá de sus cenizas. Así, lo que nos queda de González no fue esa joven sonrisa de esperanza en 1982 sino la mueca apolillada de Alí Babá en medio de una cueva de ladrones. Y lo que nos va quedando de Aznar no es su gestión económica o la lucha contra ETA, sino esa lamentable foto de las Azores, cuando su complejo napoleónico le llevó a formar parte del Trío Calaveras.




(Publicado originalmente en El Mundo el sábado 12 de julio de 2008)

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viernes, 11 de julio de 2008

Torturas chinas



Lucha




Harterofilia





Boxeo





Natación




Tiro





Sólo una pregunta. ¿Te gustaría ver una carrera de sacos en Guantánamo?

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jueves, 10 de julio de 2008

Los Hombres G

Ferrán Adriá, ese buhonero capaz de vender aire en botella, dijo que la comida del futuro vendría del Japón y la última cumbre del G8 le ha dado la razón al genio. La comida del futuro es la japonesa, para los que tengan comida y para los que tengan futuro. Con una cena pantagruélica de 19 platos, los nuevos mandarines han demostrado que el problema del hambre en el mundo tiene fácil solución, siempre que uno vaya con la cartera llena.



Es sabido desde los tiempos de María Antonieta que los pobres no comen porque no quieren. Su muy graciosa majestad preguntó una vez a un chambelán por qué los pobres armaban tanto jaleo y el hombre respondió: 'Es que no tienen pan'. 'Pues que coman pasteles' respondió la humorista. Han pasado dos siglos, unas cuantas revoluciones fallidas, el hombre ha llegado a la luna, rodaron cabezas de reyes, sus herederos republicanos se quitaron la peluca, y todavía corre el mismo chistecito. Tal vez porque medio mundo sigue sin enterarse que para comer bien sólo hay que darse un garbeo por la guía Michelin o, en su defecto, llamar a Teletorta. La gente, que es cerril e ignorante.

Sentados a una mesa atiborrada de viandas, con los cinturones a reventar tras la comilona, a lo que más recuerda esa triste pandilla de mandamases del cotarro mundial es a una cena de los Soprano. La preocupación se notaba en la pechera de Bush (por la foto no sabría decir si se quitó la corbata para imitar el recorte de gastos propuesto por Miguel Sebastián o si se anudó encima una servilleta) y también en el rictus céreo de Berlusconi, que no se sabía si se le fue la mano con el botox o si dejó en su lugar a un maniquí para irse a piropear a las camareras.

Sólo la cena costaba un ojo de la cara: la cara oculta del planeta Tierra. Nadie comprende muy bien para qué seguir armando estas francachelas de amigotes ricos pero está claro que la G mayúscula que encabeza tanta glotonería corresponde exactamente a lo que ustedes están pensando. La G de quienes pagan todos los platos rotos. Como Cándido después de destrozar el cochinillo, estos ocho magníficos saben que ellos no van a barrer los pedazos.

Las cumbres de los Hombres G (Angela Merkel hacía de cuota) cada vez se parecen más a las canciones de los Hombres G. Fiestas para pijos, problemas de erección, tontunas de niños ricos. Es normal que los periódicos cada vez se interesen menos por los temas que tratan entre banquete y festín, y más por los manjares con que se refocilan y recochinean. Lo más interesante que Bush puede sostener entre sus manos es la carta del restaurante (no va a sostener su currículum). Como receta contra el hambre en el mundo, Berlusconi sólo puede recetar mozzarella. Menos mal que África no entraba en el menú, que si no, se la comen.


(Publicado originalmente en El Mundo el miercoles 9 de julio de 2008)

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lunes, 7 de julio de 2008

Bobby Fischer en blanco y negro

En 1972, al arrebatar la corona mundial al ruso Boris Spassky en Reykjavik, Robert James Fischer acabó con más de un cuarto de siglo de hegemonía soviética en los tableros. Fue no sólo el match del siglo -muy superior en expectación al que disputaron Capablanca y Alekhine en Buenos Aires en 1927-, no sólo el símbolo más exacto y elegante de la Guerra Fría, sino quizá la mejor reencarnación del legendario duelo entre Héctor y Aquiles. Como Aquiles, Bobby Fischer venía de más allá del mar para enfrentarse a un héroe resplandeciente, un jugador brillante y magistral al que jamás había logrado ganar una partida. Como Aquiles, el norteamericano venía precedido de un aura terrible: había encadenado 18 victorias consecutivas en alta competición y aplastado a dos de sus contrincantes en la final de candidatos, Taimanov y Larsen, por dos tandas consecutivas de 6-0, un marcador insólito en la historia del ajedrez. Después, había vencido al ex campeón mundial Tigran Petrossian (probablemente el hombre más difícil de ganar del mundo) por 6´5-2´5. Fischer, aparte de un talento alucinante para el deporte de las 64 casillas, también poseía auténtico instinto asesino: no sólo aterrorizaba a sus rivales sino que ninguno de los jugadores que se enfrentó a él en un match, ni Petrossian, ni Larsen, ni siquiera Spassky, volvió a jugar nunca al mismo nivel de antes.





Probablemente nunca haya habido ni habrá una dedicación tan exclusiva y maníaca de un artista a una disciplina como la que sintió el joven Fischer hacia el ajedrez. Cuando Spassky declaró: 'El ajedrez es como la vida', Fischer corrigió: 'El ajedrez es la vida'. Para él, desde luego, lo era: ha sido toda su vida.

Con uno de los cocientes de inteligencia más espectaculares de la era moderna, abandonó los estudios en plena adolescencia para consagrarse al ajedrez en cuerpo y alma. Algunos jugadores geniales, como Capablanca, apenas consideraban el ajedrez un pasatiempo; otros, como Alekhine, Kasparov o el propio Spassky, eran o son hombres cultos, con inquietudes políticas, literarias y artísticas. A Fischer no le interesa nada fuera del ajedrez. Cuando visitaba una ciudad extranjera no se preocupaba de monumentos ni museos: lo primero era ir a las librerías para completar su monumental biblioteca ajedrecística. Muy poco se sabe de sus noviazgos y aventuras amorosas durante su época gloriosa. En los estériles años de su exilio, menos aún. Una vez, durante un torneo en Yugoslavia, tuvo que ser operado urgentemente de apendicitis y preguntó al médico si de verdad era absolutamente necesaria la operación: llegó a temer que tal vez todo el misterio de su genio radicaba en el apéndice. Siempre pareció un hombre a medio hacer, un muchacho taciturno encallado para siempre en su sueño de juventud: llegar a campeón del mundo. Incluso cuando dio el estirón definitivo siguió siendo un niño alto y desgarbado, encantador a veces, maleducado otras, silencioso y enigmático, que soñaba el mundo reticulado en blanco y negro.

Aquella obsesión absoluta que lo condujo hasta el trono mundial fue también su ruina. Como Aquiles, Fischer se tambaleaba entre el peso de la púrpura y el miedo al combate. Pidió tantas y tan demenciales exigencias para la celebración del match con Spassky que los islandeses estuvieron varias veces a punto de tirar la toalla. El dinero, el tamaño y diseño de las piezas, los sillones, la distancia de las cámaras, los derechos de retransmisión... Por suerte para el ajedrez y por desgracia para él, Spassky, como Héctor, era un caballero que transigió con todos y cada uno de lo caprichos del norteamericano. Cuando Fischer sugirió que la bolsa del premio era muy pequeña (aunque las cifras que se barajaban aun hoy son increíbles) un millonario inglés dobló el importe del premio hasta un cuarto de millón de dólares. 'Ve y juega' le dijo, como si fuera un mocoso mal criado. Después de perder la primera partida y de no presentarse a la segunda, tras un incidente con las cámaras, el mismísimo Kissinger tuvo que ordenarle, como Agamenón a Aquiles, que volviera a la batalla. Fischer demolió a Spassky tras 21 partidas que han quedado como uno de los testimonios más altos del espíritu humano.

Sin embargo, tres años después, a raíz de una larga pugna legal, la Federación le desposeyó de la corona por su negativa a luchar contra el aspirante oficial, Anatoli Karpov. Fue el sacrificio más extraño y más trágico de la historia del ajedrez: aún estamos esperando descubrir la estrategia de Fischer, el plan de victoria oculto en ese retiro que se alarga ya décadas. Los aficionados aún no se han repuesto de este exilio, el más dramático en la historia del deporte, que ha dejado el ajedrez decapitado. Fischer permaneció en la sombra años enteros sin que el reclamo de partidas o entrevistas millonarias lograra tentarle. Recibió el mismo trato que los Estados Unidos otorgan a sus grandes poetas visionarios: Poe, Pound. En 1981 fue detenido en Pasadena. Un agente de policía lo confundió con un atracador de bancos y Fischer pasó dos días incomunicado. El muchacho de oro, el niño grande que le quitaba el sueño a Nixon y que destrozó el orgullo soviético, parecía sólo un vagabundo.

Tenía pinta de vagabundo cuando, en 1992, después de otra ronda de exigencias paranoicas, Fischer aceptó un match de revancha con Spassky en Belgrado. El campeón mundial, Kasparov, dijo que era un juego propio de jubilados, pero lo cierto es que la expectación generada por el retorno del genio y la bolsa en juego multiplicaban limpiamente todas las ganancias generadas en los anteriores campeonatos mundiales entre él y Karpov. En términos deportivos, aquel segundo match no fue ni la sombra del de Reykjavik, pero tras la brillante undécima partida, algunos expertos anunciaron que Fischer, aun calvo y viejo, mantenía intacto su instinto asesino. Volvió a vencer a Spassky y volvió a hundirse en el silencio.

Tras el atentado contra las Torres Gemelas, soltó a pesar de sus orígenes judíos unas polémicas declaraciones antisemitas que provocaron que muchos de sus seguidores le retirasen su apoyo. En agosto de 2004, cuando fue detenido en un aeropuerto japonés, parecía más que nunca un vagabundo: un anciano de 61 años, alto y barbudo, que vociferaba que sus antiguos compatriotas querían asesinarle. Fischer tenía diez años de cárcel pendientes bajo el cargo de haber violado las sanciones contra Yugoslavia en el segundo match contra Spassky y el gobierno norteamericano exigía su extradición.

Islandia le concedió la ciudadanía en agradecimiento por aquellos días en que, gracias a él, fue el centro del mundo, y Fischer aterrizó en la isla atlántica junto a su novia japonesa. Desde entonces no ha vuelto a saberse nada de él, salvo algunos exabruptos contra la política exterior americana. En lo que a él respecta, dice, el ajedrez ha muerto. La esperanza de su retorno nunca ha estado más lejos. Sin embargo, el gran maestro inglés Nigel Short afirmó hace poco que, jugando en internet, había creído distinguir la mano inconfundible de Bobby Fischer tras un jugador anónimo y genial. Ojalá sea él: necesitamos creer que Aquiles aun sigue afilando su espada.


(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El Mundo en el verano de 2006)

(Post-scriptum: Bobby Fischer nunca volvió a salir de su retiro. Murió en Reykjavik el 17 de enero de 2008. Tenía 64 años, tantos como casillas el tablero de ajedrez).

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jueves, 3 de julio de 2008

Medusa a babor

De todos los bichos con los que el hombre convive a diario, la medusa es, de lejos, el más marciano de todos. Cuando Kafka convirtió a Gregor Samsa en una cucaracha (Nabokov asegura que se trata de un escarabajo), sabía que estos insectos, por repugnantes que parezcan a primera vista, siempre son susceptibles de entablar una relación con los humanos. A falta de algo mejor, una cucaracha podría adoptarse como mascota, y recuerdo una película en que los presos disputaban emocionantes carreras de cucarachas.





Un escarabajo puede ser una estrella de cine: un triceraptos en miniatura, un samurai de dibujos animados o el emblema divino que obliga al ejército del faraón a desviar su trazo en el desierto y anegar de arena una acequia milenaria. Si Kafka hubiese convertido a Gregor Samsa en una medusa, en vez de La metamorfosis le habría salido un cuento de dos páginas. Con su pinta de extraterrestres chungos, de alienígenas silentes y misteriosos, las medusas sólo podrían habitar en una novela de ciencia-ficción, una de esas agotadoras y austeras odiseas de Lem donde la supuesta amenaza del espacio exterior no es tanto una amenaza como una esfinge irresoluble. ¿De qué van las medusas? ¿Les gusta el voley-playa? ¿Quieren conquistar el planeta o se conforman sólo con el Mediterráneo?


Un animal que se ha adueñado ya del mar más prestigioso y guarro de la historia del mundo (el vertedero acuático de varias civilizaciones) merecería mejor suerte que el miedo ante su picadura urticante y el desprecio por su aspecto de baba. Reconozcamos que hay medusas francamente hermosas, que algunas flamean como cabelleras al sol y se despliegan sobre la superficie del mar en lentas y flamencas escuadras de bailaoras muertas. Quizá la enigmática distribución de esas sombrillas flotantes forme un alfabeto surgido de las profundidades, quizá algo quieran decirnos con esos pequeños látigos que son como caricias desesperadas, llamadas de socorro, balbuceos de una oscura placenta donde estuvimos una vez, donde la piel es transparencia y la luz agua.

Como la araña de Lezama, que recorre el brazo del durmiente hasta llegar a su boca para tejer un mensaje de especie a especie, la medusa está pidiendo a gritos un poeta que se atreva a cantar su belleza en vaivén, su textura de moco y sus humedades venenosas. Los cocineros ya se han atrevido a servirlas en fuego, como primer paso de ese diálogo que la especie humana siempre comienza a dentelladas, como deben empezar los diálogos, las guerras y las grandes historias de amor: por la boca. Van a enfundarlas en galletas, van a dejarlas en salmuera, los niños las degustarán en gominolas. En la imaginación, los esqueletos de dinosaurios engendraron dragones, y los manatíes atlánticos, mujeres con cola de pez que revistieron viejas mitologías del otro lado del mundo. Tal vez, un día, de la medusas también nazcan sirenas.





(Publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares el 30 de junio de 2008)

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martes, 1 de julio de 2008

Todos somos Manolo

Me lo dijo uno de los tipos que conozco que más sabe de fútbol, mi amigo el novelista José María Mijangos: 'Es imposible. ¿Cuándo se ha visto que ganemos algo?' Ese pesimismo metafísico, ontológico, que atenaza las piernas de los jugadores españoles nos ha acompañado durante décadas y por eso esta misma noche íbamos a asistir a un encuentro a cara de perro, a la consecución secular de la maldición o a la ruptura definitiva del maleficio. No era un partido contra Alemania sino contra el destino. Ese destino que nos había sacado la lengua en innumerables y ardientes tardes de catástrofe.




(El Cometa Halley a su paso por Viena, con la camiseta roja)


El chaval que guarda la entrada de la piscina donde voy cada día a plancharme la espalda me lo dijo con esa mezcla de estupefacción y maravilla que brilla en los ojos de todos los jóvenes que han seguido las andanzas de la selección en esta Eurocopa: 'Es la primera vez que voy a vivir algo así'. Le dije que yo también, aunque no era verdad: todavía me escocía aquella histórica final del 84, contra la Francia de Platini, en la que a Arconada se le escapó un balón por el sobaco. Pero en cierto modo, esta vez no podía suceder, no iba a suceder así, esta vez no habría malos rollos, ni codazos en la boca, ni sobacos, ni puñetas.

Momentos antes del partido, las calles de Madrid hervían por el calor, cociéndose en el fuego lento de la ansiedad y la esperanza, componiendo desde Vicálvaro hasta Argüelles, desde Legazpi hasta Plaza de Castilla, uno de esos escenarios de western antiguo, un pueblo fronterizo a la espera de los pistoleros, una calleja quemada por el sol, solitaria, vacía, traspasada por un silencio digno de una banda sonora de chicharras y una armónica de Morricone.

En los bares, la gente se aglomeraba ante el televisor: el altar tecnológico de la nueva religión. El pánzer alemán nos tuvo arrinconados los primeros minutos pero un cabezazo al poste de Torres provocó que un chino (nacionalizado español y poco familiarizado con el deporte rey) se levantara de la silla gritando '¡Dos puntos!'. Hubo que explicarle que un gol es un gol y un palo es un palo. Pero Torres, mi semitocayo, era el hombre del partido. Me lo había advertido otro de los tipos que conozco que más saben de fútbol, mi hermano Dani: 'Hoy Torres va a mojar, ya verás'. Y no se equivocó. El Niño tenía ganas y toda la noche nuestro primo de Fuenlabrada fue una pesadilla para la defensa alemana, pasando como un cohete a través de ese par de armarios roperos vestidos de blanco, esos dos kioscos de prensa que tropezaban con sus nombres al correr y que apenas podían hacer otra cosa que seguirle el rastro de la pólvora en las botas. Cuando llegó el gol, la gente enloqueció, las pinturas de guerra hablaban a gritos, quitándose de encima años de vergüenza, de agachar la cabeza y pedir justicia a los cielos.

Esta vez no. Ni el gafe de Zapatero podía con nosotros. Esta noche todos éramos Manolo, aquel hombre que se compró un bombo a plazos y que por fin podía estrenarlo a gusto. Cuando aguantamos los primeros minutos del segundo tiempo, los coletazos de rabia de la máquina de guerra alemana, ya veíamos posible el milagro. Y el baño de fútbol con que la selección roja toreó a los mostrencos germanos fue celebrado en el bar con un multitudinario baño de cerveza. No, esta vez el duelo terminó mucho antes de que el italiano pitara el final, a la maquinaria alemana se le habían descompuesto tornillos y bielas, y el gol de Torres iba a romper el marcador como el puñetazo del K.O., el tiro de gracia con que Billy el Niño abría las puertas de la leyenda.

En las calles sonaban los gritos de entusiasmo, flameaban banderas, los coches pitaban enloquecidos por la alegría de una final ganada al fin, después de tantos años y tantas decepciones. Llamé a mi hermano y me dijo: 'Esto vamos a vivirlo sólo una vez, como el cometa Halley'. El Halley que había cruzado flameando los cielos para rasgar el bombo.



(Publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 30 de junio de 2008)

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