l Tropezando con melones - Blog de David Torres: noviembre 2008

David Torres, escritor, guionista y columnista

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martes, 11 de noviembre de 2008

La capilla moratina

Con su acostumbrada maldad, Román Piña fue el primero en profanar de palabra la monumental capilla de Barceló en la Seo de Palma de Mallorca. Dijo que parecía la entrada de una marisquería y la verdad es que no le faltaba razón. No sabemos qué se le ocurrirá para definir la macrocaverna que el artista mallorquín ha pintado para el edificio de la ONU, pero viendo los primeros y caleidoscópicos resultados, nos tememos lo peor.



Del techo de la ONU cuelgan, cual un inmenso pastelazo en arco iris encargado por Walt Disney, vistosos churretones de colorines y arduas estalactitas que amenazan con caer sobre algún delegado y empalarlo por el coco. De todos es sabido que el arte moderno es principalmente caducifolio y que se define por su precariedad. Las casas de Frank Lloyd Wright, que se caen a cachos; las listas de canciones pop, cuya fama dura un verano; el tiburón de Damien Hirst, al que ya se le han caído los dientes; algunos cuadros del propio Barceló, que no sólo se descomponen sino que también huelen.

Moratinos se ha apresurado a comparar ya la obra de Barceló con la Capilla Sixtina, una valoración tan apresurada e insensata como la de cotejar al propio Moratinos con el papa Julio II. Efectivamente, ambos personajes tienen boca, nariz y oídos, pero si se empieza a rascar más abajo, se acaban las similitudes. Las fotos que hemos visto de Barceló disfrazado de bombero y lanzando chorros de pintura a alta presión, tampoco se corresponden con la imagen que guardamos de Miguel Angel tumbado sobre los andamios, luchando contra sus demonios para parir ángeles al óleo.

A Moratinos le causa orgullo infinito el hecho de que un artista español haya decorado la sede de las Naciones Unidas. Dice que el arte no tiene precio, pero la verdad es que va a costar una pasta subvencionada exclusivamente con dinero español. En esto Moratinos resulta un español clásico y generoso, de los de toda la vida, de los que entran en un bar lleno hasta los topes y ordena al camarero que ponga una ronda a todo el mundo, que invita él. Invita él y pagamos nosotros, porque el arte no tendrá precio, pero el artista cobra. Hay que pagar el manguerazo y el traje de bombero, eso sin contar la marca Barceló que es, al fin y al cabo, lo que cuenta. En el arte contemporáneo, como demostró Dom Thompson, todo es cuestión de marca. Si esos mismos chafarrinones para daltónicos los hubiera pintado un gamberro en sus horas libres, ya lo estarían corriendo a gorrazos por todos los pasillos de la ONU.

El regalo que le hemos hecho al mundo quedará también como la marca (sería mejor decir la huella) de este ministro de Exteriores que ha hecho que sus antecesores en el cargo parezcan Metternich y Churchill redivivos. Cuando la cáscara del techo se empiece a caer a pedazos, Moratinos siempre podrá soltar ese dicho tan español: “Ahí queda eso”.

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sábado, 1 de noviembre de 2008

De trenes, osos, rusias e idiotas

Hay dos frases en Transsiberian, la última película de Brad Anderson, sólo por las cuales merece la pena pagar los siete eurazos de la entrada. Una la dice Ben Kingsley, el policía ruso, cuando le preguntan si no prefiere la Rusia de ahora a la de antes: 'Antes vivíamos en la oscuridad' dice Kingsley con inflexiones shakespereanas, 'ahora morimos a la luz'.




La otra es sutilmente antagónica y tiene lugar en medio de una juerga de vodka en el vagón restaurante del tren. Uno de los rusos borrachos se levanta el jersey y muestra el costado marcado de cicatrices. Entonces un anciano se remanga y enseña el antebrazo tatuado con un número. '¿El Gulag?' pregunta el turista americano. El anciano asiente con una sonrisa indescriptible, cuajada de arrugas. '¿Por qué lo metieron allí?' 'Por escribir poesía' responde otro de los rusos. Y añade: 'Mira, para saber algo sobre Estados Unidos, lees un libro. Para saber algo sobre Rusia, coges una pala'.

No voy a dar detalles sobre el argumento, tenso e impecable. Baste decir que ayer Mijangos y yo nos metimos al cine de rebote, después de que nos fallara una comedia de Monicelli en la Filmoteca. No teníamos muchas ganas de ver Transsiberian, sobre todo después de la estúpida campaña de promoción televisiva, una de las más tontas que recuerdo. Sin embargo, yo había visto dos películas anteriores de Brad Anderson, ambas de terror y ambas excelentes: Session 9 y El maquinista. La garantía de tener a Ben Kingsley en el reparto bastó para decidirnos y, la verdad, no nos arrepentimos.

Hay películas que hacen soñar con visitar algún día los lugares donde se rodó. Transsiberian no. Transsiberian da mucha ganas de no ir a Rusia. Nunca. Jamás. En la puta vida. Ni de broma. No sólo por el frío, los malos modos policiales, la miseria generalizada, la brutalidad, la tristeza. El Transiberiano es como una cárcel con ruedas. Los retretes están atascados. Las ventanas no pueden abrirse. Las azafatas parecen haber estudiado el oficio en Kolimá. No nos extrañó que la película estuviera rodada en Lituania y en China, porque de haber sido rodada en la auténtica Siberia y Putin o su clónico sucesor hubiera visto los resultados, probablemente ahora habría que verla con ayuda de una pala.

Más que los actores, extraordinarios todos ellos, el auténtico protagonista de la película es el tren, esa larga cinta de ruedas y raíles que cruza la inmensidad de la nieve, y el opresivo silencio de un espacio en blanco que no es Asia ni Europa sino todo lo contrario. Siete mil ochocientos y pico kilómetros de nada absoluta. Ben Kingsley se merienda literalmente la pantalla en todas y cada una de sus apariciones hasta el punto de que Mijangos exclamó: '¿Pero qué le ha pasado a Gandhi?'

Ahora bien, la auténtica columna vertebral de la película es Emily Mortimer, una actriz maravillosa que encandila desde las sombras, no desde la luz. Eduardo Noriega demuestra que, al contrario que el baloncesto, el cine español necesita del exilio para que sus pivots crezcan. Su personaje es una muestra sutílisima de atracción sexual y dobladillo maligno, una recreación mucho más compleja y matizada, por ejemplo, que el torpe mazacote por el que le dieron el Oscar al Bardem, un actor que lo hubiera merecido más por cualquiera de sus otras actuaciones en vez de ese papel de asesino que podía haber incorporado perfectamente una pata de jamón con una peluca.

En cuanto a Woody Harrelson, es admirable cómo sigue empeñado en pasar a la Historia como el tío más tonto del séptimo arte. Ni Mijangos ni yo podíamos imaginar a nadie, actor o no, que hiciera creíble el rol de marido tonto de la baba con el que Harrelson complementa a Mortimer y suaviza la película. Su colección de idiotas fílmicos es sencillamente admirable: no puedo recordar una sola película en la que Woody Harrelson no haya hecho de idiota. Fue el asesino a sueldo idiota de No es país para viejos, el sargento idiota de La delgada línea roja, el editor porno idiota de El escándalo de Larry Flint, el marido increíblemente idiota de Una proposición indecente, el asesino en serie idiota de Asesinos natos (película realmente idiota donde las haya) y otros idiotas que se me olvidan.

No en vano, Harrelson empezó su oligofrénica carrera en la serie Cheers, arrebatándole el papel de idiota a un pobre hombre que tenía todas las papeletas para ganarlo. Decepcionado por aquel segundo puesto, el aspirante acabó dedicado al cuidado y contemplación de osos salvajes en Alaska hasta que acabó en el estómago de uno. Werner Herzog filmó su historia en el impresionante documental Grizzly man. La verdad es que el pobre hombre (rubio, alto y dicharachero) se parecía muchísimo a Woody Harrelson.

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miércoles, 29 de octubre de 2008

El blanco silencio de Finlandia

En toda la historia de la música no hay silencio más severo y misterioso que el de Jean Sibelius. Hasta Rossini emergió dos veces de su largo retiro para dar al mundo dos obras sacras: el Stabat Mater y la Petite Messe solennelle. Pero los últimos treinta años de la vida de Sibelius son un completo enigma. Aparte de alguna canción y algunas piezas menores para piano, ni una sola página orquestal se incorporó al catálogo del gran compositor finlandés desde que estrenara, en 1926, su última obra maestra, el poema sinfónico Tapiola. En los países nórdicos y anglosajones, especialmente en Inglaterra donde era toda una institución, la música de Sibelius no dejaba de tocarse. En 1955, con ocasión de su nonagésimo cumpleaños, llegaron hasta Ainola, (su residencia de Järvenpää, que llevaba el nombre de su esposa) los ecos del concierto que, dedicado en su honor, sir Thomas Beecham dirigía desde Londres. Desde unos días atrás, Sibelius había recibido incontables telegramas de felicitación, ramos de flores y regalos, entre otros, una grabación de una de sus sinfonías por Toscanini y una caja de sus cigarros habanos favoritos, cortesía personal de Winston Churchill.







Cuando murió, dos años después, en Finlandia se decretó luto nacional, las banderas ondearon a media asta y a su funeral en Helsinki acudió una verdadera multitud, incluido el presidente de la República y numerosos representantes del gobierno. Llovieron pésames y mensajes de condolencia desde todos los lugares del mundo. Sin embargo, para la historia de la música, el corazón de Sibelius se había detenido mucho tiempo atrás. Durante medio siglo había permanecido inamovible, indiferente a las variaciones del gusto y de las modas: todos los movimientos musicales del siglo XX, todas las vanguardias -impresionismo, dodecafonismo, serialismo- habían golpeado en vano a su alrededor. Resulta tentador atribuir el obstinado silencio de Sibelius a su aislamiento: se sentía tan lejos de las corrientes musicales de su tiempo como Finlandia del centro de Europa. Su música permanecía anclada en los primeros compases del siglo, la época gloriosa de la gran orquesta wagneriana, de Mahler y de Strauss. Sin embargo, en 1913, años antes de que Sibelius diera a conocer al mundo la que tal vez sea su obra cumbre, la Quinta Sinfonía, Stravinsky estrenaba La consagración de la primavera y Schönberg sentaba las bases de la atonalidad con su Pierrot Lunaire. El mundo de Sibelius (con su fragorosa evocación de la naturaleza salvaje y sus insólitos desarrollos sinfónicos a partir de melodías muy simples que parecen crecer orgánicamente) no tenía nada que ver con aquellas batallas artísticas que se estaban librando en Viena y en París.

De hecho, en la década final de los veinte, durante los espléndidos años finales de su producción, Sibelius sobrevivía como un anacronismo inmenso y extraño, un fósil viviente del romanticismo tardío al que sólo le importaba seguir su propio camino. Karajan lo expresó mejor que nadie: 'Es un compositor al que realmente no se puede comparar con ningún otro. Es, a su manera, como las Masas Erráticas. Están ahí, son colosales, son de otra época y nadie sabe cómo han llegado hasta allí. De modo que es mejor no preguntarse por qué'.

Desde que el gobierno finlandés (consciente de la importancia de financiar a un artista al que auguraban rango de gloria nacional) le concediera una beca anual de tres mil marcos, Sibelius había dejado las clases en el conservatorio de Helsinki y se había dedicado exclusivamente a la composición. Alejado de los círculos artísticos europeos, buscó sus fuentes de inspiración en el Kalevala, la epopeya nacional finlandesa, y en los fríos paisajes del norte. Una vez, paseando con un amigo, empezó a identificar uno por uno los cantos de los distintos pájaros del bosque. De repente graznó un cuervo y el amigo preguntó a qué instrumento correspondía. 'A un crítico' dijo Sibelius.

En realidad, aunque le afectaran, nunca había hecho mucho caso de las críticas. Frente a los demás sinfonistas, que parecen explorar siempre el mismo material desde diversos ángulos, cada una de sus siete sinfonías es radicalmente diferente a la anterior, como si hubieran sido compuestas por hombres diferentes. Cuando en 1907 conoció al más ilustre sinfonista de su tiempo, Gustav Mahler, ambos departieron amablemente sobre la forma sinfónica a la salida de un concierto en Helsinki. Para Mahler, la sinfonía 'debe ser como el mundo, debe abarcarlo todo'. Para Sibelius lo esencial era 'la severidad de formas y la lógica profunda que crea un vínculo interno entre todos los motivos'. Cada una de sus sinfonías resulta un orbe perfecto y cerrado en sí mismo. Pasó de la austeridad gélida de la Cuarta a la exuberancia vitalista de la Quinta y de ahí a la sutil elegancia de la Sexta. No le importó lo más mínimo que la Quinta hubiese sido un éxito sin precedentes: no quería repetirse y no lo hizo. Su propia trayectoria vital parece una ilustración física de esa lenta y paulatina metamorfosis: así, el joven alto y rubio de los primeros años acabó por convertirse en un anciano vigoroso y completamente calvo, de poderosa y esculpida cabeza.

En realidad, si alguna vez Sibelius tuvo motivos para abandonar la música fue hacia 1908, cuando viajó a Alemania para extirparse un tumor maligno que le habían detectado en la garganta. Tenía 43 años y la operación resultó un completo éxito, pero la idea de la muerte inminente no dejaba de rondarle por la cabeza. Renunció al vicio del tabaco y a las fiestas y reuniones mundanas que tanto le gustaban. Paradójicamente, el miedo a morir espoleó su actividad creadora, que floreció en una serie de composiciones sombrías que se cuentan entre lo mejor de su producción: el Cuarteto de Cuerda op. 56 'Voces Intimae' y la extraordinaria Cuarta Sinfonía, cuyo desolador tercer movimiento, Il tempo largo, fue escogido por Sibelius para que sonara en su funeral.

En cambio, cuando abandonó la composición, recién cumplidos los sesenta, su salud no podía ser más perfecta. Aun le quedaban casi tres décadas de vida y nunca había hecho otra cosa más que crear música. ¿Cómo atribuir el silencio de un maestro de su talla -el mayor sinfonista viviente- al desfase con su propia época? Sibelius siempre había estado fuera de su época. Cuando sus admiradores le escribían, cuando le reclamaban otra obra, Sibelius iniciaba explicaciones confusas. No quería entregar nada que no estuviera a la altura de su leyenda.

Al parecer, la cúspide que había alcanzado en sus dos últimas partituras orquestales, Tapiola y la Séptima Sinfonía, le condujo a un callejón sin salida. Un compositor cuya música parecía crecer como un organismo vegetal y cuyo ideal de perfección era la cohesión temática interna, forzosamente tenía que acabar escribiendo una sinfonía en un solo movimiento. La Séptima era ese ideal y con ella estaba todo dicho. No obstante, Sibelius trabajó durante años en la partitura de la Octava. En 1932 llegó a anunciarse su estreno en Inglaterra, pero Sibelius jamás entregó la partitura al público, aunque su cuñado, Armas Järnefelt, y el director de orquesta inglés Basil Cameron afirmaron años después que la habían visto.

Nunca sabremos si la Octava existió realmente o si el propio Sibelius, en su paranoico afán perfeccionista, la destruyó. Ya había prohibido la interpretación de algunas obras juveniles que después, como Kullervo o La ninfa del bosque, resultaron auténticas maravillas. De manera que no nos queda otro remedio que imaginar cómo sonaría esa sinfonía que es el fantasma más glorioso de la historia de la música. Quizá fuese sólo silencio. O más hermosa aun.



(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El Mundo en el verano de 2006)

El último relato del libro La mesa limón de Julian Barnes explora los años finales de Sibelius.

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sábado, 25 de octubre de 2008

Wittgenstein sale del armario

Me tropecé por primera vez con Agustín Fernández Mallo en la presentación de una antología de relatos donde ambos participábamos: Lavapiés. De inmediato me cayó enormemente simpático aquel tipo alto y flaco que mezclaba con inteligencia y desparpajo la física cuántica con la poesía y la filosofía de Wittgenstein con el pop. Iniciamos una amistad que no se ha interumpido desde entonces, hace ya siete años, y donde salvábamos la distancia entre Mallorca y Madrid en una divertida correspondencia internaútica donde él se disfrazaba de Bertrand Russell y yo de Ludwig Wittgenstein. Las alusiones personales se barajaban con oscuras alusiones al Tractatus, a la lógica formal y al convento de monjas donde yo había buscado asilo. Descubrimos que teníamos aficiones y pasiones comunes: la teoría del caos, la física cuántica, Glenn Gould. Después nos hicimos más serios, más mayores, más viejos. Nos seguimos hablando, escribiendo y queriendo, pero yo echo de menos a Bert.



En el 2004, aprovechando mi condición de finalista de Nadal, aproveché para recomendar a editorial Destino dos novelas. No me hicieron ni puto caso. Una era Braille para sordos, de José María Mijangos, una divertidísima revisión de la picaresca contada a través de la sórdida historia de un taxista metido a novelista de kiosco. La otra era Nocilla Dream. Sobra decir que Mijangos, que finalmente publicó su novela en Martínez Roca, no ha obtenido el reconocimiento que merece, pero Agustín sí. La justicia tiene poco que ver con esto: lo que más me extrañó del éxito de Nocilla Dream fue que verdaderamente se trata de un libro inquietante, inteligente y hermoso, una de esas joyas que, como Braille para sordos, suele pasar desapercibida en los almidonados circuitos culturales de este país.

Después de mis fallidos intentos como consejero editorial, volví a tropezarme con Agustín entre los manuscritos de un humilde concurso literario, el Café Mon, donde Román Piña me había comisionado de jurado. Una noche leí de un tirón, Creta lateral travelling, el libro que a la postre se haría con el primer premio Café Mon.

Creta lateral travelling (que ahora Román acaba de reeditar bajo el sello de Sloper para que haga compañía a mis Bellas y bestias) es el diagrama, la crónica de una aniquilación. La portada, un collage de Agustín donde puede verse al viejo Wittgenstein desvistiéndose para mostrar, debajo de la chaqueta, la camiseta de Superman, es un perfecto ejemplo de ese cruce entre lo literario y lo científico, lo culto y lo pop, lo novelístico y lo poético, que es el núcleo vivo de la poética de Agustín.

El verso libre, las fórmulas científicas, las metáforas narrativas se aparean en el flujo de una prosa gélida y extrañamente conmovedora, la misma que ha hecho las delicias de los amantes de la nocilla. El desnudamiento de Wittgenstein corre parejo al strip-tease lírico de Agustín. En Creta está su embrión, su primer fulgor. En las páginas finales, las alusiones crípticas a un nacimiento entrelazadas a un proceso de radioterapia para un cáncer de pulmón, me humedecieron los ojos de lágrimas. Saltándome todos los protocolos, esa misma noche llamé a Agustín, entre angustiado y confuso, preguntándole si estaba tan enfermo como su manuscrito dejaba suponer. Me respondió riendo: qué va, hombre, qué va.

Menos mal, Bert. Tenemos nocilla para rato. Celebrémoslo.

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lunes, 20 de octubre de 2008

Corrigiendo la obra del Señor

La historia de la medicina es también, en buena parte, la lucha del ser humano contra los seculares corsés de la estupidez, la superstición y los tabúes religiosos. Todo lo que hoy consideramos absolutamente normal en un quirófano y hasta en una consulta médica alguna vez estuvo prohibido y en ocasiones castigado con la muerte. Desde la simple visión de un cuerpo femenino desnudo hasta la autopsia de un cadáver. Kipling relata en un cuento delicioso la odisea de un monje medieval que trae de su viaje por tierras mahometanas un fabuloso avance de la óptica: unas lentes. Un superior del convento descubre el aparato, lo considera una invención del diablo y lo pisotea sin piedad contra el suelo, condenando al pobre viejo a la ceguera.



También el primer cirujano que se adentró en un cuerpo humano desafió todas las leyes divinas y humanas. En 1809, en Kentucky, Eprahim McDowell se atrevió a extirpar un gigantesco quiste de ovario a Jane Crawford. La operación fue un éxito porque Crawford tuvo el coraje de aguantar el corte a pelo sin anestesia de ningún tipo, y porque McDowell se saltó a la torera todos los códigos legales y deontológicos de la época.

Todo lo que ha soltado la Iglesia desde entonces ante cualquier clase de progreso médico no son más que berridos de alarma por esas correcciones de la defectuosa obra del Señor. Los oímos durante el primer transplante de corazón, los seguimos oyendo al tiempo que se descifran los últimos jeroglíficos del genoma humano, los seguiremos oyendo por los siglos de los siglos. Mientras tanto, una larga fila de obispos y sacerdotes van haciendo cola por las mesas de quirófano en lugar de predicar con el ejemplo y morirse.

No me puedo imaginar ni un solo argumento en contra del nacimiento de un bebé que podría salvar a un hermano gravemente enfermo. Si la vida es fundamentalmente amor, ¿habrá un acto de amor semejante al que pueda salvar una vida? Si el amor da la vida, ¿qué amor comparable a ese acto de procreación que trae no uno sino dos seres vivos al mundo?

Algún aficionado a la ética formal puede traer por los pelos el viejo argumento kantiano de que el ser humano debe ser usado siempre como un fin y no como un medio. Dejando aparte el hecho de que aquí el neokantiano de turno estará confundiendo el cordón umbilical con un ser vivo (es decir, los medios con los fines), el argumento de Kant adolece de una profunda penuria intelectual. Bastaría ir a comprar el pan para estar usando al panadero como un medio y no como un fin en sí mismo. Sin embargo, no hay nada inmoral en ir a comprar el pan, me parece.

La historia de la medicina es también la constante e infatigable persecución de las erratas divinas. Las dioptrías, los fallos cardíacos, el apéndice, las enfermedades infecciosas. Cristo curó a ciegos y leprosos con un pase de manos, pero nosotros tenemos que echar mano de la cirugía y de los antibióticos. No lo llamamos milagro, lo llamamos ciencia.

Puesto que, en efecto, la vida es sagrada, hay que hacer todo lo posible por conservarla, por perpetuarla, por mejorarla. A ningún escolástico con dos dedos de frente se le ocurriría defender la vida de un tumor canceroso o de una bacteria por encima de una vida humana. Sin embargo, la próxima vez que oigan tronar contra el próximo avance médico en nombre de la sacrosanta vida humana, fíjense bien. Seguro que el tipo en cuestión lleva gafas.

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martes, 14 de octubre de 2008

El Nobel con patatas

El jueves fui de excursión con unos cuantos amigos a Logroño para ver quién se había llevado la segunda edición del premio Logroño de novela. Lo pasamos de cine, lo malo es que el conductor debía de tener algún conflicto íntimo con la velocidad porque tardamos casi seis horas en llegar. Al día siguiente, de regreso, el hombre aumentó las precauciones, no fuéramos a adelantar a alguna bicicleta, y logramos batir todas las marcas de lentitud con siete horas de viaje.




Aquí estamos unos cuantos expedicionarios poco antes de que el tiempo nos royera la nuca y nos dispersáramos en busca de solaz para el espíritu. Yo me pasé medio viaje sobando como una marmota y el otro medio con una novela de Tibor Fischer que me hacía desencuadernarme de risa a cada página. Ya les hablaré de ella otro rato.

El caso es que, una vez llegados a Logroño (cuando el conductor pensó que se lo permitía su religión), aposentados en las mesas, desenvainados los cubiertos y vaciadas las copas de Rioja, tuve la gran alegría de descubrir que el ganador de ese año era mi amiguete Martín Casariego. Es cierto que Martín se merece el premio con creces, pero (como dice Clint Eastwood en Sin perdón), 'lo que uno se merece no tiene nada que ver con lo que le pasa'.

Presidía el jurado Ana María Matute, una señora de las letras que ya no está para esos trotes y que soltó un discurso ininteligible a una velocidad similar que la de nuestro conductor de terracota. Después salió Martín, un poco nervioso, como es natural, y un par de políticos locales que, con el humor propio de los políticos locales, rebautizaron a algunos miembros del jurado. A Fernando Iwasaki lo llamaron Rodrigo, y a Rodrigo Fresán, Arturo Fresón.

Aparte de estos pequeños lapsus, todo fue perfecto. La comida, las copas, la ceremonia. Sólo hubo un pequeño detalle que los organizadores habían pasado por alto. Era difícil que la prensa prestara mucha atención al premio Logroño porque justo aquel mismo día también se fallaba otro importante galardón literario. El Nobel.

Cada vez estoy más convencido de que el premio Nobel es una cosa por y para suecos. Yo nunca lo he entendido. Quiero decir que me extraña que se lo hayan dado a gente como William Faulkner, Pasternak o Thomas Mann, para que luego, unos años después (o antes) se lo endilguen a tiparracos como Echegaray o Pearl S. Buck. Si fueran ciertas las motivaciones políticas hace años que le tendría que haber caído encima a Ismail Kadaré. Joyce, Proust, Kafka, Nabokov, Pessoa, Kavafis, Borges, Greene, Cortázar, Burgess se murieron sin el Nobel. La lista es un auténtico oprobio. En la última edición nadie, ni en el autobús ni en la mesa, podía decir algo sobre el último galardonado y se suponía que todos éramos gente del mundillo. Ni siquiera nos sonaba el nombre. Luego recordé que yo había visto algunos libros de Le Clézio en la librería Altair, donde trabajé muchos años, y que nunca ninguno de ellos me había inspirado más que lástima por los árboles desgajados, los calamares secos y el tedio anticipado del pobre que se atreviera a leerlo. Escribí esto para la edición de El Mundo de Baleares:

¿Para cuándo un Nobel mallorquín? Por estas fechas, la Academia sueca siempre suele sacudir el sopor que habitualmente empacha los tinglados literarios al sacarse de la manga al candidato más insospechado, el tipo al que nadie ha leído, el caballo cojo, la miss Mundo obesa, el nombre que menos se esperaba. Virtuosos en el difícil arte de la sorpresa anual, hay que reconocer que cada año el comité sueco se supera. Salvo honrosas excepciones, los últimos premiados con el Nobel de Literatura podían haberlo sido también con el de Medicina o el de Física.

Una vez intenté leer un libro de Gao Xinjiang, el disidente chino que en realidad era pintor, y comprendí que si no como novela, aquel pintoresco mamotreto era utilísimo como cura contra el insomnio. Ciertas páginas de Elfriede Jelinek son tan abstrusas y tediosas como la formulación matemática del plomo, hasta el punto de que uno de uno de los académicos, avergonzado, decidió dimitir de su puesto en protesta por la decisión, lo nunca visto en Suecia. Otro de los académicos aventuró que intentaban reparar la injusticia de no haber premiado en su día a Thomas Bernhard, pero quizá habrían sido más justos de haberle concedido el galardón en desagravio a uno de sus nietos.

Antes de que les cayera el Nobel encima como un premio de la lotería universal, intenté leer también a Naipaul y a Pamuk. El primero me produjo la impresión insondablemente aburrida de un diálogo a dos voces entre una estrella de mar y una ostra. Del segundo empecé tres libros que jamás llegué a terminar, cosa harto difícil por dos razones: porque raro es el libro que se me resiste una vez empezado, y porque, además, por aquel entonces yo viajaba a Estambul y lo llevaba como única provisión literaria en mi equipaje. Quizá mejorase leído en turco, pero desde entonces he pensado que Pamuk es un buen nombre para amaestrador de focas.

Durante décadas he mantenido con los libros de Le Clézio la misma relación ambivalente que con ese vecino coñazo con que nos tropezamos de vez en cuando en la escalera: la fuga, la huida, la lástima. Me bastaba hojear unas páginas o leer la contraportada para pensar que estaba ante un futuro premio Nobel. Denuncia social, mitologías precolombinas y un largo etcétera de pancartas de Greenpeace son el centro de su trabajo. Que lo consideren el mayor escritor francés vivo estando por ahí un poeta como Yves Bonnefoy demuestra que el humor sueco no tiene fin. Quizá uno de los académicos pensara que necesitaban alguien así para compensar los rotundos aciertos de Saint-John Perse y Claude Simon.

Así que mi pregunta sigue en pie: ¿para cuándo un Nobel mallorquín? Ya va siendo hora de que en ese excitante juego de banderitas con el que los académicos suecos pretenden llenar la geografía mundial y honrar los mapas lingüísticos, el mallorquín también debe tener su lugar. Quizá si Cristóbal Serra escribiese un panfleto contra la caza de ballenas...

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jueves, 9 de octubre de 2008

Pasado a la carta

Todo el mundo tiene un pasado, excepto los candidatos presidenciales en EE UU, que tienen varios, a elegir. A McCain le acaba de salir en la espalda un absceso financiero de la época de los 80. Allí los pasados son como ciertos hongos o ciertas enfermedades crónicas. Allí el pasado sufre ciclos, repeticiones y metástasis. En cuanto a Obama, según ciertos rumores, se juntaba con terroristas. Al parecer, cuando era un crío, Obama tenía un vecino en Chicago al que le gustaba poner bombas y una vez el futuro senador por Illinois llegó a saludarle después de salir del colegio.



Cualquier aspirante a la silla presidencial tiene que venir con un currículum intachable, presentar una hoja de servicios impecable, un pasado en blanco, inmaculado, tan limpio como los conocimientos geográficos de Sarah Palin. Esa obsesión por la bayeta y el detergente los conduce indefectiblemente hasta la santidad, e incluso más allá, porque San Pablo o San Agustín no hubiesen pasado de las primarias ya fuese entre los demócratas o entre los republicanos. San Pablo por extremista en sus primeros tiempos, y San Agustín por mujeriego.

Esas gentes -los Clinton, los Bush, los McCain, los Obama- estudiaron en las mejores universidades, se criaron entre la élite y sacaron las mejores notas, pero al final tienen que responder por culpa de unos porros que se fumaron en su juventud, una borrachera en la que quemaron un gato o un vecino megalómano que soñaba con conquistar el mundo. La impudicia, la maldad no pueden tocarlos. Una simple mamada extramatrimonial se convierte en una cuestión de estado.

Debe de ser terrible comprobar que no puedes dejar tus pecados atrás por muchas esquinas que dobles. Los candidatos norteamericanos tienen un pasado con patas. McCain se ha enredado con el suyo y se puede ir de bruces contra el suelo, porque la economía es el paisaje político de la eternidad. Estuvo, está y estará siempre ahí, por más que los asesores republicanos intenten borrarlo de la pantalla con el doble programa del miedo y el terrorismo. Como hace mucho que el futuro se ha agotado, ante la imposibilidad de sacar más promesas de ese filón, los políticos les piden a los votantes que confíen en el pasado. Un hombre de costumbres moderadas, sin acné, que no piropea a lo basto a las jovencitas y al que nunca han puesto una multa de tráfico, es el candidato ideal para gobernar el país más poderoso del mundo.

La proliferación de pasados alternativos demuestra que, como sospechábamos, todo (desde la Guerra del Peloponeso a las notas del colegio del nene) es cuestión de fe. Si hay gente que ha puesto en duda la veracidad del Holocausto, ¿no tenemos razones para sospechar que Obama pudo participar en un atentado a los ocho años de edad? Chismorreos hay para todos los gustos.

Incluso hay gente que dice que Obama es negro.



(Publicado originalmente en El Mundo el miércoles 8 de octubre de 2008)

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sábado, 4 de octubre de 2008

¿Por qué la llaman vagina cuando quieren decir chichi?

En el Reino Unido se ha montado un pifostio importante en torno a la publicación de un cómic bastante inocente destinado a que los niños de 6 y 7 años conozcan mejor su propio cuerpo. La manzana de la discordia es el dibujo de una niña desnuda festoneada de letreros que se supone que los niños tienen que unir con las partes correspondientes. Hay un letrero para 'cabeza', otro para 'mano', otro para 'pie' y así sucesivamente. Hasta que, de pronto, llega uno que dice 'vagina'.



Yo veo normal que los padres se hayan cabreado porque a la vagina no la llama nadie vagina. Nadie que yo conozca, vamos. Quizá entre los ginecólogos sea una palabra de uso frecuente pero, por desgracia, yo frecuento más a los urólogos. Les aseguro que ellos tampoco dicen cosas como 'pene' o 'aparato reproductor masculino'. Una vez el médico tenía que examinarme por un problema que no viene al caso y dijo con bastante guasa: 'Anda, anda, enséñame el pito'.

Dejando aparte que 'pito' es un término muy poco apropiado para definir a la polla (las pollas no pitan, que yo sepa), no me negarán que 'vagina' no es una palabra de uso corriente. Los niños ingleses de 6 y 7 años se van a hacer la picha (con perdón) un lío porque todo el mundo sabe que ese excitante agujero diferencial, a esa edad, se llama 'chichi'. Luego adquiere el rango de 'coño', 'chocho' o 'raja', según. Pero 'vagina' es uno de esos fósiles lingüísticos que jamás han estado en la calle (ni siquiera en esas calles misteriosas donde aparcan los ginecólogos) ni en los libros, salvo en los tratados de medicina y en ciertos caducos diccionarios.

Cortázar se quejaba una vez de la dificultad del plumífero en español para describir el coito en términos literarios satisfactoriamente hablando. A mí también me ha pasado. Ya sea por la educación eclesiástica, por el peso de la tradición platónica y judeocristiana, o por la ausencia en las literaturas hispánicas de un Lawrence, un Miller y una Anaïs Nin, el escritor en español, a la hora de describir el acto sexual, tiene que recurrir a la metáfora o al taco desgarbado. Elegir entre el modelo Cela o el modelo Lezama Lima, ésa es la cuestión. Hasta el día en que a alguno nos dé por escribir un Trópico de Cáncer ambientado en Fuenlabrada.

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viernes, 3 de octubre de 2008

La ranura de la hucha

Este señor tan sonriente de aquí abajo es Jean-Claude Trichet, presidente del BCE, es decir, el Banco Central Europeo, el mayor órgano económico del continente.



Este señor tan elegante y bien peinado acaba de decir que la crisis que se avecina es lo más grave que ha ocurrido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Por lo visto, este señor no se ha enterado que este mismo verano ha habido una guerra en Georgia que ha dejado medio país en ruinas, cientos de muertos, miles de desplazados y docenas de miles de familias sin hogar.

Este señor tampoco se ha enterado de que hace cosa de quince o veinte años en toda la zona de los Balcanes se sucedió una serie de conflictos armados que desembocaron en la muerte de unas trescientas mil personas y provocaron el exilio de millones de familias.

Este señor tan importante no tiene ni la más puta idea (o la tiene y no le importa un carajo) de que hay un lugar llamado Srebrenica donde, en julio de 1995, fueron asesinados unos 8.000 bosnios musulmanes por unidades descontroladas del Ejército Serbio bajo las mismas narices de la ONU y el bostezo unánime de unos centenares de cascos azules holandeses.

Este viejecillo encantador no sabe nada de la primavera de Praga, donde medio centenar de checos murieron aplastados bajo las orugas de los tanques rusos, ni de la invasión de Hungría, ni de nada de nada.

Probablemente, este hombre cree que Europa empieza y acaba en su propio culo, la ranura de la hucha donde todos hemos depositado nuestros ahorros. Esta es la clase de papanatas, imbéciles, desalmados, analfabetos e ignorantes que hemos puesto al frente del tinglado. Con gente de esta calaña en la cúspide del poder no es de extrañar que el documento más revelador sobre la crisis sea este número magistral en que dos humoristas británicos explican meridianamente y con citas literales los mecanismos del batacazo financiero que nos han llevado a la catástrofe. Por favor, no se lo pierdan:

http://www.dailymotion.com/video/x684wa_the-last-laugh-george-parr-subprime_fun

He entresacado esta frase, cita literal del State-Street Global Market, un reputado diario financiero: 'Los agentes de mercado no saben si comprar por el rumor y vender a la noticia, hacer lo opuesto, hacer ambas cosas, o no hacer ninguna, según la dirección del viento'.

En tales manos estamos.

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miércoles, 1 de octubre de 2008

La influencia de mi padre en Sánchez Ferlosio

Hoy he leído unas declaraciones de Rafael Sánchez-Ferlosio y me parecía estar oyendo a mi padre. Durante la presentación de su último libro de ensayos, Ferlosio dice que 'odia España' pero que nunca 'se iría al extranjero'. Mi padre dice cosas parecidas cuando se le queman las migas, sólo que con más tacos.



Ferlosio odia tanto España que hasta se ha tenido que quitar de los toros, con lo que le gustaban. No dice si también se ha tenido que quitar de la paella y la tortilla de patatas. Este tipo de declaraciones tremebundas están muy en la línea del intelectual español de toda la vida. Unamuno, por ejemplo, a quien le dolía España y aguantó toda la vida con ese dolor de muelas metafísico, como un machote, sin operarse ni irse a Dinamarca para leer a Kierkegaard en danés y en su salsa.

Ferlosio conoce bien Italia pero dice que tampoco se iría allí porque la odiaría más aun que España, si cabe. Cuánto odio, qué barbaridad. Mi padre -que no es intelectual porque no tuvo tiempo de estudiar la carrera- siempre veranea en Motril y ya se sabe el pueblo de memoria, pero lo más que hace es darse una vuelta por Almuñécar. Tampoco ha estado nunca en la Capilla Sixtina, pero también es capaz de soltar ese tipo de exabruptos que forman la columna vertebral, la quintaesencia del pensamiento hispánico. 'Odio España pero el resto del mundo, más. Qué asco'.

Probablemente esto le pasa a Ferlosio por dedicarse a pensar en lugar de a escribir. Pensar es que da mucho mal rollo. Cuando escribía novela, a Ferlosio se le ocurrían cosas mucho más divertidas y profundas que esta serie de monólogos meditabundos a los que ha puesto el nombre de God & Gun, en homenaje a Obama (me parece a mí que Obama es una influencia intelectual mucho más endeble que mi padre, por ejemplo). Antes, en cambio, cuando escribía Alfanhuí o El Jarama pues no se preocupaba mucho de si en la tele ponían todo el tiempo las Olimpíadas y partidos de fútbol repetidos, y le salían unos libros cojonudos.

Hay que escribir las cosas sin pensarlas. Así, a bote pronto. Igual que mi padre cuando se pone a cocinar migas.

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martes, 23 de septiembre de 2008

En dique seco

Para mí no hay sensación más angustiosa (con la ropa puesta) que la de estar en dique seco, con una novela que no quiere arrancar y unos personajes que se esconden entre los pliegues obtusos de la nada. En ocasiones, la sequía puede prolongarse durante meses y meses, y en mi caso suele desembocar en mal humor, decaímiento general, perrería indiscriminada, proliferación de melancolías diversas y achaques imaginarios. El síndrome del michelín fantasma que me atacó hace unos meses, no era más que una manifestación cutánea de esa novela ansiosa por salir a flote.



No hay nada semejante al vértigo de empezar una novela. Nada. Una columna, un fragmento del blog, un relato incluso no son más que garabatos de escritura, ejercicios de musculación, cómodos viajes en bote, cabotajes en los que apenas se abandona la costa conocida hasta que al poco tiempo uno vuelve a ser el que era, a desconocerse la misma cara de melón en el espejo. Pero una novela, amigos, es echarse a alta mar, sin destino conocido, sin horario de vuelta, sin más brújula ni rumbo que los que vayan marcando el ritmo de la boga, la lenta marea de palabras. No hay terror semejante ni tampoco felicidad mayor que ese horizonte.

Nabokov dijo una vez que sus pasiones eran las dos mayores conocidas por el hombre: escribir y cazar mariposas. Me importan un bledo las mariposas, pero sé muy bien de la alegría de cabalgar la ola de una página en blanco y del miedo a quedarse sin viento en mitad de un párrafo. El trasunto de Faulkner que inventaron los hermanos Coen en Barton Fink decía que cuando no escribía le daban ganas de cortarse los huevos, meterlos en una cubitera, ponerse la cubitera en la cabeza y salir a la calle dando gritos. Me parece una definición bastante acertada del asunto.

Siempre me pasa al acabar un libro, esa obligatoria cuarentena en que el libro siguiente se va incubando en mi interior como un amor, como una fiebre. Para el escritor no existe el reposo del guerrero. Desde que acabé Niños de tiza, el año pasado por estas mismas fechas, una nueva novela ha ido organizándose en mi cabeza, pidiendo asilo, y mientras acumulaba notas, apuntes y esbozos, me he despertado cada mañana con el pánico cerval de los tenores que se aclaran la garganta y le preguntan a su voz si sigue ahí, si la música no se habrá extraviado para siempre.

En la primera frase de una novela está todo, el germen, el ritmo, la respiración, la atmósfera, el mundo, del mismo modo que en el primer golpe de remos está toda la estela del barco.

Esta semana, al fin, he salido a alta mar.

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viernes, 19 de septiembre de 2008

Las momias

Se sospecha que Kim Jong Il (no confundir con King Kong ni tampoco con su padre, Kim II Sung) podría estar criando malvas desde hace años y que el figurón que sale a saludar en las paradas militares y en la tele antes de la carta de ajuste sólo sería un vulgar imitador. Kim Jong Il tomó el relevo de su padre en la difícil tarea de conducir a Corea del Norte al desastre. Juntos suman casi 70 años en el trono, una marca que ya hubiesen querido muchas dinastías europeas y muchos emperadores romanos que delegaban en un hijo adoptivo a falta de un recambio biológico aceptable.

Normalmente, el comunismo recurría a la momificación in vitro para inmortalizar al líder en esa solemne eternidad de formol y ambipur que recordaba a las masas que la luz que les guiaba hacia la libertad era el casquillo de una bombilla fundida. Tanto predicar, tanto luchar, tanto fusilar y al final resulta que el río utópico de la Historia iba a dar a una funeraria. Basta echar un vistazo a las momias incorruptas de Lenin, Mao, Ho Chi Minh y Dimitrov para comprender que el paraíso de los trabajadores prometido por Marx no era más que una versión gore del Antiguo Egipto. Desde el derrumbe del Muro, el Doctor Muerte está esperando agenciarse las principales mojamas del comunismo para inaugurar en su museo de cadáveres plastinados una Sala del Terror.



Los dictadores siempre han recurrido al uso de los dobles para los momentos difíciles de su mandato. Como cine de acción que es, su actuación implica un trabajo de alto riesgo, y hay que tener muy en cuenta a los especialistas. Aunque el último clon de Franco fue visto este mismo verano tomando el sol en una playa de Benidorm, nunca estuvo muy claro si lo que aparecía saludando en la Plaza de Oriente era un muñeco de guiñol o una peseta al trasluz. La técnica no había avanzado tanto como para que a través de la televisión pudiéramos descubrir quién manejaba en realidad los hilos del Invicto.

Ahora se puede recurrir a la tecnología digital para remendar los desaguisados de la salud y los estragos del tiempo. El primer King Kong, el de la peli en blanco y negro, era apenas un peluche pintado. El segundo, el que secaba a Jessica Lange a puro soplo berrendo, era un monstruo articulado, una maravilla de la marroquinería semejante a la de los talabarteros que le remendaron a Lenin la tapicería post mortem. En su búsqueda fabulosa de la inmortalidad, los últimos caudillos socialistas han encontrado ya la fuente de la eterna juventud: la pantalla plana. Chávez ni siquiera necesita salir a la calle para acojonar a las masas. Le basta usar el píxel, igual que el último King Kong, con quien guarda más semejanzas que su compadre coreano.

En cuanto a Castro, para meterlo en el sarcófago de faraón sólo hay que quitarle el chándal.


(En la foto, la momia de Lenin jugando a los chinos).

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lunes, 15 de septiembre de 2008

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer

Esta mañana, al abrir la página de necrológicas, me ha saltado la cara la noticia de la muerte de David Foster Wallace. Me ha extrañado porque era un tipo muy joven, apenas cuatro años mayor que yo, pero en seguida he visto que se trataba de un suicidio. Un suicidio de lo más clásico: se ha ahorcado. Su mujer encontró el cadáver colgando cuando regresó a casa.



De inmediato me ha venido a la cabeza el título del único libro que he leído de Wallace: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. También podía haber pensado en el título de otro de sus libros, ese enorme tomo de más de mil páginas que está considerada una de las mejores novelas de los últimos años: La broma infinita. El primero es mucho más corto y, sin embargo, no pude terminarlo. Contaba un viaje en un trasatlántico de lujo en un estilo irónico y en ocasiones brillante, pero la proliferación inmisericorde de notas a pie de página convertían la lectura en un incómodo y constante cunnilingus. Se lo regalé a mi amigo Javier Reverte cuando supe que iba a embarcarse en el Queen Mary para una disección de la fauna a bordo.

El suicidio es una enfermedad muy común entre el gremio los escritores. Hay varios manuales al respecto. El más completo que conozco está firmado por alguien que lleva el inquietante apellido de Tijeras. Concretamente, el gesto está tan extendido entre los poetas que mi amigo Luis Felipe Comendador pudo escribir un poemario formidable íntegramente dedicado a bardos que decidieron poner punto final a su vida: Paraísos del suicida.

Por eso mismo, por la vulgaridad de la propuesta, uno hubiera esperado algo más de originalidad por parte de un joven gurú de las letras americanas, uno de los abanderados de la llamada Next Generation. No me refiero a que usara drogas de diseño en lugar de una cuerda. Quiero decir que, en términos estrictamente narrativos, el suicidio es uno de los más gastados tópicos de la literatura contemporánea. El existencialismo lo extendió hasta la naúsea. Y en el terreno de la realidad (Hemingway, Pavese, Plat, Maiakovski) la lista es interminable.

Porque si toda vida es una narración (y en cierto modo, lo es) el suicidio resulta un final inaceptable, un inesperado y tramposo deus ex machina, algo así como arrancar las páginas finales de la novela o como dejar que el volumen se vaya apagando al estilo de esas canciones pop que no saben cómo rematar dos acordes. Los griegos y los romanos lo consideraban un recurso desesperado, válido sólo en casos de locura extrema (Ayax Telamón matando ovejas, Dido abandonada por Eneas), de enfermedad incurable o de chantaje político. Pero, a partir del Werther de Goethe, el suicidio marca la puerta de salida al héroe contemporáneo.

Es curioso ver cómo un narrador que abogaba por la revolución de las técnicas narrativas acaba recurriendo a un expediente tan gastado como colgarse del cuello con una soga. No sabemos por qué David Foster Wallace plagió a Judas Iscariote, pero es de lo más común que a la hora de la verdad los supuestos revolucionarios retrocedan a las trincheras conocidas. Alain Robbe-Grillet, buque insignia del noveau roman, sobrevivió una vez a un aterrizaje forzoso y, ante los micrófonos de los periodistas, narró la aventura al estilo clásico. De haber seguido los supuestos teóricos de su escuela, Robbe-Grillet debería haber empleado una hora en describir pormenorizadamente las idas y las venidas de las azafatas, la incomodidad del asiento, la maniobra de abrocharse el cinturón, etc. En lugar de ello utilizó el mismo tono seductor, las mismas elipsis y los mismos trucos retóricos que hubiese empleado Stevenson.

La muerte de Wallace -un escritor de éxito en plena juventud- repite en carne y hueso el misterio esencial de aquel esqueleto de relato genial ideado por Chejov: 'Un hombre va al casino, gana un millón, vuelve a casa y se suicida'. No hay muchas más maneras de contar historias, aunque algunos crean lo contrario. La vida es algo supuestamente divertido que nunca volveremos a hacer.

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domingo, 14 de septiembre de 2008

Ezra Pound en una jaula de fieras

En Medinaceli hay una placa que recuerda el paso del poeta americano Ezra Pound en 1906. Entusiasmado por la lectura de El Cid, el gran poema medieval que inaugura la épica española, un joven Pound de 21 años preguntó a un lugareño si aún cantaban los gallos al amanecer, como en los tiempos del Cid. La placa reza: 'A Ezra Pound. Aún cantan los gallos al amanecer en Medinaceli'.



Aparte de esa placa y de algunos bustos de artistas contemporáneos que no pudieron resistirse a esculpir su formidable y llameante cabeza, no hay muchos homenajes dedicados a su memoria. Más que uno de los grandes poetas del siglo XX, Pound es una presencia incómoda, solitaria y salvaje. Es difícil levantar un monumento a un hombre que se declaró admirador rendido de Mussolini, de Stalin y de Hitler; que lanzó y escribió proclamas antisemitas; que, desde la radio italiana, arengó a los Estados Unidos para que no entraran en guerra; que fue declarado traidor y encerrado durante varios meses cerca de Pisa en una jaula a la intemperie custodiada por el ejército estadounidense. Al final de la guerra, con 60 años cumplidos, sólo el alegato de locura le salvó del juicio por traición y Pound pasó los siguientes 12 años saltando de manicomio en manicomio.

Sin embargo, antes de su calvario psiquiátrico, durante las primeras décadas del siglo, Pound había cambiado de arriba abajo la literatura moderna. Fue el mentor, descubridor y agente literario más perspicaz de todos los tiempos. Entre los escritores geniales que ayudó, publicó y protegió se cuentan James Joyce, T. S. Eliot, Williams Carlos Williams, D. H. Lawrence, Robert Frost, Ernest Hemingway, e. e. cummings y John Doss Passos. Tuvo el cuajo de corregirle varios poemas al mismísimo Yeats. Sin su ayuda, su entusiasmo infatigable y su generosidad transoceánica jamás habrían visto la luz obras fundamentales de la cultura como La tierra baldía o el Ulises.

En cuanto a su propia obra, hacia 1915, después de una media docena de libros publicados, Pound dedicó el resto de su vida a la escritura de un único y enorme poema que sería a la vez lírico y épico, trágico y cómico, sátira, crítica y autobiografía: una especie de Divina Comedia moderna que intentaba, según sus propias palabras, 'manejar todo el material que Dante se había dejado en el tintero'. Al igual que el Ulises de Joyce, los Cantos de Pound resultan una especie de notas a pie de página de toda la literatura mundial; una compleja y refinada cornucopia, proteica y multilingüe, hecha de centenares de fragmentos propios y ajenos, ideogramas chinos, partituras musicales y tratados de economía; un vasto y casi inabarcable poema que incluye citas y referencias cruzadas de más de tres milenios de cultura, desde Confucio y los clásicos griegos hasta nuestros días. Faulkner dijo que a un escritor hay que medirlo por su capacidad de fracaso y que, según ese baremo, el fracaso más glorioso de la literatura contemporánea era el de Thomas Wolfe y después el de William Faulkner. Se equivocaba: el fracaso más grandioso de la literatura son los Cantos de Pound.

Para acometer una empresa de tal magnitud, Pound contaba con un bagaje literario único: lo había leído todo, de cabo a rabo y de oriente a occidente. Desde los primitivos líricos griegos hasta Villon y la poesía provenzal. Desde Dante y Cavalcanti hasta Lope de Vega y todo el Siglo de Oro español. Desde Catulo y Horacio hasta Li Po. Viajaba de un lugar a otro, de Italia a España, de París a Nueva York, como un vagabundo con un par de maletas, con su agitada cabellera, su bigote y su perilla, y aquellos ojos penetrantes que Hemingway definió una vez como 'de violador fracasado'.

En 1924 se aposentó en Rapallo, cerca de Génova, desde donde asistió con simpatía al creciente auge del fascismo italiano. En esa época, Pound gastó considerables dosis de talento en estudiar ingentes volúmenes de economía e historia para acabar elaborando un ataque furibundo al capitalismo y la usura. Sus ideas sobre el flujo del dinero y la injusticia de los sistemas económicos llegaron a invadir su poesía, como en el célebre Canto XLV: 'Con usura no tiene el hombre casa de buena piedra'. Una entrevista con Mussolini plagada de malentendidos le dio pie a subrayar su admiración por la figura del Duce. Al borde de la guerra, Pound manifestó públicamente su admiración por el dictador italiano, por Hitler y alabó el talento estratégico de Stalin, mientras que consideraba que Churchill y, sobre todo, Roosevelt, eran responsables de todos los males de la sociedad moderna. Su miopía política era tan enorme y fanática como su perspicacia literaria.

Al igual que tiempo atrás había defendido porfiadamente la prosa de Joyce o los versos de Eliot, Pound intentaba convencer ahora a todos sus amigos de lo acertado de sus teorías sociales y económicas. Su afán catequizador encontró desahogo al fin en una serie de emisiones radiofónicas donde el gobierno italiano le dio vía libre para que expresara sus ideas a través de las ondas. Mientras los cañones tronaban por toda Europa y el norte de África, Pound, en su programa Aquí Radio Roma, tronaba contra los líderes democráticos occidentales, vendidos al capital y títeres de la conspiración judía internacional, o bien leía versos propios y ajenos, y largas parrafadas de filosofía y economía, según fuese su humor del momento. Los servicios de inteligencia italianos no estaban seguros de que, en realidad, aquel viejo chiflado no estuviese enviando mensajes en clave al enemigo.

En septiembre de 1943, cuando las tropas aliadas estaban a punto de dar el salto a la península italiana, Pound salió de Roma solo y a pie, y recorrió cientos de kilómetros en trenes abarrotados de refugiados o caminando por carreteras bombardeadas. Dormía al aire libre, como en sus tiempos de poeta vagabundo. Llegó al Tirol, donde escapó de la milicia gracias a que un escultor de tallas de madera se quedó fascinado con la forma de su cabeza. Volvió a Rapallo para reunirse con su mujer y trabajó otra vez en su gran poema, sus traducciones, panfletos y artículos. Cuando la guerra tocaba a su fin, Pound se entregó al ejército americano que, desde entonces, no supo qué hacer con él. Lo trasladaron a un centro de prisioneros en las afueras de Pisa: unas cuantas celdas al aire libre rodeadas por una alambrada. Encerraron al viejo poeta en una de esas jaulas que casi no le protegían del mal tiempo, la lluvia o el sol. A las tres semanas sufrió un ataque de pánico y el médico del campo temió por su vida. Pound recordó su martirio en unos versos de los Cantos Pisanos: 'Ningún hombre que haya pasado un mes en las celdas de la muerte / cree en las jaulas para las fieras'.

De regreso a los Estados Unidos, Pound se encontraba física y mentalmente destrozado. Un comité médico ordenó su internamiento en un centro psiquiátrico. Sus antiguos amigos (Eliot, Hemingway, cummings) y, sobre todo, su esposa Dorothy le ayudaron a salir adelante durante esos largos años de oscuridad. Al fin, en 1958, el gobierno retiró la acusación de traición y dejó libre al poeta que había pedido reiteradamente, en prosa y en verso, que 'dejaran en paz a un viejo'. Al desembarcar en Nápoles, saludó al estilo fascista y declaró que su país era un 'hospital de locos'.

En Italia vivió sus últimos años, en paz, saboreando la gloria, pero con una amarga sensación de fracaso en los labios. 'No salió bien. Fue una chapuza' dijo una vez, refiriéndose a su magna obra. Lo dijo otra vez, al comienzo del inconcluso Canto CXX: 'He intentado escribir el Paraíso'.

Ezra Pound murió en Venecia el 1 de noviembre de 1972, a los 87 años. Aún cantan los gallos.





(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El Mundo en el verano de 2006)

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miércoles, 10 de septiembre de 2008

Quimicefa

Creo que fue a Quino, el padre de Mafalda, a quien le leí por primera vez esa frase genial de que la vida es una enfermedad mortal. El más ilustre antecedente filosófico de esta idea se encuentra en Sócrates, quien cuando sentía el frío de la muerte subiendo por las tripas dijo que le debían un gallo a Esculapio. Según la costumbre, los griegos sacrificaban un animal al dios de la medicina al recuperar la salud. Sócrates lo hizo cuando sintió que se estaba curando de la vida a golpe de cicuta.



Cristo nos lavó con su sangre del pecado original, pero la filosofía y la ciencia se empeñan en recordarnos a todas horas que venimos jodidos de fábrica. La enfermedad es nuestra naturaleza, nuestra garantía sellada. Por eso mismo Violeta Santander puede igualar el coma de Jesús Neira con los ataques de mala leche del bestia de su novio. Ambos son enfermos: Neira por culpa de un puñetazo propinado a traición; Puerta, por el abuso de las drogas. Al profesor no lo machacó el carácter furibundo de un chulo de barrio, sino la cocaína, el alcohol: todas esas sustancias que suspenden la moral y convierten a Puerta en un transitorio energúmeno.

Es el mismo argumento socrático de que no hay culpables sino ignorantes. Sólo que aquí el asesino no es la sociedad, sino la química. Puerta está invalidado para la responsabilidad penal del mismo modo que un ciclista atiborrado de EPO. Todos somos más o menos enfermos, más o menos culpables de antemano. Mientras tanto, día a día, la ciencia no deja de sorprendernos con la noticia de que nuestra libertad se diluye en la probeta de un experimento destinado al fracaso.

Por ejemplo, los hombres estamos programados para ser infieles por culpa de un gen, el alelo 334. Los más guarretes de entre todos los machos poseen hasta dos copias del puñetero gen, como si llevaran un condón de repuesto en la cartera. Al final, lo que creíamos adulterio, una eficaz y romántica maniobra de seducción, no era más que un ballet de hormonas. No vivimos nuestra vida, sino que, como decía Schonpenhauer, es ella la que salta con nuestras tripas a la comba.

Lo que se les ha pasado por alto a estos brillantes científicos suecos es el inevitable corolario machista que se desprende de sus investigaciones. Sin el gen alelo 334 en su dotación cromosómica, las esposas infieles se han quedado sin coartada hormonal a la hora de repartir cornamentas. Es decir, que las mujeres son infieles porque les da la gana, no porque las empujen sus antepasados.

También hay críticos que creen que el talento verbal de Shakespeare era culpa de la marihuana. Desde la manzana de Adán, los grandes crímenes y las obras maestras son fruto del dopaje. Pero es que Adán, Shakespeare, Puerta, Sócrates, usted y yo sólo somos los juegos malabares con que jugaba Dios en su etapa quimicefa.



(Publicado originalmente en El Mundo el jueves 4 de septiembre de 2008)

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domingo, 7 de septiembre de 2008

Che, el valenciano (o viva Chufa libre)

Anoche estuvimos de parranda mi amigo Mijangos y yo, recalando en diversos antros para dar solaz al hígado. Una de las paradas obligatorias tuvo lugar en el Bukowski, en la calle San Vicente Ferrer, una especie de ataúd adosado regentado por el bueno de Carlos Salem donde habitan diversas especies y donde Gonzalo Torrente Malvido practica eternamente en la barra su papel de poeta de terracota. Al final, como siempre, acabamos en el Honky.

Entre los principales temas que tocamos en nuestra tertulia a dos voces, estuvieron:

-el cine de Fellini.
-la novela que Mijangos ha interrumpido.
-la novela que estoy a punto de irrumpir.
-la decadencia de los pantalones vaqueros que aplanan el culo femenino en plan refajo total.
-la decadencia de Tawny Kitaen.
-la decadencia del cine italiano.
-el incomprensible auge del cine de superhéroes.
-las similitudes entre Batman y el Che.

Aquí nos detuvimos, porque acababa de estrenarse la película de Soderbergh sobre el Che, y a ambos nos llamaba la atención que le hubiese puesto el siguiente título: Che, el argentino. ¿Qué iba a ser si no? ¿Valenciano?



Conste para empezar que Soderbergh es uno de los directores más sobrevalorados del cine actual. Su debut con Sexo, mentiras y cintas de video hizo exclamar a la crítica que estábamos ante el nuevo Orson Welles, pero eso es tan arriesgado como decir que Almódovar es un director de cine (todo el mundo sabe que es cantante folk). Su plagio serial de Ocean's Eleven es como para vomitar y su versión del Solaris de Lem, una de las pocas películas que me ha hecho pagar seis euros por una siesta. Así que Mijangos y yo nos dedicamos a pensar en cómo mejorar el guión.

Mientras Valencia languidece bajo una férrea dictadura de derechas, el Che Gabbana, un veterinario de Gandía (de buena familia, pero concienciado y tal) encuentra la fórmula para revitalizar la horchata: viva chufa libre. Le comunica su idea a su amigo Fidel, un abogado a punto de terminar la carrera que está harto de la explotación brutal del litoral valenciano y de la manipulación ideológica de las Fallas. Él quiere ser ninot. Más aun, quiere ser fallera mayor. Para conseguirlo, ambos se dejan barba, se visten de guerrillero comansi en Coronel Tapioca y deciden fumar puros en lugares públicos. Protegidos por hordas de irreductibles barbudos, desembarcan en Benidorm, se atrincheran en La Albufera y, poco a poco, amparados por tóxicas nubes de humo, la horchata ideológica que promocionan resulta un éxito total. Derriban la repugnante dictadura de derechas y en su lugar diseñan una bonita dictadura de izquierdas. Fidel se hace fallera vitalicia y el Che, ninot. Fusilan gente, pero siempre en buen plan. Odian a los poetas maricones, pero no como esos homófobos fascistas, sino en nombre de la revolución. En medio siglo de paciente labor de gobierno logran que un enorme burdel de lujo se convierta en una limpia, decente y proletaria casa de putas.

Pero antes, Che se pone al frente de varios ministerios y consigue hundirlos todos en poco tiempo. Visita China y allí se aficiona a la cerveza Mao. Entonces la Coca-Cola se mosquea ante el auge de la horchata y envía una contraoferta a los trabajadores del sector agrícola murciano, donde Che ha ido para promocionar su barba. Los murcianos no le hacen el menor caso (quizá porque les habla en valenciano cerrado) y el Che cae en una emboscada antitabaco. El hombre muere, pero empieza el mito. Todo el mundo descuelga la estampita de Cristo y coloca en su lugar un póster del nuevo santo. Se pone de moda la barba revolucionaria, estilo Cristo. Sale una nueva etiqueta de ropa de marca: el Che Gabbana. Fin.

(En la foto, el Che probando el irresistible sabor de la horchata)

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jueves, 4 de septiembre de 2008

Paco Umbral, huérfano de hijo

En Umbral es difícil saber qué fue primero, si la escritura o la literatura, o sea, las ganas de escribir o el deseo de ser escritor, de que lo admirasen sólo por lo que escribía o de que lo reconocieran en la forma de hacerse un personaje, de atarse la bufanda y entrar en un bar a pedir una tertulia. Él mismo cuenta en un libro suyo esa anécdota apócrifa en que se cortó una oreja también apócrifa para imitar a Van Gogh y luego se peinó encima de la oreja supuestamente amputada, estilo modernista, para luego pasearse por las calles como el busto dañado de un poeta romántico, atormentado y anacrónico. La gente escandalizada, hechizada por una epidemia de hipnosis colectiva, comentaba el mal gusto del muchacho mientras, durante semanas, el alter ego de Umbral jugaba a descubrir y ocultar peluqueramente el apéndice intacto como un mago con una moneda o un huevo entre los dedos.




La gallina umbraliana se hizo a base de poner metáforas y más metáforas, pero a Umbral siempre le tentó el milagro de presentarse a sí mismo hecho y derecho, acabado como un gran personaje, redondo y perfecto como un huevo. Los escritores que de verdad le gustaban (Quevedo, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna) eran también así: máscaras de carnaval, disfraces de literatos, trajes vacíos en donde el genio rellenaba la figura con sonetos, esperpentos y greguerías. A Umbral le apremiaba la sastrería sacerdotal del escritor y pronto se hizo con unas gafas de culo de vaso que rememoraban los quevedos, una bufanda blanca que le cogió prestada a Valle y un chaleco que bien podía haber heredado de Ramón. Con todo eso, la verdad, no se puede entrar en la Academia. Ni falta que le hacía.

Pero con todo eso Umbral se vistió de sí mismo, se hizo un alter ego con el que salir por la tele y aguantar las entrevistas tontas del personal, mientras el otro, el verdadero Umbral, se enfrentaba a la página nuestra de cada día, tan desnudo e inocente como en aquella foto en que posó sentado en pelotas ante la máquina de escribir. 'Escribo como meo' dijo una vez, y lo cierto es que la literatura le brotaba fácil y natural, con la misma cadencia del chorro de orina de un crío dibujando puros garabatos en la arena. Uno de sus libros, una de sus columnas, podía empezar por cualquier parte, por una oreja cortada sin ir más lejos, porque no tenía más que dejar que la mano hiciera lo que le diera la gana para que el libro se escribiera solo y diera a luz el enésimo autorretrato de Umbral en primer plano, un tanto burlón, extravagante y cínico.

En sus novelas lo que pasaba no importaba mucho y el protagonista siempre se parecía a él mismo, pero es que las novelas de Umbral están como habitadas de gárgolas que eran alter egos, niños solitarios, literatos precoces y adolescentes enamorados de viudas mórbidas y accesibles como gallinas: todo el gastado retablo de una autobiografía que él conseguía vestir una vez más, siempre, de nostalgia proustiana, adjetivos insólitos y prosas malabares. Es que la miopía sólo le dejaba ver de cerca y las gafas eran las lentes del microscopio con que se miraba el alma cada día.

Tenía la voz ronca y cargada de dioptrías, la sonrisa difícil, enlutada por esa rigidez egipcia de no mostrar al mundo más que la carátula del genio, el antifaz hosco de un traje hueco que resguardaba al padre huérfano de hijo. Hubiera querido ser poeta pero la manía de escribir más siempre le llevaba a terminar los renglones y en seguida tuvo que dedicarse a la columna, un género que labró como nadie, con la misma paciente orfebrería con que se había labrado su inconfundible estampa de columna corintia: el capitel de la melena blanca al viento, el fuste larguirucho, abotonado, y la base de unos botines charolados. O sea.

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jueves, 28 de agosto de 2008

Antonio Tabucchi: Requiem

Leí este libro hace ya casi una década y volví a llevarlo en la maleta en un reciente viaje a Lisboa. Es curioso comprobar cómo ciertos libros pierden con los años. Me ha pasado con Goytisolo, Carlos Fuentes o Benet, escritores que fueron de cabecera y a quienes ahora releo con el mismo disgusto melancólico de estar masticando un polvorón revenido. El sabor, el placer, están allí al fondo del papel, pero lo que queda en la boca sólo son mazacotes de palabras.



Tabucchi, en cambio, se mantiene joven por la misma ley de esas mujeres guapas que han impuesto un estilo de belleza y que, cumplidos los cuarenta, brillan entre una impaciente turba de imitadoras. El italiano practica una literatura de sustracción, de encantamiento bañado de leve exotismo, lo que quiere decir que, en mi caso, juega con todos los ases en contra y aun así casi siempre me puede. Sobre todo en sus novelas cortas, más que en sus relatos. Murakami, Baricco o Auster sueñan con escribir algún día un libro como Nocturno hindú o como Requiem, pero para mí está claro que no lo van a conseguir.

Este libro tenía todas las bazas para no entrar jamás en mis estanterías. Un protagonista escritor un poquito pedante, una ciudad poblada de fantasmas, un gran poeta que emerge de la niebla en las últimas páginas para una cita postmortem anunciada en las primeras. En esta arriesgada partida de póquer, Tabucchi empieza enseñando todas las cartas y como si el título no fuera lo bastante honesto, lo subraya con el subtítulo: Una alucinación.

Y en eso consiste el libro, en una larga, febril y fecunda alucinación de un escritor de mediana edad que se aparece un ardiente mediodía de agosto en el puerto de Lisboa para acudir a una misteriosa cita con un poeta que no se nombra pero que no puede ser otro que Fernando Pessoa. Los escenarios cambian, pasan bruscamente del cementerio a la casa de un amigo muerto, de un restaurante casero a la fresca habitación de un prostíbulo donde el protagonista echa una siesta, de una casa demolida del pasado a un salón de billar. Los encuentros -todos casuales, todos decisivos- se presentan uno tras otro como en un juego de magia, pero con tanta naturalidad que es imposible descubrir el truco.

Quizá porque el truco es que aquí no hay trucos. No hay aquí ñoñeces ni juego borgianos, sino la honestidad de un narrador que se mantiene en vilo en esa sutil línea de equilibrio entre lo que debe decir y lo que debe callar. La cita con el amor de su vida, que se anuncia a lo largo de toda la novela, y que luego corre tras la cortina de una elegante elipsis. La cita con Pessoa, en la que acaban hablando, más que nada, de comida. La cita con el padre muerto -quizá el capítulo más tremendo y emocionante del libro- que entra en plena juventud en medio de la siesta del hijo y le pregunta cómo va a morir.

Resulta curioso que un libro tan fantasmal, tan metafísico, esté repleto de arriba abajo de comilonas fastuosas y farragosas recetas de cocina portuguesa. Como si el narrador necesitara el lastre del estómago para que los personajes no se le escaparan volando, como si este libro fuese una fabulita japonesa o una trilogía neoyorquina, en lugar de un descenso al infierno.

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domingo, 24 de agosto de 2008

Las apariencias no engañan

Las apariencias engañan pero no tanto. Muchas veces las cosas son exactamente lo que parecen. Por ejemplo, no había más que ver el rostro de Michel Maure, el cirujano plástico detenido por desfigurar a casi cien mujeres, para comprender que ponerse en sus manos era una jugada de alto riesgo. Con un peinado en lonchas y facciones de charcutero, Maure no sólo era un oxímoron estético sino una auténtica garantía de estropicio. Las aparatosas gafas negras que le tapaban media cara ya lo decían todo: 'Médico, opérate a ti mismo'.



Tras las gafas, Maure ocultaba los ojillos de un niño que ha repetido curso varias veces por culpa de los trabajos manuales. La plastilina se le quedó anclada ahí, en un oscuro trauma de infancia, y terminó por atascar su bisturí. Seguro que estudió en la misma clase que el Joker, el malo de Batman al que alargaron la sonrisa a navajazos. La verdad, hay que ser muy crédula para confiar la erosión de michelines a un tipo que parece el casero de Tony Soprano. Seguramente, en sus folletos de publicidad, prometía rebajarte diez años y un día. Es cierto que la cara no es el espejo del alma, pero es que Michel Maure, más que un espejo, tenía un escaparate.

En verano las apariencias salen a la luz y se desparraman bajo la cincha del bañador. Cuando entramos en un restaurante no hay que mirar sólo si las cucarachas juegan a la comba con los pelos de las gambas, sino también el porte del dueño. Para considerar a Viridiana uno de los mejores restaurantes del mundo, ni siquiera hay que probar ese huevo frito con mousse de boletus edulis y lloviznado de trufa. Basta con ver las arrobas que se gasta Abraham García, que es un cocinero como mandan los cánones, es decir, orondo y feliz. En Viridiana nunca pasaría eso de que un gourmet gorrón se fuese sin pagar la cuenta, porque el tipo, después de cenar, se quedaría encajado en la puerta. En cambio, después de ayunar en El Bulli bien puedes echarle un pulso a Usain Bolt en una carrerita.

La guerra del Caúcaso parece una pelea de matones en el patio de atrás de la escuela y eso es exactamente lo que es. No hay forma de disimular la realidad, por más que Zapatero y su cuadrilla de mariachis se empeñen en maquillar la crisis con una recua de sinónimos. Dicen que la economía española sufre un frenazo, pero el lenguaje tampoco engaña: siempre damos un frenazo antes de pegarnos el hostión. Groucho Marx lo expresó mejor que nadie: 'Parece un idiota, habla como un idiota y actúa como un idiota, pero no se deje engañar. Es un idiota'.



(Publicado originalmente en El Mundo el sábado 23 de agosto de 2008)

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viernes, 22 de agosto de 2008

Supersticiones de la escritura

Hace poco leí a un famoso escritor (quizá no tan famoso) que se preguntaba cuánto tiempo hacía que no escribíamos una carta a mano. La ironía sonaba más bien a lamentación, a elegía por un tiempo perdido: justamente aquel en que el trazo de la tinta sobre el papel podía delatar el carácter del plumífero del mismo modo que las huellas de una gaviota sobre la playa.



Hay algo impersonal en ese chorro de letras con el que ordeñador va manchando la página. A mí, a la hora de escribir una novela o un relato, me gusta precisamente eso: la sensación de que el texto se va hilando solo, organizándose por sí mismo, fluyendo desde algún sitio en mi interior, segregado desde cierto misterioso órgano interno como la tela de una araña. Por supuesto, debajo está la araña, es decir, el amanuense, y creo que da un poco lo mismo si utiliza un Pentium, una Olivetti o una pluma de ganso. Lamentarse porque las cartas ya no se escriban a mano tiene más de anacronismo que de nostalgia, algo así como echar de menos los trenes de vapor o las tablas de lavar y sus tercas ondulaciones. Mejor una lavadora.

Escribí mi primera novela -todavía inédita- en una vieja máquina de escribir de hierro, una Underwood del treinta y tantos con un sólido e imperfecto teclado que bien pudieron haber aporreado Chandler, Faulkner o incluso la secretaria de Eisenhower. La ñ era un añadido del mecánico, un trucaje del motor. Recuerdo la resistencia de las teclas a la presión, el atasco de las varillas al accionar varias teclas a la vez y, sobre todo, el disciplinado y metálico aguacero sobre el papel con la misma estéril melancolía que el crujido de la estática en los discos de baquelita. La máquina está ahí, en una repisa de mi salón, con el vistoso y anticuado encanto de un piano de escritor. De hecho, algunas veces me tienta el regreso al piano, a ver si logro arrancar esa novela que tengo atrancada desde hace meses.

Un profesor de la facultad, Antonio García Berrio, aseguraba que él escribía a mano porque le daba la sensación de estar sosteniendo un pene erecto antes de penetrar el papel. A mí la frase me sonó a impresionante tontería freudiana, sobre todo teniendo en cuenta que mi experiencia es justamente la contraria: el escritor nunca debe ser un explorador con el machete a punto sino más bien una selva en el momento de ser fecundada. No un macho furibundo sino una hembra que aguarda el momento milagroso de la concepción. No un tiránico maestro de ceremonias armado con un látigo sino un médium, una comadrona.

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lunes, 18 de agosto de 2008

Bono pressing catch

Será el calor veraniego, un empacho de ajo blanco o un subidón de adrenalina, pero Bono está que se sale. Ha dicho que De Juana Chaos es una escoria social y que le da repugnancia verlo. Se ha remontado hasta la madre, que es donde solemos excavar los españoles cuando buscamos insultos de los buenos, de los que hacen pupa. 'La madre de De Juana no parió un hijo'. Qué machote, Bono.

Da la impresión de que se lo cruza por la calle y le parte la cara. Pero qué va. Bono en bañador, después de rasgarse las vestiduras, debe de dar el tipo de uno de esos luchadores de pressing catch que hacen las delicias de los niños en las tardes tontas de agosto. De hecho, como los luchadores de pressing catch, Bono es un virtuoso del micrófono. Sale por un rincón del cuadrilátero, agarra el micro, suelta tres insultos y dos amenazas y hala, a pasar por caja.



Más que un deporte, el pressing catch es la apoteosis del tongo. Un día un luchador es enemigo a muerte de la humanidad, pero a la semana siguiente ya han hecho las paces. Sin ir más lejos, hasta hace cuatro días, De Juana Chaos era un hombre de paz, uno de los nuestros. Lo dijo Zapatero, el karateka virtual, el hombre que quiso conquistar el premio Nobel de la paz a base de sonrisas, el melómano al que un bombazo en la T4 le sonaba a una traca valenciana fuera de lugar y de fecha. Por aquel entonces De Juana Chaos era el ectoplasma de Gandhi pero ahora, en la calle, da asco verlo. Pocos se dieron cuenta de que en realidad ya había dejado la lucha armada y estaba entrenando para la pasarela Cibeles.

Desde siempre, la política española ha estado plagada de luchadores de pega, bravucones cervantinos con la bocaza repleta de juramentos y un exceso de kilos en la sisa. Suben al ring del Congreso de los Diputados, hacen cuatro llaves y tres pantomimas, pero luego se toman unas cañas juntos y planean quién se va a llevar la siguiente costalada.

No fue en vano la advertencia de Miguel Sebastián, que por algo dijo que la prenda que mejor le iba a Rubalcaba es un bañador de leopardo. Vestidos de semejante guisa, Rubalcaba con tanga felino y Bono de costalero enmascarado, el combate podría dar mucho juego. La cosa es distraer al personal y echarse unas risas, porque la escoria sigue libre, viva y coleando, gracias a unas leyes que puntúan cada muerto a menos de once meses entre rejas.

El público silbó, pataleó y protestó, pero es que la Justicia, como siempre, estaba sorda y ciega. Hasta los árbitros del pressing catch tienen más vista para hacer un tongo.

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jueves, 14 de agosto de 2008

Cogollitos de Tudela

A medida que pasan los días cada vez sabemos más detalles sobre lo que ocurrió realmente en el K2. Es cierto que en los primeros momentos conocíamos muy poco de lo que había sucedido allá arriba. Pero ocurre que el periodista no puede lanzarse en frío sobre la noticia del mismo modo que el médico no puede esperar a ver cómo evoluciona un paciente. Esto suena a excusa y de hecho lo es: cuando me llamaron para que escribiera un artículo de opinión sobre la tragedia del K2, no tenía más informaciones directas que unas palabras muy duras de Alberto Zerain, quien dijo literalmente: 'Vi mucha mediocridad ahí arriba'. También se rumoreaba (y luego se ha confirmado) que entre los expedicionarios abundaban las botellas de oxígeno. Nada menos que Reinhold Messner opinó: 'La gente reserva paquetes que incluyen ascenso al K2 como si comprara un viaje con todo incluido a Bangkok. Pero quien quiera subir a un ochomil debe asumir su propia responsabilidad y ser capaz de desenvolverse de forma autónoma en tal altura'.



A mí me impresionó especialmente el hecho de que al menos cuatro de las víctimas fuesen serpas y porteadores de altura. Es decir, trabajadores de la montaña. Ese factor concentró sensiblemente mi atención. Para mí no hay ningún problema en que alguien decida dónde y cómo quiere morir, pero no hay dinero ni excusa suficiente para que un hombre muera por cumplir el sueño de otro. Los detalles técnicos (la hora excesivamente tardía para hacer cumbre, las botellas de oxígeno, la falta de preparación de algunos expedicionarios) palidecían ante este simple y meridiano hecho.

El tono, que en mi artículo para la edición digital de El Mundo, era bastante comedido aunque cortante, se bañó de ironía y de sarcasmo en mi blog, que por algo lleva el título que lleva. Como bien señala Sebastián Alvaro en su propio blog, pretendía provocar y, por desgracia, lo conseguí. Digo por desgracia porque lo que no pretendía en modo alguno era ofender al colectivo montañero (aunque está claro que lo hice). No lo pretendía por la sencilla razón de que no se trataba de un artículo técnico dedicado al análisis de lo sucedido (para lo que no estoy ni mucho menos capacitado), sino a una reflexión sobre ciertas zonas oscuras de la psique humana que, en esta ocasión, se habían encarnado en el K2.

Por supuesto que no soy un alpinista, pero creo que eso no quita ni da un ápice para opinar sobre esta cuestión. Tampoco soy un experto en política internacional y hoy he opinado en El Mundo sobre la guerra del Caúcaso. Tampoco soy un edil del ayuntamiento ni un experto en construcción y sin embargo, en el mismo artículo, me atrevo a criticar la gestión urbanística de Gallardón. La crítica de Pérez de Tudela, publicada en Desnivel, a mi artículo se basa exclusivamente en esta teoría de los compartimentos estancos. La repito aquí:



Respecto al debatido y criticado artículo de David Torres en el El Mundo solo tengo que decir que es un artículo literario y periodístico, pero escrito por un autor que no es alpinista, ni explorador, ni ha probado el sabor del esfuerzo. Escribió una novela sobre una imaginaria ascensión al Nanga Parbat que a muchos les pareció que literariamente era buena, y que a otros no les interesó nada. Imaginar el alpinismo es una tarea imposible, si no se ha vivido; y solo algún poeta o filosofo metafísico como Rilke, Hölderlin, Nietzsche o Jünger... podrían hacerlo.


Doy por sentado que cuando Pérez de Tudela dice que yo no he probado 'el sabor del esfuerzo' se refiere al esfuerzo en montaña. No voy a sacar aquí mi curriculum como librero, cobrador de recibos o nadador porque tampoco es gran cosa, pero advierto que el 'esfuerzo' de escribir una novela es bastante considerable. En cuanto a la valoración de mi novela, resulta cuando menos curioso que, según Pérez de Tudela, a muchos les pareciera 'literariamente' buena. No entiendo, tratándose de una novela, cómo les podría resultar otra cosa. Una novela no puede ser 'alpinísticamente' o 'culinariamente o 'químicamente' o 'judicialmente' ni buena ni mala. Es literatura. A muchos alpinistas de élite y a otros de andar por casa les pareció considerablemente verosímil. En el jurado estaba Sebastián Alvaro. Entre los primeros lectores, Paco Aguado, Juanjo San Sebastián, Luis Fraga y José Isidro Gordito. También le pareció muy buena a un famoso alpinista que por aquel entonces (hablo de 1999) tenía un programa de radio, me entrevistó por el libro y me felicitó por mi trabajo. Evidentemente él no se acuerda. Era Pérez de Tudela y si no le interesaba nada, no debería haber hecho una entrevista tan elogiosa.

Pasemos por alto el hecho de que Pérez de Tudela, al contrario que Juanjo San Sebastián, no se ha arrimado siquiera a las faldas del K2. Dejemos también el hecho de que tampoco, al contrario que Luis Fraga y José Isidro Gordito, ha estado en la cima del Nanga. Yo, al contrario, que él, no voy a criticar su curriculum, porque creo que la falla principal de su razonamiento es esta frase: 'Imaginar el alpinismo es una tarea imposible, si no se ha vivido'. Esto es una solemne tontería que, como todas las solemnes tonterías, tiene mucho predicamento. Si fuera verdad, entonces todo lo que no fuesen libros de memorias no valdrían un pimiento. No valdría un pimiento Guerra y paz de Tolstoi (que no sufrió en carne y hueso la campaña napoleónica), ni la Decadencia y ruina del imperio romano de Gibbon (que tampoco estaba allí), ni una historia de la cirugía en el siglo XIX, ni la más pequeña novela sobre el Antiguo Egipto.

Según Pérez de Tudela 'sólo algún poeta o filósofo metafísico como Rilke, Hölderlin, Nietzsche o Jünger... podrían hacerlo’'. Es decir que, según él, la facultad de imaginar el alpinismo fuera de la experiencia subjetiva está reservada a algunos alemanes. Pasemos por alto que Jünger no encaja ni como poeta ni como filósofo metafísico. Dejemos también la bigotuda sonrisa con que Nietzsche se hubiese tomado el calificativo de 'metafísico. Es palmariamente evidente que yo, como escritor, no le llego a los talones ni a Rilke ni a Nietzsche. La distancia entre ellos y yo es, más o menos, la misma que hay, como alpinista y explorador, entre Reinhold Messner y César Pérez de Tudela.

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lunes, 11 de agosto de 2008

La caída del pelo románico

Este agosto andar por una calle de Madrid es como pasear por el interior de un secador de pelo, así que me he escapado a Mallorca, a Esporles, donde mi gran amigo Román Piña siempre me tiene guardado un rincón de su casa. A ese rincón lo llamo 'la perrera', y así lo expresé en la dedicatoria de Cuidado con el perro, el libro de cuentos que me editó Román. Siempre que llego a Esporles, después del gran abrazo de Román, está la gran sonrisa en la cara de Rosa, la mujer de Román, una enorme alegría en la boca de Milos, el pequeño de la familia, y una pregunta en el ceño de Andrea, la hija mayor: '¿Cuándo te vas?'

Andrea ha cumplido ya doce años y parece un prototipo de la Lolita de Nabokov, sólo que mucho más alta y con mucha más mala leche. Milos va a cumplir ocho y se encuentra en esa fase sumamente dialéctica donde en un momento quiere una cosa y al momento siguiente la contraria. Rosa cocina con méritos suficientes como para ocupar un sitio en el banquillo de Viridiana. En cuanto a Román y yo, somos como hermanos pero sin el como. Juntos hemos compartido libros, columnas, editoriales, premios, días, noches, medusas, playas, amigos, piscinas, borracheras, cigarros y sobre todo risas, muchas risas. Román es uno de esos tipos con los que me río más a gusto, aunque por esta foto de aquí abajo parezca un tío más bien serio.




El plan para esta tarde es es ir a darnos un chapuzón en la piscina y luego irnos a cenar los tres, Rosa, Román y yo, con Agustín Fernández Mallo y con Aina. Porque Román, para mí, es como el rey Arturo, y la Mallorca románica, una Tabla Redonda de donde no paran de salir amigos y más amigos de entre ese listado de caballeros artúricos que es La Bolsa de Pipas, la revista que dirige Román desde hace más de diez años, la única donde publica el poeta novel más desconocido junto al último premio Nadal.

Novelista, poeta, editor, columnista, periodista y un montón de cosas más, Román es, ante todo, un criador de amigos. Más o menos a su vera, gracias al contacto pipista, he conocido a Agustín, a Aina, a Felipe Hernández, a Diego Prado, a Angela Vallvey, a Max, a Emilio Arnao, a Javier Jover, a Carlos Jover, a Juan Planas, a Eduardo Inda, a Agustín Pery, a Inés Matute, a Joaquín Llorens, a Miguel Dalmau, y a un largo y casi siempre mallorquín etcétera.

La amistad, para mí, es una cosa muy seria. Hay gente (algunos no andarán muy lejos) que cree que la amistad consiste fundamentalmente en lamer el trasero de alguien en espera de una recompensa futura. Hay otros para los que la amistad no es más que un as en la manga a la espera de completar un trío. Hay otros que simplemente dan asco. La amistad, sin embargo, no espera ni cambia ni alquila: es esa extraña aleación vital de la que hablaba Montaigne que no tiene nada que ver con sexo, vínculos familiares, jerarquías sociales ni nada que no sea el puro e intransitivo placer de ser ella misma.

Conocí a Román hace ya casi una década. He visto crecer a sus hijos. He visto cómo sus espesos rizos griegos se iban espolvoreando de canas y él ha visto cómo el pequeño cráter de mi calva iba ensanchándose hasta formar una ecuménica tonsura. La otra noche nos bañamos junto a Milos sin más bañador que la luna y hoy vamos a compartir el máximo de intimidad que pueden permitirse dos varones antes del intercambio de saliva. Hoy vamos a cortarnos mutuamente el pelo.

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miércoles, 6 de agosto de 2008

Viajes Ynestrillas

Ayer me llamó Fernando Baeta, director de la edición digital de El Mundo, y me pidió que le escribiera algo sobre la tragedia que ha tenido lugar estos días en el K2. Escribí esto. No soy un alpinista ni un especialista en alta montaña (ni siquiera en baja) pero algo se me ha quedado de cuando escribí Nanga Parbat y Los huesos de Mallory. Todo lo que sé sobre montaña me lo han enseñado mis amigos Rafael Conde (con quien compartí media vida en Altair), Sebastián Alvaro, Luis Fraga y Paco Aguado. El resto lo he leído o me lo he inventado.

Pero no hace falta ser un especialista para entender lo que ha pasado este verano en el K2. Unos cuantos señoritos que cogen sus sherpas y sus porteadores baltís y se van a una de las montañas más acojonantes y difíciles del mundo como si fueran de excursión a La Pedriza. Alberto Zeraín se los encontró cuando bajaba de la cumbre a una hora ya muy tardía para el Karakorum. Pensó que iban a morir todos. A mí me recordó aquella historia del gran escalador inglés Don Whillans. Se retiraba de la pared norte del Eiger (otro auténtico matadero) en cuanto vio las primeras señales de tormenta y, para su sorpresa, se encontró con un grupo de japoneses que iban alegremente hacia la cumbre. Whilans preguntó que dónde coño iban y los japoneses respondieron sonriendo: 'We're going up'. 'Sí, vaís arriba' pensó Whillans. 'Pero mucho más arriba de lo que os pensais'.

Los señoritos hicieron cumbre a las ocho de la noche. Los señoritos no sabían que en el Himalaya las dos de la tarde es la última barrera de seguridad para afrontar un retorno con garantías. Los señoritos se encontraron con que un alud había barrido las cuerdas fijas. Los señoritos se llevaron a sus guías y sus porteadores para que le echaran una mano con el remo a Caronte.





Está de moda esto de los viajes de aventura. A mí palmar de ese modo en el Himalaya me parece demasiado caro y ostentoso. Un lujo, una estupidez. Sólo el permiso de escalada te sale por dos kilos. Hace tiempo Rafa Conde y yo pensamos en montar una agencia de viajes de alto riesgo. Lo llamamos 'Viajes Ynestrillas: cojones sin ladillas' porque nos acordamos de aquella incursión que hizo Sáinz de Ynestrillas al País Vasco con banderas españolas en pleno aberri eguna y nos pareció una opción mortal mucho más imaginativa y provocadora. Pensamos, por ejemplo, en vestirse de travesti en plan locaza total, pintar un autobús de rosa e irse de vacaciones a Afganistán, a ver cuánto tardaba el primer grupo de talibanes con lanzagranadas en entablar el primer contacto.

Otra posibilidad era ponerse una kufiya palestina, subirse a un coche con emblemas nazis y conducir por las calles de Jerusalén oyendo la Cabalgata de las Walkirias a toda hostia por los altavoces. Más barato todavía: pasear por Ramala o por el centro de Teherán con una camiseta que diga 'Mahoma es gay'.

¿Estás harto de la vida y quieres salir por la puerta grande? ¿Crees que el puenting con la cuerda larga o el paracaidismo sin paracaídas son mariconadas? ¿Te apetece palmar este verano? ¿Te atreves a subir el Everest en camiseta? ¿Se te ocurre una manera mejor? ¿Quieres contarnos los detalles de tu próxima excursión al más allá? Viajes Ynestrillas: tu otra forma de viajar.

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martes, 5 de agosto de 2008

Volando vengo

Joan Laporta dice que el catalán es el idioma vehicular del Barça. Pobre hombre. Todavía no se ha enterado de que el fútbol, en sí mismo, es un idioma universal. Será por eso que al Barça le va como le va. Los jugadores hacen horas extras en clase de dictado junto a Carod-Rovira y luego los resultados deportivos se resienten. No importa que no traigan ni un mísero trofeo a las antaño espesas vitrinas azulgranas: la mayor gloria no es que Ronaldhino meta goles, sino que sepa pedir el postre en catalán. Antes daba gusto ver a Eto'o quemando el césped al paso de sus botas. Ahora la afición se conforma con verle bailar la sardana cada fin de semana en el Camp Nou.

El Barça, efectivamente, es más que un club. Con Laporta al frente, también es un buque que se hunde. Como Cataluña, el Barça es un estado de la mente, y depende mucho del fervor de sus fieles para continuar su peregrina existencia por esos mundos alados donde los Païssos Catalans extienden sus reales desde Zaragoza hasta Aix-en-Provence. O incluso más allá. Es posible que la expedición azulgrana sufra un shock cuando desembarque en Chicago y oigan hablar por todos lados la lengua de Cervantes. Quizá Laporta exija que ningún periodista de los varios diarios y radios hispanohablantes les pregunte directamente en el español de allá, ese acento neutro que tanto recuerda a la voz del oso Yogui. Es mejor mantener a su equipo en la ficción de que Jaime I el Conquistador llegó a México antes que Cortés y que Roger de Flor fundó San Francesc.




La cuestión del dinero es otro cantar. Demuestra que el tópico del catalán tacaño es un mito sin fundamento, sobre todo cuando le toca pagar a otro (en este caso, a los pobres panolis yanquis que habían contratado el viaje). Para Laporta la patria es la pela pero la pela no es exactamente la patria: Cataluña es un concepto más global. Quizá por eso el Barça eligió una compañía extranjera, para aclararnos que ellos no necesitan a España para nada y, de paso, demostrar que la crisis mundial no les afecta lo más mínimo. En plena catástrofe económica, se permiten el lujo de tirar por la borda 300.000 euros por un vuelo lingüísticamente incorrecto y contratar otro, más gordo y más grande, que los lleve hasta Chicago sin molestas escalas en la realidad.

Margalida Tous y Joan Puig, el Pepito Piscinas de la política nacional, están encantados con este gesto tan patriota por una parte (y tan español por otra). Sólo un español a carta cabal, de los de servilleta en el cuello estilo Felipe II, haría un despilfarro tan memo y tan insensato. A mí me hubiese parecido mejor gesto que el Barça hubiese contratado un avión de Spanair, a ver si esos 300.000 euros podían cubrir el hueco de los 600 empleados que se van a ir a la calle. Pero Margalida y Joan no. Ellos preferirían que se llamara Catalanair.






(Publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares el lunes 4 de agosto de 2008)

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