l Tropezando con melones - Blog de David Torres: abril 2008

David Torres, escritor, guionista y columnista

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miércoles, 30 de abril de 2008

Vivan las cadenas (comerciales)

La libertad es un concepto resbaladizo donde los haya y en su nombre se han forjado más cadenas que relojes. Los bolcheviques empezaron prometiendo la libertad a los siervos de los zares y luego convirtieron la URSS en el campo de prisioneros más poblado del globo. '¿Libertad para qué?' dijo Lenin con su sabiduría mayestática y su ironía chinesca. En realidad, es mucho más fácil prometer que dar trigo y como los trabajadores agrícolas, según la teoría marxista-leninista, les sobraban, pues decidieron eliminarnos por la vía rápida. Así, despejaron la histórica ecuación mediante hambrunas forzosas y ejecuciones en masa (en Ucrania, se calcula que unos cinco millones). Para evitar las desigualdades de clase, es mucho más fácil convertir a todos en pobres que acabar con la pobreza. Una cosa parecida ocurrió en los Estados Unidos al término de la Guerra Civil, cuando los esclavos negros que habían luchado por su libertad en el matadero de los campos de batalla, se encontraron con que tenían que volver a las cadenas si no eran capaces de mantenerse por sí mismos. 'Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien' decía Cernuda. Se refería al amor, pero bien se podía haber referido al comunismo. O al liberalismo, ya puestos.



(El paraíso según Lenin)


La supuesta liberalización de horarios propuesta desde la Comunidad de Madrid participa de ese sonriente optimismo común a todas las utopías. Claro, así el pobre empleaducho que no puede acudir a hacer sus compras entre semanas podrá dedicar el sacrosanto domingo a vestirse como un señor y rellenar de paso el capazo. Pero, ¿cuántos comercios lograrán mantener la competencia de horarios? ¿De verdad pueden los pequeños comerciantes abrir sus tiendas los domingos? ¿Y entonces cuándo descansan? ¿Queremos de verdad que Madrid se transforme toda ella en una de esas tiendas de chinos?

Como una vez, hace no demasiados años, también vestí un uniforme de recluso en unos grandes almacenes, sé lo que se siente al ser un esclavo a tiempo parcial sólo para distraer el ocio de un tipo que no sabe qué hacer un día libre sin chamuscar la tarjeta de crédito. Incluso creo que fui uno de los primeros afortunados que trabajó completo un primero de enero, por cortesía de los sindicatos y el gobierno de entonces (que no eran del PP, precisamente). Todos somos esclavos, delante o detrás del mostrador, de la barra o de la máquina de escribir, pero siempre nos quedará el consuelo de que llegue el domingo para sacudirnos los grilletes y salir a la calle. Salvo si el domingo no es más que otra extensión del lunes: una sucesión de escaparates y cajas registradoras esperando las monedas que nos transforman a todos de seres humanos en un triste rebaño de borregos de consumo. ¿Libertad para qué? Para comprar, Lenin.

(publicado en el suplemento M2 de El Mundo el 29 de abril de 2008)

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domingo, 27 de abril de 2008

Los preclaros silencios de Thelonious Monk

Una de las cosas más difíciles de aprender en la técnica narrativa es la administración de los silencios: saber cuándo callar es tan importante como saber cuándo seguir hablando. Lo que no se dice realza el témpano flotante de lo que se dice. ¿Qué espanto innombrable había al fondo de El pozo y el péndulo? ¿De qué diablos hablaba al final Kurtz? La elipsis brutal a la mitad de El mundo según Garp obliga al lector a rellenar con su imaginación el vacío antes de que las palabras dibujen el horror.

Los grandes músicos son maestros en el arte de sembrar silencios, de dejar en el cuerpo de una melodía los huecos exactos para crear la expectativa, el ansia y su resolución: Brahms, Bartok, Satie, Miles Davis. Aldous Huxley decía que lo que distinguía esencialmente a Mozart y a Wagner era que el discurso musical del segundo tejía un flujo musical ininterrumpido, interminable, agotador. No es verdad. Pocos silencios brillan en la historia de la música como los que respiran justo al inicio del Tristán. Y, en el preludio del Parsifal, tras la insolente llamada de los metales, conviven dos pausas formidables, una suspensión abismal donde parece detenerse el mundo.

Thelonious Monk, el arisco pianista negro, vapuleaba el teclado con el rigor de un sordomudo intentando encontrar el lenguaje perdido. Entraba fuera de compás, soltaba un par de hoscos acordes, como el que suelta un capazo de ladrillos sobre el piano, y de repente enhebraba una frase suavísima que se cortaba con un hachazo de blancas. Hasta que no encontró a Charles Rouse, el saxofonista que fue durante tantos años su escudero, Monk no forjó el cuarteto perfecto, la falange de cámara donde cobijar toda esa lluvia de corales y cuchillos, esa noche primitiva y delicada (Cortázar dixit) que era también su manera de hablar y no hablar.





Porque Monk, loco, vagabundo, profeta, tocado por una enfermedad mental tan extraña como su misma música, también hablaba a base de silencios. Hay gente que es así: elíptica. Hace algún tiempo conocí a una chica preciosa en una fiesta. Me las arreglé para entablar conversación con ella y pedí su teléfono, suponiendo que no me lo iba a dar. Contra todo pronóstico, me lo dio. La llamé, apañé una cita, la invité a cenar. Luego nos tomamos unas copas y la despedí de madrugada a la orilla de un taxi. Quedamos en que nos llamaríamos. Lo hice una semana después, me dijo que estaba leyendo el libro mío que le había regalado, que le gustaba mucho, pero que estaba muy ocupada y que mejor nos llamáramos más adelante. Lo hice. Una vez. No cogió el teléfono. Dos veces. Tampoco. Como, aparte de tonto, soy bastante obstinado, le dejé un mensaje que jamás contestó.

Me sentí como aquel periodista que, entrevistando a Thelonious Monk, se le ocurrió preguntarle si le gustaba la música clásica. Monk simplemente se quedó mirando al frente, con los labios juntos, casi silbando. El periodista carraspeó, nervioso, y le repitió la pregunta. Por toda respuesta, Monk se llevó el cigarrillo a sus labios y soltó una voluta de humo apelmazada y sinfónica. 'Perdone, señor Monk' dijo el periodista sin saber muy bien qué hacer, 'no sé si me ha entendido. Le preguntaba si le gusta la música clásica'. Monk se volvió al fin hacia su agente, que estaba allí, al lado, sentado en una silla, apoyó las manos en las rodillas, señaló al periodista con la cabeza y gruñó: 'Eh, Joe. Este tío está sordo'.

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jueves, 24 de abril de 2008

Niños de tiza

En mis novelas rara vez recurro a los recuerdos personales y si lo hago siempre llevo puestas varias máscaras. NIÑOS DE TIZA no es una excepción pero esconde en su interior, bajo el ropaje de una novela negra, muchos fragmentos de mi propia infancia. Salvo escasas excepciones, no soporto el género autobiográfico porque suele destilar un tufillo de suficiencia y engreímiento casi siempre disfrazado de humildad, que es la peor forma de suficiencia. Lo que más me interesaba en la escenografía de este libro era recuperar toda esa vida de barrio de los que crecimos a los finales de los 70, de quienes no tenemos recuerdo más verdadero de la muerte de Franco que tres días de vacaciones en el colegio. Para mí que todavía duran.



Los juegos callejeros, las chapas, la lima, la peonza, los canarios en jaulas, los polos caseros forman una arqueología de recuerdos perdidos para siempre. Entre las cosas que tal vez alguno de vosotros recuerde con esa mezcla de ternura y lástima que provocan los monstruos extinguidos y los juguetes exiliados, estaban los pollitos de colores. Helos aquí:

Pedrín es el amigo más antiguo del que guardo memoria. Fuimos juntos hasta séptimo de EGB, cuando su familia se cambió de barrio, y los dos vivimos esa separación como si fuese una agonía, una auténtica catástrofe. No he tenido, y probablemente no vuelva a tener jamás, una relación más íntima con nadie. Cuando no había colegio, quedábamos a las nueve en la calle y pasábamos juntos todo el santo día, jugando a las chapas, las canicas, la peonza o el bote, según tocase, y sólo nos interrumpía el bramido de nuestras madres a la hora de la comida, la merienda y la cena. Por lo general nos llevábamos una buena tunda de palos al volver a casa al anochecer, rendidos y felices, como amantes que no pueden ocultar su pasión: la ropa sucia, las manos desolladas, las uñas festoneadas de tierra, las rodillas cuajadas de costras y arañazos. Cuando uno de los dos tenía que ir al retrete, se aguantaba hasta que no podía más y entonces decía, apretando las piernas: 'Voy a cagar, macho'. Y el otro decía: 'Vale, yo también'. No podíamos perder ni un segundo de estar juntos.

Al lado de esa camaradería total y fastuosa, las demás relaciones de la vida -novias, amigos, esposas, familiares- resultan meras formalidades, trámites con los que pasar el rato. En la niñez el tiempo no existía: las mañanas eran infinitas y el sol rodaba por las tardes con la cadencia de una pelota. Quién iba a imaginar que, cuando nuestros caminos se separasen por culpa del puto empleo de su padre, no volveríamos a vernos hasta muchos años después, en una cola del paro, y ni siquiera acertáramos a saludarnos. Tal vez no tuvimos cojones o tal vez ambos sabíamos que todo lo vivido juntos no podía resarcirse con dos frases de compromiso y una palmada en la espalda.

Una tarde Pedrín logró convencer a su madre para que le comprara un pollito de colores. Los habíamos visto un día dentro de una caja de cartón, amontonados unos encima de otros, pintados de verde, rosa y azul, y ya no quisimos otra cosa. Mi madre me dijo que ni hablar, que aquello era una crueldad, que los sumergían en colorante nada más salir del cascarón y muchos morían o se quedaban ciegos. Después del primer remojón, la supervivencia del pollito dependía de su habilidad para alzarse sobre las cabezas de sus congéneres, chillando entre estrujones y apretones, hasta que el capricho de algún niño los rescataba del martirio. El vejete que los vendía -abrigo gris raído, bufanda anaranjada, boina- permanecía horas de pie en la acera, vigilando la caja de cartón, soplándose de vez en cuando las manos heladas y sumergiéndolas en el vocinglero y bullente plumaje, buscando el calor de los recién nacidos entre las manchas de mierda. Muchos pollos morían dentro de la caja, de hambre, de frío, picoteados o aplastados por las patas de sus compañeros, y más de una vez, ante el estupor del crío que apretaba un duro entre sus dedos, el viejo sacaba un cadáver rígido en lugar de una bola viva de plumas.

-Éste se ha dormido -decía, guardándose el despojo en el bolsillo del abrigo-. Espera, que te doy otro.

Pedrín eligió un pollito rosa que no paraba de temblar y que entrecerraba los ojos como si también fuera a dormirse para siempre. Lo alimentó con pan mojado en leche y lo guardó en una caja de zapatos que colocó al lado de la estufa. Tuvimos suerte y el bicho logró salir adelante; la mayoría de los pollitos apenas duraban unos días, casi todos acababan asfixiados por alguna reacción alérgica a la puñetera pintura.


-Habrá que buscarle un nombre -dije yo, mirando al pollo rosa que iba y venía, piando y cagándose por los cuatro rincones.

-Ya lo tiene -dijo Pedrín-. Se llama Pollo.

Poco antes de Navidades, Pollo perdió su plumón y cambió su bonito colorido rosa por una envoltura amarilla común y corriente. Pensábamos que alguien nos había dado el cambiazo y andábamos por ahí con un mosqueo tremendo. No sirvió de nada que mi padre nos explicara el proceso: los niños no pueden admitir que se esfume un arco iris. Después, cuando creció, Pollo fue perdiendo la poca gracia que le quedaba hasta transformarse en un vulgar proyecto de gallina doméstica. Lo que antaño había sido un pequeño milagro ahora apenas cabía en la caja de zapatos, se hacía difícil llevarlo de un lado a otro y ninguno de los dos quería limpiar las cagadas que iba depositando a su paso. El día en que dejamos de llamarlo por su nombre, pasó a engrosar las filas de los pollos anónimos, los pollos con minúscula que atiborran las granjas y aguardan desplumados tras un mostrador de cristal. Su familia estaba hasta los cojones. El pollo iba y venía por la casa con sus andares de cine mudo, siempre detrás de Pedrín, pero ya no le hacíamos ningún caso. Era sólo un estorbo, un juguete pasado de moda. Un día su madre le retorció el pescuezo y lo sirvió en pepitoria sin decirle nada a su hijo.

-Qué bueno está esto, mamá -comentó mi amigo, mojando pan en la salsa.

-¿Te gusta? -preguntó el bestia de su padre-. ¡Pues es tu puto pollo!

La madre le dio un codazo al padre, que se reía a carcajadas. Pedrín se echó a llorar y durante unos segundos estuvo a punto de vomitar la comida, pero luego me confesó que se acabó todo el plato.

-Qué bueno estaba, macho.

Básicamente, la infancia es un pollito de colores. El chavalín rollizo y gracioso que desemboca en un adolescente gordinflas y un par de gafas de culo de vaso; la guapa nena con trenzas que se resuelve en una niñata histérica con la cara picoteada de granos. El timo del pollito se va repitiendo a todo lo largo de la vida. Más tarde o más temprano uno termina por comprender que la existencia puede resumirse en una larga y enrevesada sucesión de estafas, que no ha hecho otra cosa más que acumular pollitos de colores: un matrimonio fallido; una novia muy guapa que resulta un pendón; un trabajo cojonudo que a los tres meses se convierte en una condena a galeras; un cinturón de campeón de Europa de los medios que acaba colgado en una pared del salón, junto a aquel diploma de tercero con el que mi padre daba el coñazo a las visitas. Al final lo único que queda de cualquier milagro es un jodido pollo amarillento que se va cagando por todas las habitaciones, un pajarraco ridículo que ni siquiera sabe volar y que sólo sirve para la cazuela.

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lunes, 21 de abril de 2008

El Quijote y la Biblia

El 23 de abril, efeméride donde tramposamente hacemos converger las fechas de defunción de Cervantes y Shakespeare, en algunas ciudades de España se sustituye con el Quijote la lectura pública de la Biblia, probablemente el best-seller más vendido de todos los tiempos. Resulta una operación en cierto modo paradójica y hasta antagónica, porque no se pueden concebir dos libros más distintos: la Biblia es la epopeya de un pueblo en lucha con su dios invisible, transfigurado en nubes, tempestades y zarzas ardientes. El Quijote es la historia de un hombre en lucha contra su propia biografía, su propia memoria y su propia realidad. La Biblia es un libro escrito por Dios, que es lo mismo que decir, escrito por muchas manos y amanuenses distintos a lo largo de los siglos. El Quijote es un libro escrito por un pobre hombre enfermo y viejo en el transcurso de unos pocos años, los que pusieron fin a su humilde existencia. En la Biblia se suceden las batallas, las plagas, los castigos, los mandatos, las ejecuciones y las muertes. En el Quijote hay una sola muerte, si acaso dos, y los ejércitos y muchedumbres son imaginarios, fantasías de un viejo loco que juega a ser niño. La Biblia (no soy el primero que lo digo) es un texto terrible, la madre de todos los decálogos, una exhortación sostenida de la violencia y del racismo. El Dios de la Biblia no tiene nombre ni rostro: 'Yo soy el que soy', le dice a Job después de arrebatarle una a una sus posesiones, su salud, su mujer y sus hijos, para esconderse después en un enigmático remolino de polvo. El Dios del Quijote tampoco existe, tampoco aparece por ningún lado, pero sí tiene rostro, un bello rostro de mujer, y nombre: Dulcinea del Toboso. Cuando Sancho le dice al Quijote que Dulcinea no existe, como un agnóstico empeñado en la refutación de un dogma, y que, caso de existir, se trata sólo de una campesina gorda y fea, el Quijote le responde con la que es, para Carlos Fuentes, la definición del amor más hermosa de toda la literatura: 'Dulcinea es tal y como yo quiero que sea y, para mí, la más bella mujer sobre la faz de la tierra'. Cito de memoria y muy probablemente estoy ultrajando el texto, pero ése es otro de los privilegios de estos dos grandes libros: las frases almacenadas en el recuerdo, bajo el epígrafe de capítulos y versículos. La Biblia es un texto sagrado, irrefutable; en su nombre se han matado más hombres y se ha derramado más sangre que por cualquier reino terrestre. Del Quijote, en cambio, puede decir uno lo que quiera y cuando quiera, porque su única bandera es, como apuntaba Rosales, la libertad: libertad de pensamiento, palabra y obra. La Biblia está llena de miedo, de ceños iracundos y de arrebatos coléricos; el Quijote está traspasado de risas, de delirios, de bromas pesadas y también de una suave tristeza. Déjenme decirlo de una vez: el Quijote está lleno de vida; la Biblia, de muerte.







Curioso que la gran mayoría de los libros religiosos sean apologías de la guerra: lo son el Bhagavad Gita y el Mahabharata, libros sagrados de la India; lo es el Kalevala, la epopeya nacional finlandesa; lo es la Ilíada, que narra el episodio más famoso de la guerra de Troya y quizá el libro más bello del mundo. No hay pueblo que, al fundar una mitología o al construir a sus dioses, no los haya amasado con sangre.


Uno de los escritores cristianos más altos que haya dado el mundo (me refiero a Dostoievski) dijo una vez que si el hombre comparecía ante Dios y Dios le enseñaba desde su trono todas las matanzas, las injusticias, las miserias con las que la humanidad había llenado el mundo, y le preguntara: '¿Qué hábeis hecho aparte de esto? ¿No merecéis arder para siempre en el infierno?' A ese hombre -decía Dostoievski- le bastaría una sola cosa para salvarse: un ejemplar del Quijote.

(Todo esto para decirles que el miércoles 23 de abril, por razones de fuerza mayor, a eso de las seis y media de la tarde, estaré en el Corte Inglés de Pozuelo, firmando libros, si hay suerte).

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sábado, 19 de abril de 2008

Coixet y Berlusconi: paridad cerebral

No hay nada más parecido a un tonto de derechas que un tonto de izquierdas. No hay nada más parecido a un melón que una sandía. Las gilipolleces que han soltado esta semana estos dos ninots de referencia son de traca. Uno está promocionando su gobierno; la otra, su película. No sabemos qué da más pena.






LA IGUALDAD

Se ha descubierto una correlación entre los niveles de testosterona y las jugadas afortunadas en la Bolsa. Si esto, además de científico, fuera cierto, supondría un grave varapalo a la teoría de la igualdad en general y a la remodelación del gobierno socialista en general. Todas las nuevas ministras tendrían que inyectarse hormonas para volver a igualar las apuestas. Además, les cambiaría la voz, les saldrían bíceps en las mandíbulas y Bono tendría que habilitar una sala de musculación al lado del Congreso. Menos mal que sabemos que estas chorradas estadísticas sólo valen para que algunos laboratorios universitarios no los cierren y en su lugar instalen una bolera.

Berlusconi no es que sea un científico precisamente pero, siguiendo la línea tradicional de supremacía masculina, ha comentado que el gobierno de Zapatero es 'demasiado rosa'. En su gobierno, en cambio, son todos muy machos. Por eso mismo, el pueblo italiano ha decidido encomendarle un tercer mandato, porque no hay dos sin tres, y también porque saben que, detrás de su sonrisa de poliuretano, Berlusconi conjuga a Mastroianni con Totó, es decir, un conquistador irresistible para las mujeres y un cómico devorador de spaghetti. Berlusconi dijo hace poco que 'las mujeres de la izquierda son feas' y este pensamiento tan profundo brotó en su caletre a pesar de que el suyo no es el sexo débil.

En el otro extremo de la tabla periódica se encuentra Isabel Coixet, quien declaró ayer mismo que 'cuando los hombres van, yo ya he ido y vuelto diez veces'. Diez veces por lo menos. Será por eso que cuando cocinó su película Mi vida sin mí no sólo sacó el título de un manual de ortografía escolar sino que plagió el argumento de un episodio de los Simpson. En su película, la protagonista, enferma terminal, decide hacer una lista de los diez deseos que le quedan por cumplir, igual que Homer Simpson un día que va a un restaurante japonés y se tapiña un fugu. Da pena comprobar que Coixet fue y volvió diez veces sobre el mismo camino que un personaje machista y elemental ya había trazado años antes, pero quizá la diferencia radique en que Homer, gracias a Dios, no lleva gafas de pasta de colorines.

Al igual que Berlusconi, Coixet se da golpes de pecho con la lista de sus amantes, empezando por un profesor de la Facultad al que se merendó cuando acababa de estrenar la mayoría de edad, y con quien, de paso, hace un repaso de la mentalidad del macho en decadencia digno del doctor Rosado. Coixet y Berlusconi son tal para cual: lástima que no compartan las mismas ideas políticas porque juntos podrían formar un gobierno de coalición o una pareja de moda, al estilo de Sarkozy y la Bruni, sólo que con las alturas físicas y mentales más igualadas. Va a ser verdad eso de que los extremos se tocan.


(publicado en El Mundo el 16 de abril de 2008)

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martes, 15 de abril de 2008

España, qué melonar

'España... qué melonar' dijo Juan Ramón Jiménez. No le faltaba razón al hombre. Es el único país del mundo, que yo sepa, donde la autoridad se inmiscuye en asuntos filológicos, tocándole las narices a los comerciantes con los rótulos de sus tiendas o a los niños con el idioma que se les ocurre hablar en el recreo. Desde el verano de 2003 escribo para la edición balear de El Mundo y casi siempre me encuentro algún melón político con el que probar el cuchillo. Ayer, lunes, tocó una sandía. O sandia, que, cuando es tonta, admite los dos modos.





INMERSIÓN, INMERSIÓN

Hace muchos años que la inmersión lingüística en las Baleares ha ocupado la categoría de reclutamiento forzoso. Así que no se entiende muy bien a qué viene rasgarse las vestiduras por qué en el colegio de Santa Eugenia estén llevando a la práctica las directrices impuestas desde el catalanismo. Los padres no son libres de elegir la lengua en la que serán educados sus hijos. Los padres no son libres, los chavales tampoco. Lo ha dicho así de clarito Bàrbara Galmés, bárbara como ella sola, consellera de Educación. De Heducación con hache, supongo.

Como bien indica su nombre, Galmés se siente extranjera en Baleares, y por eso tiene que ser más papista que el Papa. Es una prerrogativa de todos los políticos totalitarios que acceden al poder desde las afueras. Hitler, en realidad, era austriaco; Stalin georgiano; Galmés, castellano parlante. Lo peor de cada casa. De manera que esta pobre mujer debe compensar sus años de ceguera, sus deficiencias de pronunciación, con fanatismo religioso y celo maníaco en el cumplimiento del deber. Todo por el bien de la sociedad y de sus complejos de retrasada cultural.

Resulta que en el recreo algunos niños hablaban en inglés, otros en alemán, otros en castellano, fíjate tú qué cosas. Esta variedad, que en cualquier otro lugar habitado por el homo sapiens sería contemplado como una ocasión inmejorable para que los chavales practiquen otros idiomas, aquí se ve como un peligro terrible para la implantación por collons del catalán en las islas. ¿Pero no habíamos quedado en que la proliferación de idiomas y dialectos en un mismo país era un síntoma de riqueza? Depende cuál, que diría Cela.

Los chavales ya no sólo estudian en catalán: deben divertirse, desayunar, comer, cenar y dormir en catalán. El catalán va a ser insuflado hasta en sus sueños, como a través de una bomba de bicicleta, gracias a la vigilancia del profesorado-policía y la eficacia de los comisarios políticos de turno. Para eso está ahí la Bàrbara, demostrando, a pesar de su acento lamentable, que ella es catalana de toda la vida. Igual que el funcionario nazi que, a pesar de su sangre judía, disfrazaba su condición de enemigo del Reich con el planchado impecable de su uniforme y la denuncia implacable de sus congéneres.

Hace tiempo que la inmersión lingüística en Baleares dejó de ser un simple bautismo para convertirse en una llamada a filas, insoslayable en estos tiempos revueltos en que la patria peligra. Abajo periscopio. A fuerza de inmersiones, la sociedad balear vive en un submarino en medio del Mediterráneo, entre sirenas de alarma y ejercicios de adiestramiento idiomático, en medio de una guerra inexistente. Un submarino nazi comandado por comandantes chiflados y paranoicos, a mil metros de profundidad de la superficie y mucho más lejos aún del sentido común, de la luz del sol y de la marcha tranquila de la Historia. Un submarino sordo, bobo y ciego.


(publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares el 14 de abril de 2008)

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domingo, 13 de abril de 2008

Bill Naughton: Alfie

Hace unos días cayó en mis manos Alfie, de Bill Naughton, en una vetusta y entrañable edición de Bruguera, marcada a fuego en la contraportada con 40 pesetas. La novela obtuvo un éxito resonante en Inglaterra y logró una rápida adaptación al cine que supuso la confirmación definitiva de ese extraordinario actor llamdo Michael Caine. Básicamente, tanto el libro como la película narran en primera persona las aventuras sexuales de un ligón sin escrúpulos que va trotando de cama en cama y que no tiene el menor empacho en tratar a las mujeres como ganado erótico.



El libro, pero más aun la película, fueron vendidos en clave de comedia. En parte, no les faltaba razón porque Alfie tiene pasajes divertidísimos. Las ocurrencias de este Casanova contemporáneo, ubicado en el Londres de mediados de los sesenta, componen todo un muestrario de críticas y observaciones sociales envueltas en un asombroso recital de cinismo.

Naughton se mete en territorios poco transitados por la novela con un escalpelo mojado en humor británico y suele salir más que airoso. Por ejemplo, al principio del libro, Alfie está en el coche con una chica. Acaban de terminar un acoplamiento amoroso pero la mujer vuelve a echarse en sus brazos. Gracias a la brillante prosa de Naughton, Alfie (que nunca deja de ronronear mentalmente, como un filósofo epicúreo a ras de piel) sortea con elegancia la incomodidad de la postura y la amenazadora sombra del gatillazo:

'No es que me preocupasen mis articulaciones sino la chaqueta. No quería que se me estropeara. Ya sé que debería habérmela quitado, pero era demasiado tarde. Desembrague usted en un momento así y comprobará que puede estropearse todo lastimosamente, si es una persona sensible como soy yo. Ella inició su actuación. Debo decir que tiene un hermoso busto. Nunca he conocido otra con semejante teclado, o como quiera usted llamarlo. Eso por hablar de prominencias y no de canales... Es como el túnel de Rotherhithe. Esta chica es Jayne Mansfield en la superfice y Mick McManus en el interior'.

Con todo, la novela (y también la película) juega un partido de tenis a cuatro manos en un extraordinario contrapunto temático. Aunque era muy fácil que siguiera esa dirección, Alfie no es un simple colección de encuentros amorosos contados por un canalla sin escrúpulos. Alfie tiene un hijo pero renuncia a él porque no quiere ver su libertad coartada por el matrimonio. Pasado el ecuador de la novela, la sonrisa de decanta definitivamente hacia el humor negro. En muy pocos libros puede encontrarse un pasaje como éste, donde el protagonista reflexiona con su sinceridad brutal sobre el tema de la paternidad imposible:

'Es muy rara la sensación que produce contemplar por primera vez la cara arrugada y rojiza de un bebé de quien te están diciendo que eres el padre. Experimentas una sensación curiosa, igual que si hubieras vuelto una esquina y te encontrases de pronto ante una banda militar'.

La escena del aborto, sórdida hasta en sus más mínimos detalles, probablemente no tiene parangón en la literatura contemporánea. Al final queda un regusto amargo, penoso, inolvidable, donde la soledad esencial del donjuan entona con tristeza su penúltimo canto del cisne.

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viernes, 11 de abril de 2008

Gordos del mundo, uníos

Ante las masivas muestras de escepticismo acerca de la gordura cuántica expuesta en la entrada anterior, aquí está la prueba definitiva. Fue obtenida en el acelerador de partículas de la universidad de Heidelberg. La partícula que avanza por el corredor central soy yo y puede verse cómo el efecto de la teoría de la relatividad de Einstein cumple a la perfección el axioma inspirado en una jarcha del siglo IX:






'Flaca me era yo,
diome el sol
y ya soy obesa'


Entre las partículas del fondo puede verse a los imputados Urceloy y Muñoz, a mi amigo Javier Ortega, y a Rafael Reig antes de que intentara disimular los michelines detrás de una capa de neutrones con forma de bigote

A continuación reproduzco un documento (publicado en El Mundo en verano de 2007) con las consecuencias insoslayables de la teoría:

GORDOS DEL MUNDO, UNÍOS


Un alcalde de un pueblo italiano ha decidido fomentar la delgadez: 50 euros por cada 3 kilos perdidos en un mes, más otras primas jugosas para quienes logren mantener la figura. Gianluca Buonanno se mete en camisa de once varas porque cabe y porque las arcas de su municipio deben de estar a rebosar y el hombre no sabe qué hacer con el dinero.

En Italia y en España hemos pasado directamente de la desnutrición a la lorza, de la sopa con cáscaras de naranja al chuletón en vena. Ha sido un cambio demasiado brusco. En la infancia nuestros padres se morían de hambre y en la vejez se mueren de colesterol. Antes ayunaban por la Iglesia y ahora por la Seguridad Social, lo cual es un signo de progreso. Da igual que los médicos les digan que es por su salud, cuando han tardado casi medio siglo en comprender que la salud consiste en cambiar cada año de talla de pantalones.

Muchos de estos gordos felices que en verano vienen a lucir michelines, varados en las playas españolas, tienen los días contados. Ya no es cuestión de que les digan en un consultorio que tienen que ponerse a régimen para adelgazar. Alguien que ha pasado cuarenta años a dieta de lentejas, hostias consagradas y NODO, sabe muy bien que lo de Franco sí que era un régimen. Siguiendo estos sanos principios, el Estado moderno también se preocupa por nuestro bien, por nuestra dieta y por nuestro desarrollo familiar y pulmonar. Nos dan una prima por cada recién nacido, como en los tiempos de Mussolini, nos prohíben fumar, nos aconsejan que dejemos el vino. Quizá alguien piense que el Estado debería ocuparse de cosas más básicas, como, por ejemplo, que los trenes lleguen a su hora o que haya luz cuando hemos pagado el recibo. Pero la Iglesia tradicional y el socialismo de pandereta de Zapatero están echando un pulso por hacerse con un ámbito cada vez mayor de influencia dentro, no sólo de nuestra conciencia sino también de nuestras mandíbulas, nuestro cinturón y nuestra bragueta. Follar no, reproducirse sí.

Buonanno ha inaugurado el tiro al gordo. Hoy son primas, mañana serán multas por traspasar el nivel de grasas. Pronto comer en exceso, fumar en público y beber en porrón serán delitos castigados por la ley. Con un poco de suerte, los buenos restaurantes serán considerados casas de lenocinio y Viridiana tendrá que anunciarse en las páginas de contactos. Los gordos de vocación lo estamos deseando porque un plato de jamón, lo mismo que una señora desnuda, se disfruta más en la penumbra, en el secreto. Siempre he pensado que la vitola de un puro tiene el brillo del pecado, el prestigio de una liga en el muslo.

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jueves, 10 de abril de 2008

No estoy gordo: estoy cerca

Hace unos cuantos días, un ente temerario pedía una foto mía en bañador, como si no le bastara la que adorna la esquina izquierda de este blog. No voy a hacerlo por dos razones: primero, porque no tengo cámara en cinemascope y segundo, porque el niño adorable que se abalanzaba sobre el melón hace mucho que dejó de existir. Es decir, puede que aún exista pero lo hace subsumido en el señor de la derecha, ese tipo irresponsable que aparece ahí con un puro en la boca, pregonando el vicio del tabaco, mientras que el melón ha pasado a formar parte del resto de la estructura orgánica.







Con los años, el cuerpo se vuelve un déspota hitleriano, se extiende en busca de nuevas fronteras, como si fuera un Star Trek hecho básicamente de tocino. La teoría del espacio vital encuentra fervorosos adeptos en los michelines y las lorzas hasta que llega un día en que no puedes encajar a gusto los sobacos. Es entonces cuando decides ir a la piscina para comprobar por tu propio peso el principio de Arquímedes. El primer día que fui, yo salpiqué a Arquímedes. Pero otro día contaré mis aventuras y desdichas en el líquido elemento, cuando me pongo el bañador para liberar a Willy. Ese Willy que llevo dentro.

Ser gordo es como ser español: una unidad de destino en lo universal. A veces, igual que mis amigos Alvaro Muñoz Robledano o Jesús Urceloy, dos unidades. Pero hay que reflexionar seriamente sobre todas esas tonterías del adelgazamiento y la salud. Había un anuncio idiota que pregonaba una especie de chorrada zen que venía a decir: no pesan los años, pesan los kilos. Y una mierda. Los años pesan. Pesan, pasan, pisan, posan, ¿por qué no pusan los años? Cada vuelta alrededor de sol se va enrollando en la cintura con una cósmica ristra de morcillas. Vuelta a vuelta, al final caes en la cuenta de que te has convertido en uno de esos tocones donde se acumulan los anillos concéntricos y que todo tu pasado te rodea como un grasiento sistema solar donde lentamente giran la tarta de la boda de tu hermano, la cena de Viridiana y, allá a lo lejos, cerca del sol infantil, los bocatas del recreo y los donuts de chocolate.



Hace poco le decía a una amiga: 'No estoy gordo: estoy cerca'. Es una aplicación de la teoría de la relatividad de Einstein. A los que vivimos no en una película X sino en una película XXL, nos ha venido de perlas la invención de la pantalla de plasma, porque allí los actores se expanden. No estamos gordos, qué va. Estamos en 16:9. Y creciendo.

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miércoles, 9 de abril de 2008

Las fotos que nunca llegaron

Hay otras ciudades pero están en ésta. Hay gentes que viven a salto de mata, debajo de la piel de las calles que recorremos todos los días. Por ejemplo, Ousseuynou, un guineano de nombre casi impronunciable que va llamando a las puertas de las casas de Alpedrete por si algún vecino necesitara una chapuza de urgencia: un pintor de brocha gorda, un jardinero a deshoras, lo que sea. Ousseuynou ha viajado a lo largo y lo ancho de España. Un día se retrató en la playa, haciendo windsurf; otro día se hizo una foto en Bilbao, frente a los muros medio derretidos del Guggenheim. Al dorso de esas fotos siempre escribe lo mismo: 'Mamá, me acuerdo mucho de ti', pero Ousseynou no tiene dinero para enviar las fotos. Entre hermanos y hermanastros, a Ousseynou lo esperan en Guinea-Conakry cincuenta parientes hambrientos. Parece una novela. Parece una película italiana rellena de extras. Hay vidas, hay hombres que parecen personajes de novela, tal vez por la misma razón que hay personajes de novela que parece que están vivos.




Pero Ousseuynou no está en medio de una novela, sino en Madrid, una ciudad que a veces también se torna áspera y sorda, que a veces respira con las branquias del pasado para formar un presidio con sus muros. Ousseuynou es negro, pero más que una novela negra, habita en una de esas novelas realistas de los años 50, esas tristes cochiqueras donde el hambre, el frío y el impudor van mordisqueando las páginas. Para el caso, Ousseuynou podría estar en mitad de La colmena, uno más de los cientos de figurantes que sueñan y malviven cada día sin esperanza. Yo he leído su historia en un reportaje terrible de Pedro Simón, ayer, en este mismo periódico, pero parece que lo hubiera leído en un fragmento de Cela, uno de esos laboriosos párrafos donde, en vez de un pobre gitanillo, saliera un negro perdido en mitad de la Gran Vía, un negro que va de puerta en puerta, mendigando un oficio, y al que, allá en su tierra, lo esperan cincuenta hermanos famélicos.


La madre de Ousseuynou nunca va a ver las fotos del hijo emigrante, del hijo que se fue para dar el salto a Europa. La acaban de enterrar en Conakry y la familia no sabe cómo pagar la factura del hospital. Quinientos euros. Quinientos euros nada menos, hermano. Quizá sea mucho dinero, allá en Conakry, pero en Madrid eso no da para un argumento de novela. ¿Es que no hay ningún organismo público, ninguna oficina de la Comunidad, ninguna ONG, oficial o extraoficial, que se ocupe de estas miserias? ¿Cuántas novelas como la de Ousseuynou aguardan en las calles de Madrid a que se resuelva la trama de su vida, a que la administración pase página? ¿Cuántas fotos firmadas aguardan en el exilio de un cajón por el precio de un sello y un poco de saliva?



(publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 7 de abril de 2008)

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lunes, 7 de abril de 2008

Alberto Moravia: Los indiferentes

Al pasar la última página de Los indiferentes, en una vieja edición de Círculo de Lectores, me entero con estupor que Moravia tenía poco más de 20 años cuando publicó el libro. Es extremadamente raro encontrar un novelista menor de 25 años que escriba una obra maestra. Hasta que me encontré con esta joya, mi record personal lo ostentaba John Barth, que escribió su extraordinario debut, La ópera flotante, más o menos con esa edad. Pero el caso de Moravia es aun más excepcional porque la novela, publicada en 1929, se adelanta en más de una década a los grandes textos del existencialismo francés: La náusea o El extranjero. Y no sólo se adelanta en cuanto a la fecha, sino también en cuanto a la hondura moral, la complejidad formal y la penetración psicológica. El ambiente sórdido de la burguesía italiana y el dibujo perfecto de esos cuatro o cinco personajes que forman la trama revelan tal conocimiento de la vida que, sencillamente, parece inalcanzable para un veinteañero. Ha habido grandes poetas adolescentes (Rimbaud o Claudio Rodríguez, sin ir más lejos), grandes músicos y grandes ajedrecistas, pero yo siempre he pensado que el arte de la novela tiene mucho que ver con la experiencia vital.

Los indiferentes es una novela tan perfecta, conmovedora e intensa que me vinieron a la cabeza las palabras que el Dr. Max Euwe, campeón mundial de ajedrez, escribió acerca de la partida entre Donald Byrne y un niñito llamado Bobby Fischer, probablemente la partida más brillante del siglo XX: 'No sucede todos los días que un escolar de 13 años supere francamente en la combinación a uno de los mejores jugadores de América. Las combinaciones de Fischer no son particularmente profundas, mas tampoco evidentes. Las negras escogen siempre la continuación más bella y enérgica, y de este modo consiguen plenamente que todo el juego se siga con agrado'.


Algo parecido ocurre con esta novela. La trama parece sacada de una comedia de enredo: Leo, un tipo sin escrúpulos, mantiene relaciones desde hace tiempo con una viuda, María Engracia, al tiempo que maniobra para hacerse con su casa y dejarla en la ruina a ella y a su familia. Leo también planea acostarse con la hija, Carlota, una joven atractiva e inocente, mientras el hermano, Miguel, asiste a todas esas maniobras poseído por una abulia esencial y metafísica.


Parece que ya hemos leído este mismo argumento en muchas novelas del XIX, pero la originalidad de Moravia consiste en la sinceridad y la valentía con las que bucea bajo la capa de convenciones sociales para extraer, como un fango, el tedio esencial de la vida contemporánea. Unos años después, Mersault, el protagonista de El extranjero, mata a un árabe porque se aburre, pero el Miguel de Moravia ya había anticipado esa indiferencia absoluta en la que la vida apenas tiene fuerza para sostener una máscara.


La novela de Camus es justamente famosa, pero muy pocos han leído a Moravia. Sucede que los franceses siempre han sido maestros en el arte de la propaganda. Para que se hagan una idea de la potencia de fuego de este libro, he escogido este pequeño fragmento:

'Se sentaron los tres en el frío comedor, alrededor de la mesa excesivamente grande. Comieron sin mirarse, con movimientos helados, deferentes, sacerdotales, como si celebraran un rito. No hablaban. Aquel silencio, apenas interrumpido por el ruido de las cucharas en los platos, en la deslumbradora luz del día que se reflejaba sobre el blanco mantel y que recordaba el espeluznante ruido del instrumental del cirujano durante las operaciones; aquel silencio glacial privado de intimidad fastidiaba a la madre sociable y locuaz'.


El mantel blanco como una camilla y el ruido de las cucharas imitando a los bisturíes. Ésos son los detalles que delatan al novelista de raza, ésas son las marcas de agua de una novela verdaderamente grande.

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domingo, 6 de abril de 2008

Charlton Heston en la tierra prometida

Ha muerto Charlton Heston y hoy un montón de imbéciles habrán reproducido sus palabras para hacer el chistecito fúnebre: 'Ya podemos quitarle el rifle de las manos'. Muy pocos habrán recordado al hombre que se paseó en las manifestaciones y marchas a favor de los derechos civiles, cuando en los sesenta, en los Estados Unidos, entre las manchas de sangre de Kennedy y de King, ese acto tenía mucho más valor que el de entrar en la casa de un pobre anciano con alzheimer y obligarle a decir cuatro tonterías sobre las armas. Pero, por desgracia, la mayoría va a recordar a Heston por su actuación, involuntaria y patética, en Bowling for Columbine.


Charlton Heston

'A ver quién tiene cojones'


Recordar a uno de los grandes del cine porque un gordo de mierda abusara de su credulidad y sus tontunas de viejo chocho en un documental sobrevalorado es una obscenidad. Es como recordar a John Ford por su costumbre de babear sobre un pañuelo y orinar en público; a Ava Gardner porque se meó, borracha perdida, en las alfombras del Ritz; a Borges porque piropeó a Videla; a Wagner porque coleccionaba batines de seda. Sábato escribió una vez: 'Puedes reírte de un tipo que ha subido a la cumbre del Everest porque no sabe manejar los cubiertos en la mesa, pero ten en cuenta que lo que está en juego ahí es la cumbre del Everest'.

Yo prefiero recordarlo como el último hombre vivo, el único superviviente humano en un planeta maldito que acaba arrastrándose por la orilla del mar, frente a una ciudad despedazada, mientras maldice las guerras y las armas. Prefiero recordarlo como el policía obstinado que da cobijo a un desventurado y anciano Edward G. Robinson en un Nueva York superpoblado donde la gente se alimenta de unas tabletas llamadas Soylent Green cuya composición es el secreto definitivo de la raza humana.

De acuerdo, Charlton Heston, Chuck para los amigos, no era un gran actor. No lo era en el sentido en que valoramos a los actores hoy. Con ese rasero, ni John Wayne, ni Clark Gable, ni Marilyn Monroe, ni Humprey Bogart, eran grandes actores. Como ellos, como todos los grandes iconos del cine clásico, Heston era menos y más que un actor: era un tótem viviente, un lienzo ardiente de ojos esforzados y grandes mandíbulas, una estatua en carne y hueso. Cecil B. De Mille lo fotografió junto al Moisés de Miguel Ángel para demostrar de una vez por todas el parecido de aquella joven estrella con el patriarca bíblico. Con el tiempo, Heston llegaría a incorporar al mismísimo Miguel Ángel en lucha contra la Capilla Sixtina y contra un malévolo papa guerrero, Julio II, encarnado nada menos que por Rex Harrison.

En Horizontes de grandeza, uno de los westerns por excelencia, se peleó toda una noche a hostia limpia contra Gregory Peck y todavía resuena en mi cabeza, revestida del doblaje viril de entonces, su voz mientras se limpiaba la sangre de la boca: 'He de reconocer que tarda usted un infierno en despedirse, señor'. En Sed de mal, se enteró de que Orson Welles sólo estaba contratado como intérprete y removió cielo y tierra para que el gran mago desterrado pudiera hacer su última gran película en Hollywood. En 55 días en Pekín intentó en vano que el productor Samuel Bronston no quemara los magníficos decorados españoles en la traca final de la película, que se los vendiera de saldo para que Orson Welles pudiera usarlas en una película. '¿Qué película?' preguntó el mercachifle. 'Qué más da' respondió Chuck. 'Es Orson'.

En la fiesta de fin de rodaje, Heston salió a la calle y vio a Ava Gardner borracha, toreando coches con su chal en la Castellana. Esa anécdota fue el germen de un relato mío donde un matador fracasado acaba toreando el tráfico en la Glorieta de Atocha. Pero no pude igualar la grandeza de Heston en la última anotación de ese día, mientras veía la belleza inmortal de Ava bajo la luz fugaz de los faros: 'Triste, triste dama'.

Era un caballero de la cabeza a los pies, un hombre de otra época, un auriga invencible al que la enfermedad mordisqueó los últimos años, como una estatua rota a orillas del mar, sin alterar ni un ápice de su gloria.

Las aguas se han abierto, Chuck. Al otro lado espera la tierra prometida.

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viernes, 4 de abril de 2008

Bendito Benny Hill

Ayer, mientras tomábamos la tercera copa, mi amigo José María Mijangos y yo nos acordamos una vez más de Benny Hill. Mijangos es novelista, como yo, lo cual quiere decir que su cerebro funciona como la mesa de disección de Lautréamont, una especie de vertedero mental donde al lado de unas páginas de Anthony Burgess aparecen una canción de los Police o los labios de Nadiuska. Una noche, al cabo de cinco copas, repasamos nuestro itinerario cultural que aquella velada venturosa había sido más o menos como sigue:

-la novela que él está escribiendo.
-la novela que yo no estoy escribiendo.
-su vecina, la portuguesa, que gasta bigote.
-el bigote de José Luis López Vázquez.
-las tetas de Milena Velba.
-un libro de cuentos de Daniel Sueiro (escritor lamentablemente olvidado) que lleva el increíble título de El cuidado de las manos.
-las tetas de Nadine Jensen.
-cierto editor cabrón.
-el show de Benny Hill.



Ahí nos detuvimos, porque el show de Benny Hill es uno de esos regalos totales que amueblaron nuestra infancia. Bastaba ver aparecer esto en la televisión,











subrayado bajo unos inquietantes y relojeros acordes de metal para saber que nos esperaban treinta minutos de carcajadas y felicidad absoluta. Sí, ya sé que van a decirme que el humor de Benny Hill es zafio, facilón y machista, pero no sólo creó algunos de los mejores gags visuales que recuerdo, sino que sus feroces retratos del matrimonio, de la aristocracia británica o de la clase obrera inglesa no tienen parangón. Todavía recuerdo aquel chiste del tipo que está leyendo el periódico repantigado en el sillón y su señora (uno de los adláteres de Benny, con rulos) le espeta mientras pasa la escoba: '¿No te da vergüenza llegar a casa a las cuatro de la mañana?'




Sin inmutarse, mientras pasa las hojas del periódico, Benny replica con voz de resaca: 'No había otro sitio adónde ir'.











Benny Hill vivía con su madre en un pequeño apartamento alquilado cerca de los estudios donde trabajaba. No tenía coche ni casa propia. Nunca se casó, aunque pidió matrimonio a dos mujeres y ambas lo rechazaron. Le gustaba viajar, especialmente a Marsella donde se sumergía en el anonimato de un café para ver pasar la vida en francés. La wikipedia no añade un dato que yo oí de refilón y que no sé si será cierto: que, en contraste con aquellas valkirias de largos muslos que urbanizaban sus sketchs, su última novia era una chica gordita y paralítica que iba en una silla de ruedas que él empujaba a todas partes.


La legión de macizas en lencería y los dos o tres cómicos que siempre lo escoltaban formaron una alianza perenne con sus mofletes de gordo sin remedio, sus ojos de niño travieso y su mirada siempre asombrada y asombrosa. Es uno de los pocos humoristas que se atrevió a romper el muro la cámara mirando directamente al espectador a los ojos, al estilo de Oliver Hardy. A pesar de toda la humanidad que transportaba encima, podía transformarse en cualquier cosa: un paje medieval, un patoso soldado alemán con lentes cargadas de dioptrías, un gigoló con bigote, un motero de pelo rubio, un grasiento mecánico de taller. La única vez que le falló el instinto fue al final de su vida, cuando se alió con un gángster marbellí con quien le rimaba el apellido y que no tenía ni puta gracia: Jesús Gil.







Siempre he pensado, no sé si será cierto, que los cómicos, la gente que se dedica a hacer reír, que ha hecho de la risa su oficio, llevan consigo un fardo de tristeza: la sombra que siempre viste la otra cara de la luna. Pero también poseen un halo angelical, un toque divino, la certeza de que Dios hizo el mundo sólo para hacer chistes. Tras la muerte de su madre, Benny Hill vivía solo pero seguía guardando intacta la sonrisa de niño y, plegadas en el armario, las alas de ángel: un querubín de 120 kilos que perdía el culo detrás de una minifalda.





Uno de sus admiradores se llamaba Charlie Chaplin. Michael Jackson lo adoraba y fue a visitarlo, en febrero de 1992, al hospital donde se recuperaba de un ataque cardíaco. Unos meses después, en abril, avisada por los vecinos, la policía tiró abajo la puerta de su apartamento en Teddington. Lo encontraron solo, sentado en una butaca delante del televisor encendido. Llevaba varios días muerto.





Ojalá se estuviera riendo.

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jueves, 3 de abril de 2008

Sánchez Dragó y su yoyó

Vaya por delante toda mi admiración y cariño hacia un personaje que, en lo que a mí se refiere, me ha tratado siempre con una deferencia y una atención inusuales en el mundo de los plumíferos mayores. A Dragó le admiro desde siempre, por su valentía, sus opiniones, sus ligues y algunos de sus libros. Luego, cuando lo conocí en persona, lo admiré también por su delicadeza y su cortesía, cualidades orientales a las que tampoco era ajena su bella y joven esposa japonesa. Desde que publiqué mi primera novela, Nanga Parbat, Dragó no ha dejado de entrevistarme en los diversos programas culturales de los que se ha hecho cargo, quizá los únicos que, en el infame espacio televisivo, se merecen ese nombre.


Sin embargo, hay una cosa de Dragó que no deja de asombrarme: ese ego inmenso, reflectante y argentino que no deja de sacar a relucir en libros, artículos, columnas y entrevistas. Es una pena, porque con lo que ha leído, viajado, follado y visto, Dragó podría ser una enciclopedia viviente, un Richard Burton castizo. Pero escriba de lo que escriba, hable de lo que hable y con quien hable, Dragó parece que sólo tiene un único tema: Dragó. Salvo en algunas entrevistas a gigantes literarios (recuerdo ahora las vivisecciones fabulosas que les practicó, en vivo y en directo, a Torrente Ballester o a Kenzaburo Oé), la mayor parte de las veces parece que Dragó se entrevistara a sí mismo.






Por ejemplo, la primera vez que me llevó a Negro sobre blanco, me preguntó por la cita de Rilke que yo había puesto al frente de Nanga Parbat, e inmediatamente espetó: '¿Sabes que yo también cité a Rilke en mi primera novela, Eldorado: una cosa es cantar a la amada y otra a ese escondido dios de la sangre?'



-Y culpable -dije yo.


-¿Cómo?


-Escondido y culpable -corregí con mi rencorosa memoria de elefante. Recordaba muy bien ese verso de Rilke-. Escondido y culpable dios fluvial de la sangre.



Dragó se me quedó mirando con una mezcla de estupor y recochineo, como el torero que de repente se encuentra desarmado. Pero lo que vale de la anécdota es la infinita capacidad dragoniana de llevárselo todo a su terreno. Es como en aquella historia que contaba Buñuel de García Lorca, cuando el primero le dijo que no soportaba del segundo el hecho de que no hiciera más que hablar de sí mismo.



'Eso no es cierto' -dijo Lorca-. 'Y para demostrarlo, vamos a hacer una cosa. Vamos a decirnos lo que cada uno piensa del otro, sin dejarnos nada en el tintero. Empieza tú'.



Buñuel dijo que opinaba de Lorca esto y esto. Se tiró media hora hablando. Lorca unas veces asentía y otras negaba con la cabeza en silencio. Al final, cuando le tocó el turno a Lorca, dijo: 'Bien. Ahora voy a decirte lo que pienso de ti. Tú dices que yo soy así, pero en realidad yo...'.



Dragó es igual. Hace un libro explicando porque no es español. Cita docenas de opiniones de otros escritores (incluido servidor de vds.) sobre Dragó. Hace un libro al estilo capotiano sobre el asesinato de su padre, pero el verdadero tema del libro es, oh sorpresa, Dragó. Se le olvidó que uno de los valores fundamentales de A sangre fría es que jamás aparece la palabra 'yo', su favorita.



Cualquiera de sus artículos semanales en El Mundo es un perfecto ejercicio de ombliguismo. Yo, yo, yo... Mío, mío, mío... Recuerda a las gaviotas voraces de Buscando a Nemo o a Dustin Hoffman encarnando al Capitán Garfío. Si escribiera en inglés, las columnas de Dragó parecerían colecciones de palotes y sus renglones, peines. Padece de yoísmo, que es un ego gordo y el otro lo mismo. Una vez me recriminó cariñosamente mi equivocación al respecto, cuando le dije que no podía ser budista y poseer al mismo tiempo un ego del tamaño de Albacete:



-Es que yo no tengo ego, David. Tengo 'yo' profundo.


Fernando, si te caes de él, no te matas. Te pierdes.

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martes, 1 de abril de 2008

¿Sueña Ridley Scott con unicornios eléctricos?


Supongo que pocos dejarán estar de acuerdo con la afirmación de que la irrupción de Ridley Scott en el cine de los 80 fue una de las más gloriosas que se recuerdan. Debutó con la mejor adaptación que se haya hecho jamás de una novela de Conrad (Los duelistas), con un Harvey Keitel en estado de gracia, y acto seguido reinventó el mito de la bella y la bestia con Alien, el cruce más afortunado entre el terror y la ciencia-ficción jamás plasmado en una pantalla.

Ahora bien, para mí, y para muchos otros, la cumbre de la cinematografía de Scott es Blade Runner, una obra de arte en estado mestizo, un milagro alquímico donde la ciencia-ficción se alía con el cine negro y la cámara de cine da a luz frescos barrocos.







En el aspecto visual hay momentos que todavía no han sido superados, por ejemplo, ese color apagado y mojado por la lluvia (imitado una y mil veces, empezando por Seven) o la prodigiosa escena del escaneo de una simple fotografía. Pero es en su profundidad moral, en el latido de su metafísica desesperada, donde la película alcanza la resonancia de un mito trágico. La androide que no sabe que lo es, el cazador de robots que se enamora de uno, el replicante que va buscando a su dios para pedirle cuentas, la grandiosa escena de redención final en que hombre y máquina se igualan... Uf, meter todo eso en una película de acción no es que sea imposible: es que es casi intolerable.








'He visto melones que vosotros no creeríais...'




Todo está medido con tal maestría narrativa y tal percepción milimétrica que parece mentira. En su aria di forza, un inmenso Rutger Hauer, trasunto de Sigfrido wagneriano vestido de atleta olímpico, lleva en una mano una paloma y en la otra un clavo del Calvario de Cristo. Cuando deja caer la cabeza, después del parlamento mortuorio más glorioso que haya parido el cine, la mano se abre y la paloma escapa al cielo como el alma en los grabados medievales: el alma que nunca tuvo y que obtiene merced a su postrer acto de gracia.




Ridley Scott nunca ha vuelto hacer otra igual. Filmó una extraordinaria maravilla llamada Thelma y Louise (casi, casi la única película de amistad entre mujeres, una versión en música de cámara de El hombre que pudo reinar con bragas), pero también pifias monumentales como La teniente O'Neill o Gladiator, una absolutamente ridícula película de romanos hecha al gusto de Boris Izaguirre y de los frecuentadores de saunas.



Con todo, la mayor pifia de Scott es la que ha perpetrado con Blade Runner. Puede ser más o menos lógico que un artista se cabree porque mangoneen lo que él considera suyo, pero pocas veces he visto un caso tan flagrante de miopía estética (y ética) como esas versiones remix que el director se saca una y otra vez de una manga más ancha que la paciencia de sus fans.



Básicamente, las diferencias entre la versión del productor y la del director son dos supresiones y una adición:



1. La voz en off. Que Harrison Ford (uno de los más grandes actores vivos pero también de los más tontos, no hay más que ver su filmografía apenas se hizo famoso) grabó a regañadientes. En la versión del director, Scott suprimió la voz-guía de Deckard. Esto, en mi opinión, es un error tremendo, primero porque la pelicula ya es bastante compleja sin ella, y segundo, y más importante, porque esa voz de ultratumba del detective remite inmediatamente al universo del cine negro.



2. Los planos finales de Rachel y Deckard en su nave. A Scott le olían demasiado a happy end forzado, pero la voz en off de Ford anuncia la espada de Damocles de toda relación de pareja: ninguna sabe cuánto tiempo van a estar juntos. Hay quien piensa que los paisajes verdes de los títulos de crédito finales son una horterada. Bueno, que sepan que son descartes de El resplandor de Kubrick.


3. El puñetero unicornio que sueña Deckard sobre el piano. Sobre este mínimo apoyo visual (y sobre el unicornio de papiroflexia que E. J. Olmos deja en el dormitorio de Rachel para que conste que ha estado allí y que le ha perdonado la vida) está basado toda la tesis scottiana de que Deckard, en realidad, es otro replicante. Es la lectura más traída por los pelos que he visto nunca. Pero es que, además, el unicornio es un añadido posterior de Scott y sale clavadito de Legend, su película-cagada posterior, con Tom Cruise de duende.

'Nada por aquí, nada por allá, ¡hop!'

Debo decir que, por razones elementales, yo prefiero con mucho la versión del productor, la versión primera, en la que queda claro que Deckard es un hombre. Borges dijo que las obras maestras son fruto del azar o de la casualidad. Si eso es cierto, Blade Runner salió de puro churro. Yo creo que Scott no se enteró de la misa la media de la que estaba armando mientras rodaba.



¿Tú con qué versión te quedas? ¿Por qué? ¿Te gustan las ovejas?

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