l Tropezando con melones - Blog de David Torres: mayo 2008

David Torres, escritor, guionista y columnista

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miércoles, 28 de mayo de 2008

¿No quieres caldo? Tres tazas

Ayer alguien me pegó la bronca por subir un artículo escrito para otro medio en el blog. Ignoraba que no podía hacerse, yo pensaba que el blog era un espacio para la libertad y que la libertad admite de todo: poemas, fotografías, ensayos, fragmentos de novelas, relatos, lo que fuera. Es curioso porque uno de mis blogs favoritos (http://blog.diariodemallorca.es/alazar) consiste únicamente en los artículos que el gran Matías Vallés escribe para el Diario de Mallorca. Pensé que como a algunos de ustedes, quienes entran aquí, les interesará lo que yo escribo (no sé si no para qué iban a entrar, digo yo), y lo que yo escribo muchas veces no es fácil de encontrar, pues el hecho de colgarlo aquí les facilitaría el acceso, y así, de paso, me ahorro yo el engorro de escribir algo en esos días tontos en que no tengo ni tema ni ganas de escribir.

En fin, el hecho es que llevo colgando artículos casi desde el primer día que inauguré el melonar pero, ahora que me he enterado que está prohibido, voy a hacerlo más a menudo, con mucho más gusto y más a conciencia.





CUANDO LOS DINOSAURIOS IBAN EN METRO

En el Metro de Madrid, concretamente en la estación de Carpetana, se han descubierto fósiles de más de 13 millones de años de antigüedad. Mastodontes, rumiantes y rinocerontes prueban que la fauna madrileña iba mucho más allá de los chulapos. Hay también trazas de la existencia de un oso-perro, predador y carroñero, que tiene toda la pinta de ser el auténtico novio del madroño. Sin embargo, hoy lo que nos queda de toda esta espléndida heráldica es el zoo de la Casa de Campo y las sedes de los partidos políticos, donde se guardan algunas de las más vistosas antiguallas sacadas de las ideologías marchitas del pasado siglo. En Madrid hay optimistas que aún llevan en la solapa la hoz y el martillo como si almorzaran todos los días celacanto, y también gente que cree que el Valle de los Caídos era como el parque de atracciones Warner de la época: el parque Jurásico clonado a partir de una gota de sangre del Caudillo.

Si se han encontrado todo eso en Carpetana, da pánico pensar lo que pueden encontrar picos y palas si se ponen a remover los cimientos de la estación de Alonso Martínez. Creíamos que el fósil de Fraga marcaba el año cero del PP, pero en los aledaños de Génova se están levantando especies que creíamos extinguidas: partidarios de Cristo rey y zombis extirpados del Concilio de Trento. Toda una recua de nostálgicos de los autos de fe que, como el arzobispo de Canterbury, echan de menos el desparpajo con el que sus colegas musulmanes conjugan tranquilamente la sharia con la administración del buen gobierno. Nos ha costado siglos quitarnos de encima las casullas, casi tanto como andar sobre dos pies, pero en el PP aún quedan especimenes antediluvianos que ansían regresar a la charca primordial, a las hogueras inquisitoriales y a las branquias. Aunque son una evidencia viviente de la conjetura de Darwin, casi todos provienen de los teocom estadounidenses, esa gente que niega la teoría de la evolución y prefiere enseñar ciencias naturales con catequesis.

Para ello se han sacado de la manga una teoría científica denominada diseño inteligente, que ni es científica ni es inteligente: una puesta al día de las enseñanzas bíblicas que da casi tanta vergüenza ajena como ese intento patético de aparear liberalismo con el catolicismo más charcutero y retrógrado. La estación de Carpetana es la prueba fehaciente de que todas las formas de vida tienen fecha de caducidad, y de igual modo que los ideólogos de IU están pensando seriamente en dedicar todos sus esfuerzos al arte de la verbena, los dinosaurios del neofranquismo deberían abandonar Génova y fundar una reserva biológica en un ala del Museo de Ciencias Naturales, al lado justo de los trilobites, para enseñar a las nuevas generaciones que el pasado de España, aparte de imperfecto, es, sobre todo, pasado.

(Publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el martes 27 de mayo de 2008)

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martes, 27 de mayo de 2008

Donde las calles no tienen nombre

De la conjunción entre el recuerdo de una gloriosa canción de U2 y la maestría de Stalin como precursor absoluto del photoshop, me brotó este artículo, un tanto espeso, sobre la amnesia voluntaria. No hay nada malo en querer olvidar un período ominoso de nuestra historia reciente, salvo el hecho de que el olvido forzoso siempre implica traumáticas desfiguraciones y correcciones a toro pasado. Si algo hemos aprendido del psicoanálisis es que no se puede olvidar nada sin haberlo asumido primero. Pocas cosas me revientan tanto como el hecho de que, por ejemplo, atribuyan al otro bando la matanza de Casas Viejas o de que cuenten la Guerra Civil como una película de buenos muy buenos y malos muy malos (una película de Ken Loach, ese Rambo de izquierdas, vamos). La Historia con mayúsculas siempre suele ser algo más complejo que un simple conflicto maniqueo y quienes hacen chistes con las chekas o con el gulag, se librarían muy mucho de ensayar uno con el Valle de los Caídos, Treblinka o la Gestapo.




JABÓN ONOMÁSTICO

Si quienes ponen tanto empeño en cambiar el nombre de las calles, pusieran la mitad de esfuerzo en barrerlas, Palma brillaría como los chorros del oro. Esta obsesión por la limpieza onomástica recuerda el miedo de los judíos conversos por esterilizar sus apellidos para no dejar el menor rastro de ADN hebraico. Alguno quizá se piense que, a fuerza de suprimir los símbolos y trazos del franquismo, también podemos eliminar el pasado. Ese vudú gramatical, aparte de caro para el bolsillo del contribuyente, puede ser contraproducente. Zapatero aún se despierta cada mañana pensando que puede ganar la Guerra Civil con 70 años de retraso.

La molestia de esas calles con nombres y apellidos reconocibles al primer golpe de vista es que nos recuerdan las cuatro décadas que tuvimos a aquel caudillo enano subido a la chepa. Mucha gente presume todavía de haber corrido delante de los grises en los tiempos de la transición, pero (aparte de la rápida comprobación matemática de que, si echamos cuentas, la mayoría de ellos aún no habían hecho la primera comunión) la simple y pura verdad es que Franco murió tranquilamente en su cama, desmintiendo con un póstumo corte de mangas toda aquella heroica parafernalia. Se murió de viejo, de tedio, de asco. Nuestra libertad no fue fruto de un triunfo de la política sino una derrota de la medicina, a Dios gracias.

Las calles no deberían tener nombre. De hecho, la inmensa mayoría de nuestras calles no lo tienen. Es decir, están dedicadas a militares casi anónimos, a próceres de la patria que fueron famosos en su momento pero que ahora apenas si ocupan un renglón en las enciclopedias. Hay gente que pide que rebauticen todas las calles con nombres de demócratas y de luchadores por la libertad, pero entonces Palma se nos iba a quedar en nada o en casi nada, transformada en uno de esos pueblos con gasolinera en una carretera de dos direcciones. Para rellenar el callejero, habría que echar mano de cantantes, de futbolistas, de Paquirrín, del Chikilicuatre y del Gran Wyoming.

Mi amigo Abraham García me contó que cuando viajó a Albania se quedó desconcertado porque allí las calles, como en la famosa canción de U2, no tienen nombre, ni siquiera número como en Nueva York. Las avenidas se bautizan arbitrariamente, dependiendo del famoso de turno o la actriz que viva en ese momento en ellas. En vez de callejero, los taxistas de Tirana llevan en el salpicadero una guía de televisión. No sé si esto fue un empeño personal de Enver Hoxha, aquel comunista carnicero (perdón por el pleonasmo) que, como todos los tiranos desde que el mundo es mundo, se han empeñado en borrar todos los símbolos del pasado anteriores a su llegada al poder. Stalin no se conformaba con matar a sus adversario políticos: después los borraba de las fotos.

Pero el pasado es cansino y obcecado, se empeña en perdurar, aun por debajo del jabón onomástico.


(Publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares, el lunes 26 de mayo de 2008)

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viernes, 23 de mayo de 2008

Bellas y Bestias: Elsa Pataky



Hermosa, lustrosa, apetitosa son adjetivos que inmediatamente acuden a la lengua cuando se mira a esta beldad núbil que parece escapada de una égloga de Garcilaso. Con oveja y todo. Sin embargo, su estampa pastoril no logra ocultar cierto desasosiego, cierta cualidad inquietante que baña todo el conjunto.

¿Los ojos, por ejemplo, de qué color son? Unas veces son verdes, otras azul aguamarina, otras brillan con los grises translúcidos del aire. La pastorcilla ¿es mala o es buena? ¿Sostiene a la ovejita en los brazos para arrullarla mejor o planea asarla al horno? ¿Es una ninfa acuática o una sirena que ha cambiado los arroyos y los cursos de agua navegable por las piscinas privadas de la Moraleja? ¿Existe?

El cloro forma parte de su encanto. Sin duda los ojos se encienden con bombillas de sangre mientras las gotas de agua chorrean por la piel, suicidándose una a una. Al salir del agua, la ninfa se exprime el pelo como si escurriera un rayo de sol perdido en su melena y luego lo pusiera a secar en el tendedero abismal de la espalda. Siempre que cierra los ojos y se tumba para broncearse, tiene trece años, la edad de las lolitas, de las niñas perversas que hacen como que no saben lo letales que son y que chupan piruletas como si fuesen piruletas.

No obstante, la niñez incandescente ha dejado en su belleza un fulgor banal, insustancial, como un asado crujiente pero demasiado crudo por dentro, un cuento sin moraleja, una fábula alegre y tontorrona: Caperucita sin lobo, pastorcilla sin rebaño, sirena con piernas, rubia con filtro. El oro de los cabellos no acaba de decidir en qué banco invertir sus acciones, y el pasado no acaba de asentarse en ese rostro donde lo más firme no son ni el color de las pupilas ni el mohín de los labios ni la naricilla pizpireta sino un par de mofletes infinitamente pellizcables. Mejillas de porcelana con el rubor de la vergüenza incorporada en el catálogo universal de las muñecas hinchables. No hay nada de plástico en ella y, sin embargo, parece enlatada y envasada al vacío. El modelo del que nunca hay existencias, el que todo el mundo solicita en sueños.

Porque, ciertamente, la inexistencia es su categoría ontológica. Hasta Garcilaso sabe que jamás hubo pastorcillas, que las sirenas jamás salen del mar y que las lolitas en sazón acaban en dolores y lolailos. Pero ella se empeña en enseñar los muslos sin escamas, en prolongar la infancia más allá del trampolín, en caminar sobre las aguas. Se empeña en hacer durar lo que no puede durar más allá del revolcón de una noche, la luz en la ventana, el desengaño del chorro de la ducha llevándose por el desagüe las alas de las mariposas, el polvo de las hadas.

No se sabe cómo el tiempo acabará por labrar este rostro tan dulce y tan tibio donde todo está aún por escribirse: los amores terribles, los pecados amargos, las desilusiones. Tal vez los recuerdos no puedan cincelarse sobre la porcelana ni dejar marca en las muñecas, por hermosas que sean. Tal vez las sirenas se lavan demasiado y el agua termina por arrastrarlo todo.

El caso es que esta belleza parece tejida con la luz misteriosa de las películas, hecha con el miedo a despertar, a lavarse la cara por las mañanas y descubrir que los sueños son sueños. Al fin y al cabo, las sirenas nunca salen del mar y las lolitas siempre tienen trece años: la misma edad en que mueren. Cuando las niñas perversas exilian a sus ovejas de peluche bajo la cama y dejan de creer en las hadas.



(Del libro BELLAS Y BESTIAS, ed. Sloper: http://www.editorialsloper.es/ )

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miércoles, 21 de mayo de 2008

Madrid está enladrillado

Aunque vivo relativamente cerca del Museo del Prado, durante meses había evitado cualquier tipo de contacto con la ampliación del claustro de Los Jerónimos llevada a cabo por Rafael Moneo. El domingo descubrí por qué. Dos grandes amigos, Juan Manuel Navas y Jesús Urceloy, poetas ambos, me sacaron de mi circuito habitual frente al trono pensativo de Velázquez para contemplar la nueva patada que la arquitectura contemporánea ha propinado a Madrid en plena boca. La verdad es que al principio no tuvimos muy claro si se trataba de la susodicha ampliación o si Pryca había abierto unos grandes almacenes. Las cerriles líneas chatas, el impúdico ladrillo visto y la lujuria paralepípeda dotan al edificio de ese penoso y paleto encanto propio de las iglesias de barrio franquistas. Podía haber intentado el contraste brutal, la imitación sutil o la transición suave pero Moneo ha preferido recurrir a un viejo concepto arquitectónico: el pegote. Frente al anticuado esplendor de Los Jerónimos, manchado de gótico pobre, la fachada exterior del edificio propone el lujo de una fortaleza Exin, un Lego para niños de papá y ricos sin gusto.

(Imposible subir la puta foto. Véala aquí. Parece increíble, un fotomontaje realizado por un cura bolinga, pero es ansí)

http://www.noticiasdealava.com/ediciones/2007/04/01/mirarte/cultura/fotos/3330226.jpg

En esto Moneo ha seguido la tradición, porque Madrid, arquitectónicamente hablando, es la capital de los pegotes. Las cuatro torres verracas que se levantan más allá de la Plaza de Castilla son sólo el penúltimo desaguisado en una ciudad donde Goya aparece en la plaza del mismo nombre como la cabeza de un piloto de Fórmula 1 encajonado en un bólido de cemento. En fin, que tuvimos que irnos los poetas y yo a tomarnos unas cuantas copas, porque, igual que los espejos del callejón del Gato, Madrid es una ciudad que mejora mucho si se la mira borracho. De manera que recalamos en La Galería, en la Costanilla de los Ángeles, uno de los mejores abrevaderos del foro. Allí Juan Carlos prepara los combinados con la destreza de los viejos maestros canteros: en cada uno de sus manhattans o de sus dry martinis, el alcohol destila en hogueras inesperadas que arden con la misma cadencia con que se derraman los apóstoles en el Pórtico de la Gloria.

Con el hígado empantanado de luz y la cabeza rellena de fuegos fatuos, empezamos a preguntarnos si, con la excusa de la ampliación, Moneo no habría alzado un templo al único dios que impera en Madrid desde hace décadas: el ladrillo. El ladrillo es la religión definitiva, el culto sagrado hacia el que todos, ricos y pobres, inclinamos la cerviz y besamos el suelo. Se deja el ladrillo a la vista para besarlo, por la misma razón que antes se colocaba a Cristo en el frontispicio de las catedrales. Nos faltó valor para pasar al interior y contemplar el claustro pero no nos extrañaría nada que, en lugar de una capilla a la Virgen o a algún santo, Moneo hubiera colocado en el centro una estatua del Pocero.


(Publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 20 de mayo de 2008)

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lunes, 19 de mayo de 2008

Una carta desde el pasado

Eso de que la realidad imita al arte es una mandanga: lo que hace es plagiarlo descaradamente. Hace unas semanas, en Sevilla, estuve en un programa de radio donde me entrevistó el también escritor Andrés Pérez Domínguez. Andrés ya me había entrevistado cinco años atrás con motivo de la publicación de El gran silencio, en un formato original donde el autor, aprovechando la invisibilidad de las ondas, tomaba el rostro de uno de sus personajes y contestaba a las preguntas encarnado en un fantasma. Una noche, para responder a un cuestionario sobre un libro suyo sobre la Segunda Guerra Mundial, Ricardo Artola se metió en la piel de Stalin, y otra noche yo le di voz a Roberto Esteban. Conté que me dedicaba a romper piernas por encargo, que la vida, a veces, era una mierda, que mis puños eran el insecticida adecuado para todas esas pequeñas cucarachas y miserias que nadie quería limpiar. Supongo que en la quietud de la madrugada, mi voz podía pasar por la de un matón de tres al cuarto, ex alcohólico y pendenciero.





Cinco años después, en Sevilla, Andrés me enseñó una carta que había llegado unas semanas después de aquella entrevista, dirigida a los locutores de Onda Cero, 'a la atención del Locutor que habló el 28 de agosto de 2003 a las dos de la madrugada'. Está fechada en Barcelona un día después y llegaba a mis manos con un lustro de retraso. La transcribo tal cual. No sé lo que Roberto Esteban le habría respondido a esta pobre mujer, pero me imagino que no se quedaría de brazos cruzados.


Les felicito por los programas, es la única emisora que escucho desde hace muchos años.

Paso a pedirles un gran favor, por las circustancias que atravieso con vecinos y su familia me hacen allanamiento de morada, entran como hacienda sin amo.

Me han robado todo lo que poseía que era mucho, por ellos he perdido millones de ptas; me han destrozado toda la casa, ello me acarrea muchos problemas y gordos, han intentado matarme con gas, hace poco con veneno, la Dtra. Mari Carmen me dijo es un milagro que se aya salvado de la gran intosicación que ha tenido le quedará soriasis, no se cura. A la media hora me puse a morir, me bebí cuatro botellas de leche, creo eso es lo que me salvó. Lo pasé muy mal.

He buscado justicia por todas partes, vivo sola, no tengo a a nadie, para las personas mayores, solas y pobres en España no existe la justicia. No se le ayuda en nada, es bergonzoso que no tengan para comer donde trabajar como fieras para sentir la nación y mal comidos. Desde que tengo este problema odio a la policía, pero sí que la tengo que mantener.

Anoche, habló un ex boxeador, si mal no recuerdo se llamaba Esteban. Habló sobre las dos menos cuarto de la madrugada 28-8-2003.

Les pido por favor que me dieran la dirección o el telf. de este señor. Se lo agradecería con todo mi corazón.

Dios les guarde muchos años. Les saluda atentamente

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sábado, 17 de mayo de 2008

Leonard Mlodinow: El arco iris de Feynman

Este libro es el recuerdo emocionado de un genio: Richard Feynman. Mlodinow lo conoció en una auténtica escuela de genios, el Caltech, donde Feynman compartía despacho junto a otro de los gigantes de la Física actual, Murray Gell-Mann. Mis conocimientos de la disciplina no van más allá de unos cuantos parámetros elementales, los que he aprendido en unas cuantas lecturas dispersas y unas pocas y jugosas conversaciones con dos poetas extraordinarios que se han servido de la ciencia para hacer avanzar su escritura más allá de los cauces tradicionales: Agustín Fernández Mallo y Álvaro Muñoz Robledano. En el primero, la huella de la física cuántica o de la matemática del caos aparece por todos lados, en poemas y novelas; en el segundo se trata apenas de una insinuación, un perfume, una pisada que, sin embargo, impregna todo el esqueleto de su obra. Basta decir que los dos son grandes escritores y grandes amigos míos. Fue Álvaro quien me regaló el libro de Mlodinow.

Sin embargo, aparte del fulgor de las teorías científicas, este libro es una lectura deliciosa, una evocación de la juventud perdida, cuando el autor aún andaba dando palos de ciego en busca de un camino que lo sacara de una temible parálisis intelectual. El Feynman que se encontró en el Caltech era un hombre condenado por el cáncer, un genio enfermo y extravagante que sin embargo aún disponía de tiempo no sólo para trabajar en los misterios más profundos de su disciplina sino también para perderlo con unos cuantos alumnos. La imaginación, la maravilla, la despreocupación y la alegría eran parte del arsenal con el que Feynman se enfrentaba a un problema irresoluble. Así consiguió descubrir la causa, aparentemente banal, de la explosión del Challenger, y con esa misma actitud de juego total se dedicó, décadas antes, al difícil arte de tocar los bongos.




En el libro Feynman funciona como una línea de margen, uno de esos personajes secundarios que de cuando en cuando aparecen para conducir la historia hasta su estuario. Mlodinow descubre un día, en un examen médico, que puede padecer cáncer de testículos y los médicos le dicen que la muerte está a la vuelta de la esquina, pero la simetría -esa extraña magia del universo físico- lo salvará. Todos se ríen cuando decide ponerse a trabajar en un guión cinematográfico con ribetes de fantasía científica. Es toda una ironía (o quizá no, quizá sea tan sólo un dobladillo del orden secreto que rige el mundo) que Mlodinow, uno de los primeros en postular la teoría de las dimensiones infinitas, acabara trabajando en Hollywood para la serie Star Trek.

A la postre, fue Feynman quien lo ayudó a encontrar su propio camino y lo hizo a la manera de un maestro zen, a fuerza de rasgar velos, de darle coscorrones y mostrarle lo estúpido que puede ser a veces el exceso de inteligencia. Una tarde, el viejo maestro le contó una parábola acerca de un mono que logró acercar unos plátanos hasta su jaula gracias al manejo de un palo. Luego le preguntó qué conclusión sacaba de aquella historia. Mlodinow ensayó respuestas brillantes, comparó al mono con Galileo por su capacidad de dar nuevos usos a viejas herramientas. Feynman se rió en su cara: 'Lo que yo aprendería de tu historia es que si un mono puede hacer un descubrimiento, tú también puedes'.

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miércoles, 14 de mayo de 2008

No me robes que no te oigo

Lo bueno de tener una policía como la que mandaba Ginés Jiménez (nuevo avatar de aquel Ginés de Pasamonte cervantino, atrevido ladrón y bellaco que descabalgó a don Quijote a pedradas) es que durante unos años el municipio de Coslada se ahorró los gastos que conllevan la fundación y el sustento de una mafia local. Con una policía así, ¿quién necesita ladrones? Durante años, Coslada estuvo limpia de chorizos (los pobrecillos no podían mantener la competencia en un hábitat superpoblado de predadores) y se convirtió en una reedición de Copland, aquel pueblo a las afueras de Nueva York donde un pobre poli medio zote y bonachón tenía que aguantar las collejas que le metían los maderos residentes, tipos que escupían en la ley y luego se meaban en los parterres con la impunidad flagrante que sólo proporciona la chapa. Harvey Keitel hacía el papel de chulo en Polilandia, De Niro encarnaba a un funcionario de asuntos internos, pero la parte del león se la llevaba un sorprendente Sylvester Stallone que, para colmo de males, aparte de tonto, era sordo perdido.

En Coslada la sordera también estaba a la orden del día. Las malas lenguas (empezando por la de este periódico, que ayer tuvo la desfachatez de publicar las jetas de 25 heroicos funcionarios que en su vida oyeron ni vieron nada) afirman que la Corporación Municipal estaba atacada de sordera colectiva, un caso único en la historia de la medicina. Cuánta injusticia, cuánta incomprensión para el primer organigrama público de nuestra democracia formado íntegramente por discapacitados. Todos y cada uno de estos 25 concejales no sólo tienen las trompas de Eustaquio ligadas con las de Falopio sino que además eran prácticamente los únicos de toda la población que se han enterado del asunto por los periódicos. Ceguera selectiva, y sólo 7 de ellos llevaban gafas.



Hay que felicitar, además, la agudeza de los polis corruptos, quienes, en un alarde de nomenclatura democrática, se denominaban a sí mismos El Bloque. Robaban en bloque, extorsionaban en bloque y apalizaban en bloque, como un solo hombre, y encima tampoco hacían distinciones entre grupos políticos. PSOE, PP, IU: todos miraban para otro lado en bloque, cegatos como topos, sordos como tapias y mudos como el perrito faldero de La Voz de Su Amo. Igualitos que esos monos que se tapan oídos, ojos y boca (no oigas el mal, no veas el mal, no digas el mal): un desfile de lamas tibetanos que iban y venían por las calles de Coslada con los ojos cerrados, ciegos ante las vergüenzas del mundo, sin que nada les distrajera de su santo propósito salvo, tal vez, el ruido de la campanilla de Ginés de Pasamonte, enésimo y eterno lazarillo de la picaresca. No hay que olvidar que los lamas, pese a su aspecto pordiosero, viven en templos alicatados de oro puro.


(Publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el martes 13 de mayo de 2008)

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lunes, 12 de mayo de 2008

Mayo del 68: acné juvenil

Sí, como todos los españoles de pro, yo también acudí a las barricadas del Mayo del 68 francés. Es cierto que por aquel entonces sólo contaba un año y medio de vida, pero es que los españoles de entonces éramos muy precoces en política. Algunos, como Víctor Manuel, pasaron de dedicarle canciones al Caudillo a hacerse comunistas de toda la vida en un pis pas, sin despeinarse ni nada, como el que sufre el sarampión. Pero lo del Mayo del 68 demuestra el éxito de las vilipendiadas comunicaciones en la era franquista y la puntualidad de la RENFE, que permitió que millones de españoles llegaran a tiempo para enarbolar pancartas, dejarse crecer el pelo y hasta aprender francés.



Lo malo es que algunos trenes los desviaron de Benidorm y, claro, muchos de los manifestantes, armados con cubos y palas, hicieron castillos de arena en lugar de barricadas como Marx manda. Lo que nos ha quedado a los que nacimos más o menos encajonados en aquella época heroica (los 'niños de tiza', como los llamó en mi última novela) es la sensación de que la Historia nos ha pasado por encima sin darnos la menor oportunidad, sin una mísera revolución que echarnos a la boca. Hemos tenido que aguantar la brasa de profesores, cantautores y políticos nostálgicos que llevan toda su vida recordando el fulgor de aquellos días en que las consignas venían envueltas en guitarras y las chicas se liberaban del sostén, un tiempo en el que eran más jóvenes, más guapos y la realidad no había sacado aún sus tristes tijeras de peluquero oficial.


¿Qué ha quedado de todo aquel maravilloso ideario chiripitiflaútico? Veamos: el plasta de Althusser estranguló a su mujer. Jane Fonda cambió la política por el aerobic. La inmensa mayoría de los chavalines que hacían pintadas con el lema aquel tan bonito de 'la imaginación al poder', subieron al poder, efectivamente, echaron tripa y olvidaron la imaginación en el coche de papá. Houellebecq ha comentado que lo mejor que dio el Mayo del 68 fue una comedia tonta de Louis de Funes.

Es una fábula que nos han contado, una trola, una payasada nostálgica en plan Cuéntame. Todos esos estudiantes melenudos que iban a quemar el mundo, que decían que debajo del asfalto estaba la playa y (como dice el poeta Muñoz Robledano) en vez de arena encontraron terreno urbanizable. Querían hacer la revolución definitiva, juntarse con los proletarios, pero sólo eran una panda de pijos hormonados que confundieron el marxismo con un botellón. Los guiaba Sartre, ese señor tan bizco que llegó a creer que el Che era un héroe de nuestro tiempo y no una camiseta. Y el primero que lo advirtió fue Passolini, cuando dijo que los verdaderos proletarios eran los policías que se enfrentaron a los bestias de los manifestantes sin causar un solo muerto: los estudiantes no eran más que estómagos agradecidos, niños bien. Lo cuenta una película italiana hermosa como la verdad: La mejor juventud.

Eso sí, hay que reconocer que los franceses saben vender lo que haga falta: queso, vino, cine gastronómico y hasta una revolución primaveral que, en realidad, era acné juvenil, el primer lanzamiento mundial de música de cantautor. El Mayo del 68 fue un éxito propagandístico en todos los niveles, hasta el punto de eclipsar por completo a la verdadera revolución de aquel año: la Primavera de Praga, cuando doscientos mil soldados y cinco mil tanques soviéticos entraron en Checoslovaquia para aplastar flores y cabezas bajo sus cadenas. Allí sí que se luchó por la libertad. Allí sí que hubo muertos de verdad. Pero, claro, ni cantaban en francés ni llevaban camisetas del Che. De Gaulle sólo tuvo que advertir a su policía que tuviera cuidado, que todos aquellos barbudos feroces, al fin y al cabo, no eran más que jovencitos en celo, tontos al sol, prole de gente bien a la que le faltaba unos años por madurar y que creía que Mao era una marca de cerveza.

(publicado originalmente en El Mundo el 11 de mayo de 2008)

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viernes, 9 de mayo de 2008

Teoría del Titanic

La otra noche fuimos mi amigo Mijangos y yo a rebozarnos el hígado, variante homologada de la barra libre, deporte en el que siempre ponemos mucho entusiasmo. Al final recalamos en el arrecife del Honky Tonk, un lugar proclive al aposentamiento de las meninges y a la meditación trascendental donde nuestra llegada no hace subir la media de edad más allá de unos dígitos y donde, además, la música no espanta. Hay también (todo hay que decirlo) una camarera jovencísima, guapísima y tatuadísima (aunque empeñada en emular al último mohicano) que se pasa las horas martirizándose el pelo frente al espejo, estirándose la piel de la nuca con veinte años de antelación para ensayar nuevas muecas de asco con las que recibir al personal. Llevamos tres sábados más o menos seguidos yendo y casi siempre aparece una morena alta y melenuda, tipo Cher, que a Mijangos no le gusta y a mí sí, pero que nos da menos bola que un petaco de la vieja escuela. En fin, que entre unas copas y otras, Mijangos y yo fuimos de la Ceca a la Meca repasando los siguientes melones:

-el canalillo de la camarera mohicana.
-el canalillo de Sofia Loren.
-el cine italiano, en general, y Mastroianni, en particular.
-la novela que Mijangos sigue escribiendo.
-la novela que sigo sin escribir.
-el coñazo de los cantautores, que nos ha jodido la infancia, la adolescencia y la vida.
-Cher, que parecía que me estaba mirando, pero no.
-la pertinencia absoluta de la cirugía estética.
-la relación inversamente proporcional entre la prietez de una camarera maciza y su habilidad para poner copas.
-el camarero negro, sonriente y paliza de Vacaciones en el mar.



Aquí nos detuvimos porque Vacaciones en el mar es uno de los mayores atentados que se han cometido jamás en la pequeña pantalla. ¿A quién se le ocurrió reunir semejante pandilla de retrasados mentales y convertirlos en una tripulación de salidorros que sólo pensaban en follar? ¿Se acuerdan? Primero estaba el capitán, un botarate de mierda, calvo y subnormal, que se pasaba el día cenando y era incapaz de llevar a buen puerto ni siquiera una palangana. Luego, el médico, un calzonazos con gafitas que recetaba aspirinas mientras gesticulaba con su húmeda cara de ginecólogo. Después el sobrecargo, un soplapollas subnormal que se dedicaba a organizar los juegos de los jubilados en cubierta y al que imaginábamos rescatando cadáveres de ancianos de la piscina para follárselos por la noche en los botes salvavidas. Por último, un camarero tío Tom con un piano inmaculado por dentadura que no follaba porque era negro, pero siempre te apuntaba con el dedo y siempre adivinaba qué cojones querías beber. Y para guinda una imbécil repelente, rubia y tonta de bote, que se pasaba todo el capítulo rascándose la entrepierna mientras repasaba una y otra vez una lista de pasajeros donde siempre sobraba o faltaba alguien.

Todos iban de blanco, como un anuncio de Ariel. Todos llevaban pantaloncitos cortos, hasta el capitán, como si empezaran cada capítulo haciendo la Primera Comunión. Y todos sonreían. Sonreían siempre, los muy gilipollas, pensando en los polvos que se iban a echar. Tripulantes y pasajeros. Médicos y pacientes. Cada capítulo era una turmix de tres historias en paralelo y en celo: una pareja de recién casados que tenía su primera bronca a bordo y luego se reconciliaban de puertas adentro del camarote taponándose mutuamente las fisuras anales; una vieja (o viejo) desahuciada/o que embarcaba con la esperanza de echarse un último casquete; y un divorciado rijoso (interpretado generalmente por el gordo calvorota de Con Ocho Basta) que paseaba berrendo perdido por cubierta, mostrando a las claras, en sus abultados e inmaculados pantaloncitos cortos, su frustración y su erección.

El gordo salido calvorota se llamaba Dick van Patten. El capitán alopécico era Gavin Mc Leod y se especializó en papeles de uniformado con síndrome de Down. El nombre del sobrecargo era Goffer, o algo así, y el actor quién sabe quién puñetas era, pero merecería acabar sus días en un gofre, rebozado de caramelo, por empalagoso y por mamón. El camarero, ni puta idea de cómo se llamaba pero, según Mijangos, el muy papanatas salía en un documental sobre los Panteras Negras proclamando que lo que había que hacer con los blancos era cortarnos el cuello a todos, sí justo antes de pasarse el resto de su penosa y afroamericana vida sirviendo mojitos y daiquirís bajo su espantoso peinado étnico. Tampoco recuerdo cómo se llamaba el puto barco, pero para el caso podía haber sido el Titanic, porque nunca habría mejor destino para semejante piara de tarados y panolis que un buen iceberg.

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jueves, 8 de mayo de 2008

El marxismo según Groucho

Si ha habido alguna vez un personaje a un puro pegado (aparte de Churchill, claro) ése es Groucho Marx, que lo llevaba casi siempre apagado, pero qué más daba. El puro de Groucho era mucho más que un simple artefacto cilíndrico relleno de tabaco: era una provocación, una insolencia, un eterno signo de exclamación ante las vergüenzas del mundo. Groucho se declaraba a las señoras millonarias con el puro puesto en la boca y luego lo cogía con una mano mientras cruzaba las piernas, se acariciaba la nuca y sonreía mientras sus ojos dulces y guasones bailaban al son de una música extraviada, aleteando en los cielos de la risa.



La inmensa mayoría de los cómicos son tipos tristes, trabajadores del humor a destajo, que nunca descansan en la dura tarea de forjar chistes. Para muchos de ellos, una sonrisa fuera de horas de trabajo supone una propina inadmisible. Groucho no, Groucho salía de las películas para habitar en ese mundo suyo, absurdo y descojonante, donde tres docenas de personas viven en un ropero y lo más parecido a una religión son las carreras de caballos.

Su lengua era casi tan rápida como su cabeza. Una vez, en un programa de televisión, entrevistó a una señora que presumía de tener más de veinte hijos y Groucho le preguntó cómo era posible. 'Es que quiero mucho a mi marido' respondió la amantísima madre. 'Señora', respondió Groucho, implacable y veloz, 'a mí también me gusta mucho mi puro y de vez en cuando me lo saco de la boca'.

Una vez, cuando ya era un anciano, recibió una carta de una niña: 'Por favor, no se muera usted nunca'. No le hizo caso, seguro que por joder. En su epitafio no figura la famosa frase (Perdone que no me levante) sino sólo su nombre, las fechas en las que, gracias a Dios, estuvo entre nosotros, y una estrella de David que subraya su herencia judaica. También pidió que arrojaran el 10% de sus cenizas sobre su agente.

Chico era un estafador, un tipo capaz de venderte tus propios pantalones mientras los llevabas puestos, y Harpo un ángel mudo, un querubín anarquista y salido que saludaba sus erecciones a bocinazos, pero Groucho era el filósofo de la desvergüenza y la alegría, la única versión posible del marxismo. Esta frase muestra la profundidad de su pensamiento: 'Puede parecer un idiota y actuar como un idiota, pero no se deje engañar. Es un idiota'.

(Publicado originalmente en el número de mayo de la revista La Boutique del fumador)

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martes, 6 de mayo de 2008

Babel en estéreo

La iniciativa de dar una misa políglota en 35 minutos parece sacada de un cruce entre un concurso para sabihondos y ese programa televisivo donde los contertulios tienen apenas un minuto para exponer sus argumentos antes de que el micrófono pegue gatillazo. El párroco Antonio Alzamora va a demostrar su don de lenguas con cánticos en alemán, inglés, italiano, latín y unas pinceladas en ruso. El periódico no especifica si incluirá también el catalán y el castellano, pero se supone.



Alzamora hubiese dado mucho juego como traductor para los arquitectos de la Torre de Babel aquel día aciago en que Jehová decidió confundir las lenguas y, de paso, proporcionar trabajo a un montón de futuros lingüistas, intérpretes y políticos nacionalistas sin otra idea en la cabeza que la matraca idiomática. Ignoro si la misa llevará también un complejo juego de subtítulos, como esas películas coreanas donde de repente aparece un detective hablando inglés y hay que colocar bandas de palabras alternativas: una para los nativos de Navalcarnero y otra para Carod-Rovira, que si no se cabrea. Hay que recordar que los chicos de Esquerra serán muy ateos, muy republicanos y muy suyos, pero ya en su día le pidieron al difunto Wojtyla que, cuando impartiera la bendición urbi et orbi no se olvidara el catalán.

Hasta hace unas décadas, la misa se daba de espaldas y en latín, que era la única lengua universal hasta que a Zamenhoff le dio por inventar el esperanto. Alzamora, en cambio, lo hará cara a cara y con la ayuda extra de unos cuantos guitarristas, pero yo creo que a quien debería pedir la música es a Román Piña, quien últimamente pare canciones protesta a la velocidad del sonido. A Piña no le costaría nada improvisar un par de letras en griego para darle un barniz más cultural al asunto y hacerlo todavía más divertido. Sólo que Piña canta con una lentitud perezosa y probablemente tendrían problemas de acople en los estribillos.

El lenguaje se inventó para que los hombres se entendieran hasta que llegó Jehová y decidió inaugurar la ONU, el cine subtitulado, el negocio de las academias de idiomas y los acentos regionales. Pero, para cumplir su promesa, el párroco de Santa Eulalia deberá hablar a una velocidad escalofriante, batiendo el record mundial de Michael Palin, el cómico de los Monty Python al que una vez invitaron a hacer la presentación de los Oscars y lo tuvieron que despedir porque con él la ceremonia acababa en diez minutos. No entiendo muy bien por qué tanta prisa, sobre todo teniendo en cuenta que, igual que otras actividades humanas (la conducción, el sexo o las operaciones a corazón abierto) la religión lleva su tiempo. A veces la velocidad no trae nada bueno y no sé si a algunos creyentes les hará gracia que la misa se acabe convirtiendo en una cadena de fast food, como si el milagro de la transustanciación fuese una hamburguesa.

(Publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares el 5 de mayo de 2008)

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sábado, 3 de mayo de 2008

Unos tíos muy serios

Este fin de semana tan patriótico estuve en Sevilla, haciendo como que firmaba ejemplares de Niños de tiza en varias casetas de la Feria del Libro, pero en realidad probando el fino, la manzanilla y todas las demás variantes frutales de la tierra. Me acompañaron Begoña Minguito, jefa de prensa de Algaida, David G. Panadero, alma pater de la Serie B y señor en cuya espalda puede proyectarse perfectamente una película en cinemascope, y José Luis Muñoz, colega de trinchera, con el que compartí una firma en la que casi nos rompemos la muñeca. No por firmar libros (el suyo se llama El mal absoluto, y supone un nuevo descenso a los infiernos del Holocausto), sino por practicar uno de nuestros deportes favoritos: el levantamiento de jarra.




Las experiencias en las ferias de ganado literario siempre suelen ser curiosas. Un señor leyó por encima de qué iba mi novela y se plantó durante diez minutos a darme la barrila sobre los juegos (generalmente penosos) que jugábamos entonces. Una señora se acercó y me preguntó cuánto costaba el último de Ruiz Zafón. Un chico al que le daba lástima mi soledad tras el mostrador, me preguntó si me quedaba algún ejemplar del Código Civil. Evidentemente, no sólo no tengo ninguna pinta de escritor sino que los diez años que fui librero en Altair siguen pesando sobre mi cara.

Lo mejor de todo, sin embargo, fueron las risas. Nos pasamos riendo casi un día entero. Begoña me había advertido: 'José Luis es un tío muy serio'. Claro, no como yo, que ni parezco escritor ni parezco nada. Como jefa de prensa, Begoña es muy buena, pero como psicóloga, la verdad, no tiene precio. A mí me gusta la gente que se ríe no sólo con la cara, sino también con el cuello y, a ser posible, con el cuerpo y el alma. José Luis Muñoz es de los que se parten la caja, el pecho y el esternón. Por ejemplo, uno de los enigmas más extraños de Sevilla (tanto que José Luis y yo nos planteamos seriamente escribir una novela al alimón tipo Dan Brown) es que cualquier trayecto en taxi, de cualquier punto a cualquier punto de la ciudad, cuesta exactamente siete euros.

-¿Cuánto es, jefe?
-Siete euros.
-Claro, como siempre.
-Podíamos aprovechar y hacer un viajecito a Córdoba.

Una de las veces en que José Luis y yo nos hinchábamos a no firmar libros mientras batíamos nuestro record de alzada libre, una gitana se acercó para vendernos lotería.

-Compradme un décimo que os traigo la suerte, guapos -dijo.
-Somos altos y rubios, señora. No necesitamos suerte.

(Bueno, yo un poco sí, porque últimamente ligo menos que un gas noble.)

Las risas arreciaron cuando Panadero anunció a la hora de comer que él era abstemio, luego preguntó a la camarera si tenían Tri-Naranjus y, como le dijeron que no (igual que en el anuncio de La Casera) se metió tres cervezas entre pecho y espalda. Durante la comida, se fue pimplando copa tras copa de vino, mientras José Luis se iba haciendo lonchas en su silla. '¿Pero tú no eras abstemio?' Yo creo que fue un error de traducción. Lo que quería decir Panadero, gran erudito de la serie B, es: 'Yo no bebo... más que vino', una traducción libre del Drácula de Stoker. A la hora de las copas, eso sí, no pidió gin-tonic ni ron ni whisky, sino peppermint con batido de chocolate, petición que hizo que el camarero imitara sutilmente a José Luis, descojonándose de risa detrás de la barra. 'Creo que me queda una botella de peppermint por ahí, de los años sesenta' dijo entre espasmos. Cuando Panadero trajo el brebaje verde laboratorio a la mesa, yo recordé, ya nocturno y nostálgico, las gárgaras con Colgate.

En fin, la clásica experiencia literaria.

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